Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - Cartas a Nur
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Se presentó, en noviembre de 2011, junto a una serie de óleos y dibujos inspirados en Nur, en la Hacienda Santísima Trinidad de Salteras (Sevilla).

CARTAS A NUR
(cartas seleccionadas)

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16 de julio de 2010

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Mi querida Nur,
sé que esta carta que te escribo no podrás recibirla, pero sé, también, que las palabras que se escriben con profundo afecto llegan, en su azaroso recorrido, a algo parecido a un lugar, un destino, a un paraje desconocido entre montes y lagos donde el aire es apacible y los rayos del sol no hieren nuestro mirar, una especie de lugar, semejante al que ahora habitas, cuyo seno acogerá estas palabras, tal semillas ungidas que acabarán germinando.
Allí, muy probablemente, toda lengua se comprenderá, tu oído distendido las sabrá interpretar como se merecen, porque no sé, mi querida Nur, qué otra cosa podría hacer sino llorar desconsoladamente o escribirte esta carta, recurriendo de nuevo a la palabra tal madero a la deriva que flota en la mar, y un náufrago lo alcanza para aliviar sus tribulaciones.
Breve ha sido tu vida, muy corto el tiempo de tratarnos que el destino nos otorgó. Tengo que aceptarlo, como acepté, en su momento, otros momentos amargos que me deparó esta dulce y amarga vida.
Te escribo, como lo hice en otras ocasiones, guiado por la eventualidad de propiciar un vacío que permita que un yo más profundo hable en mi lugar, sabiendo que, aunque el dolor sea indecible, las palabras que pronuncie serán un bálsamo aquiescente que aliviará mi aflicción, serán una luz oscilante que podrá guiarme en esta orilla oscura por la que transito.
Lo hago como aquél que recurre a una lengua ignota para tratar de comunicarse con el más allá, como un forajido que, huyendo de todas las lenguas conocidas, encuentra en un cueva oscura la lengua ignorada que todo ser es capaz de interpretar, en toda la extensión y heterogeneidad que subyace en los reinos de la naturaleza, y de otros reinos más sutiles, ubicados más allá de su numen sagrado. Porque sé que ahí donde te encuentras seguirás siendo la preciosa Nur que fuiste, pero con la divina facultad de albergar en tu oído la lengua en la que se expresan los serafines encargados de custodiar tu reino, esa lengua, preñada hasta la saciedad, de impecable candor, cuyas palabras son talismanes que ahuyentan sin esfuerzo alguno cada sombra próxima, cada escollo en el camino que ronde las inmediaciones de su hermosa claridad, pues poseen el extraño poder de transmutar en luz la sombra, la pena en alivio y, en dicha suprema, la amarga aflicción.

Cuando las coartadas de la mente vencen mi ánimo pienso, no obstante, que desconozco el lugar donde puedas estar, si es que algún lugar has ido. Ojalá te halles en la eternidad, donde el espacio y el tiempo no existen.
Te imagino allá, encaramada en las alturas, más cerca del éter inasible que deseabas alcanzar, y que la luz más densa del sol apenas filtra. Hasta allí no podré trepar, no podré, como cada tarde lo hacía, subir a la azotea para correr por ella y jugar contigo y, estrechándote en mis brazos, bajarte a la terraza donde Zambrano aguardaba, mirando hacia arriba, que apareciéramos los dos.
Me duele todo el ser cuando recuerdo tu mirada, me duele que no estés aquí y que hayas partido así, de modo tan luctuoso. Sé que el modo en que te fuiste lo tendré que superar pero, en este instante, una enorme pena me arrasa por dentro, siento que por muchos años que pasen no podrán impedir que mis ojos brillen y se colmen de lágrimas, al recordar que los sucios adoquines de una vieja plaza fueron el lecho de muerte donde tu blanco vientre exhaló su último adiós.

!Ay! Nur, te lo advertía y no me hacías caso. Te lo decía con los ojos, con las manos, en todas las lenguas que existen, existieron o puedan existir. Te decía que el mundo no era como tú lo imaginabas. No era la inconmensurable azotea a la que poder encaramarte, sin más techo que te protegiera que el infinito cielo azul.
!Ay! Nur, Nur de mi vida... ¿dónde estás?, ¿a qué lugar partiste?, ¿dónde fueron a parar las rayas estriadas de tu tierno cuerpo, tus delicadas patas blancas, tu radiante y clara luz cenital? En polvo o ceniza se habrán convertido, la sangre en tus venas no fluirá, no se encrespará tu cola estriada cuando, jugando con Zambrano, corríais por el pasillo. No sentiré más tus patitas aferradas a mi pecho cuando, en invierno, sentía el calor de tu cuerpo y me parecía la noche una eterna noche de abril.

Sí, no sé a qué lugar partimos los seres cuando ya la vida no nos asiste. Sólo sé que, si existe un más allá para el ser humano, lo debe haber también para el animal, para todos aquellos animales que nos acompañaron e hicieron de esta vida algo mucho más grato y hermoso.
No pude tenerte en mis brazos en el momento que partiste, ni acercar mis labios a tus mejillas, tal vez ensangrentadas. No te pude acunar del mismo modo en que lo hice los primeros días de tu vida, tierna y delicada como una rara flor, pero allá donde estés, en la sombra o en la luz, en lo alto o en lo bajo, salvada o sumida en el polvo de la nada más atroz, quiero que sepas ¿me escuchas Nur?, quiero gritarte, que siempre, siempre, estarás conmigo, y que, aunque acaricie el lomo de otros gatos, serán siempre tu lomo y tu vientre el vientre y el lomo que acariciaré, que cada gesto tuyo, cada maullido, cada una de tus miradas nunca podré olvidarlos.
Quiero creer que, como la plenitud que cada instante vivías, el dolor sufrido en el trance fue un instante más, que morirías con la misma naturalidad con que viviste cada hecho acaecido, pues la muerte es algo que sólo al ser humano le es difícil de aceptar, y que, ahora, el largo e inescrutable camino que emprendiste hacia el otro lado irá tornando tu paso más leve, más blanco el pelo de tu vientre, más doradas las estrías de tu cuello y tu sien. Quiero creer que tu preciosa energía será alimento para que pueda renacer en otros seres de una belleza similar a la que tú ostentaste, que nada se pierde, aunque el trance se produjese entre el sórdido vaivén de la goma de un neumático, en un suelo sucio y gris, como acostumbran a ser los suelos de las grises ciudades que habitamos.
Tal vez, si hubieras permanecido en el lugar donde naciste, habrías sido más feliz, y quién sabe si estarías aún viva mientras tus ansias de infinito se estarían colmando de modo más acorde a tu inquieto existir, con árboles a los que trepar y hierba en la que solazarte las largas tardes de verano.
Quizá este verano, en el que ya no estás conmigo, seguirías existiendo a la sombra de la casa de Mari Carmen y Antonio, con el soplo animado que tu preciosa madre te podría transmitir.

No sé qué razón se oculta tras la relación afectiva que pueden tener un animal y un ser humano, ni qué cadena evolutiva de apoyos y enigmas, carencias y afectos, entre uno y otro, se pueden producir. Sólo sé que para mí fuiste un sol radiante cada jornada que viví contigo, una luz infinita que, como toda luz infinita, es intensa y breve, y duró, por tanto, el tiempo breve que tuvo que durar. Porque tal vez los que, como tú y como yo, fuimos tocados por el infinito no necesitamos de un tiempo excesivo para comprender y asumir lo que, en cada momento, la vida nos va deparando. Por tanto, los dos breves años que pasamos juntos quizá hayan sido beneficiosos para ti y para mí, por ese misterio que encierra el afecto que se prodigan dos seres creados en diverso rango, diversa extracción, diversa comprensión de lo que gira y palpita a nuestro lado.
No existe verdadera evolución si no se tiene en cuenta lo que hemos sido antes, lo que perdimos y ganamos y lo que, en una parte de nosotros, no ha dejado de existir. El trato con un animal nos lo recuerda, nos recuerda la inocencia que olvidamos y la conciencia que, si nos es dable hacerlo, le podemos transmitir, dando cauce a su evolución con trato afectuoso, para apoyarnos, como en toda relación, mutuamente.

Reinarás siempre en el cielo de mis días, reinarás en la guerra, reinarás en la paz, serás la atalaya desde la que podré divisar el horizonte más alto de mi vida, porque transformaste el aire que respiro en un elixir, el pájaro que soy, en una criatura que rozó con sus alas la tierra que recorriste, las alturas que anhelaste teniendo a la Esfinge como escudo y alfiz, ahí donde se alían, en un mismo ser, el ala y la garra, el felino y el pájaro, y guarda el secreto más hondo que sustenta el ánimo de todo existir.
Zambrano, silencioso y taciturno, permanece conmigo. Tal vez te añorará. Al caer la noche mira por la ventana de la estancia con la mirada perdida, atento a cada rumor, cada ruido emitido que le hace girar el rostro.
Nos falta tu viveza, nos falta tu locuacidad. Un aire triste y compungido invadió la casa. No lo he visto brincar y correr por las estancias como lo hacíais juntos antes de partir, pero no perdió el apetito y juega conmigo cuando, para vencer el abatimiento, cojo el plumero y lo hago saltar. Sabes que es bueno y sencillo y que, además de ser mi ángel custodio, es mucho más precavido de lo que fuiste tú. Permanece siempre a mi lado, muy a menudo a los pies de la cama, tumbado en el suelo de mármol donde sentirá más frescor.
El ventilador no para de girar en el techo de la estancia. Recuerda que, en la ciudad que viviste, en esta estación del año hace calor. La cajonera donde te tumbabas está desierta. Es un mueble más, carente de vida y emoción, de ese exceso de vida que escampabas a tu alrededor, y que a la orilla opuesta de esta vida, prematuramente, te ha llevado.

Ayer por la tarde vino la vecina que te vio cerca de casa a pedirme disculpas. Le pregunté que si te vio herida y no me supo contestar. Es horrible pensar que, para muchas personas, una gata es un simple animal hacia el que tienen que bajar la vista para saber que existe y al que, en su inconsciencia, no le prestan mayor atención. No se le ocurrió, cuando salía a trabajar, llamar al telefonillo para decirme que andabas (quién sabe si asustada queriendo entrar en ella) cerca de la puerta de casa. Y así, tan tranquila, se fue a trabajar, sin advertir en su ignorancia el grave peligro que corrías.
La duda me atenaza, me duele el pecho al pensar que, en ese momento, te encontraras bien y no me precipitara, escaleras abajo, para acudir en tu auxilio.
Zambrano y yo estábamos en la terraza. Él cerca de mí, viéndome pintar. Como cada día, aguardábamos los dos el momento de tu regreso, descendiendo de las alturas como una núbil golondrina que vuelve a su nido. Pero eran las 10, eran las 11, las 12, y no aparecías por casa mientras, una y otra vez, yo subía y bajaba para buscarte por las terrazas donde nunca más te volveré a ver, porque yacías muerta en el duro pavimento de la plaza cercana, con un hilo de sangre brotando de tu cabeza.

!Ay! Nur... ¿qué pasó?, ¿fue un coche que te golpeó o ya estabas herida, con los pulmones o el bazo deshechos, al caer de alguna terraza?
!Ay!, mi querida Nur, qué misterio te llevas contigo, qué tristeza advertí en tus ojos el día anterior cuando, al regresar del refugio felino donde eché una mano, me miraste con aquellos ojos tan tristes. ¿Te sentiste, como el momento aquel que Zambrano llegó a casa, poco atendida o alejada tal vez de mi afecto? ¿Tuviste la necesidad de realizar aventuras más osadas para tratar así de llamar mi atención?
Era muy estrecho este mundo para ti, Nur de mi vida, muy estrecho y muy plano, al lado de las alturas infinitas a las que, libre como un pájaro, anhelabas partir, y sobrevolar, como lo hacen los pájaros, las azoteas y pretiles de todo el vecindario, de sus inmediaciones y, si hubieras podido, de mucho más allá, porque al igual que yo cuando era joven la nostalgia de la lejanía te atenazaba, te oprimía el pecho un instante tras otro, sin permitirte un leve respiro o un resquicio de paz.
Ese anhelo de infinito, que como se puede suponer, no es exclusivo del ser humano, era un rasgo genuino de tu forma de ser, una sustancia que invadía tu pecho y se propagaba como un magma por la totalidad de tus miembros.

No sabría decir la parte de responsabilidad que, por mi parte, al constatar este hecho, debería asumir. Si el haberte alejado del pecho de tu madre siendo una cría pudo, de algún modo, influenciar tu condición, o si, ya en casa, siendo yo el único nexo de unión que te conectaba al mundo, pudo ser ello una causa decisiva en la conformación de tu carácter.
Tú lengua y mi lengua eran distintas, yo cuidaba de ti como si se tratara de una hija adoptiva sobre la que volcaba todo mi afecto y atención. Tal vez tu aprendizaje para desenvolverte y enfrentarte al mundo no ha sido el más adecuado, creyendo, quizá, que todo el orbe que pululaba más allá de nuestro techo te ofrecería una protección similar a la bondad que, de antemano, mis manos y los muros de casa pudieron depararte.
Al igual que ocurre con el ser humano, al animal lo debe influir la experiencia que tuvo en los primeros meses de su vida. Tus primeros días, Nur, pudieron o no ser felices, pudieron recibir el influjo de los primeros años que viví yo, la circunstancia que vivía en el crucial momento que se cruzaron nuestras vidas, la atención, tal vez excesiva, que en ti volqué, al ser, en tus primeros meses, el centro en el que confluían todos los nudos atados al entramado de mi vida.
Todo ello, sin duda, pudo influir, a despecho de lo que se cree, como si la mente de un animal careciera, con su aparente falta de comprensión, de cualquier rastro de cordura, cuando tal vez no es así, y generalizar, por otra parte, el comportamiento de una especie animal puede ser un error aún más grave.
Cualquiera sea la especie o reino al que pertenece un ser vivo encierra, como toda vida, un misterio inefable. En verdad, es y no es lo que aparenta ser. Se oculta, tras su vida cotidiana, una vida más profunda, sin entrar por ello en contraposición. Un gato es mucho más que un gato, como una mujer es algo infinitamente más vasto y profundo que una simple mujer. En todo ser fluye y palpita algo sagrado, que la ciencia, con sus especulaciones empíricas, no supo entrever, pues muy pobre sería la vida si sólo admitiéramos aquello que nuestros ojos perciben o nos permite analizar la lente helada de un microscopio.
En cualquier reino existente fluye por sus criaturas una energía sutil, mucho más consciente que la conciencia lógica de la mente humana. Dicha conciencia no es lógica, es sagrada, y está íntimamente conectada a la divinidad.

Presiento, Nur, que de todo esto que hablo tú eras más consciente que muchos seres pertenecientes a la llamada humanidad planetaria, que, sin necesidad de recurrir a estas confusas palabras en las que te escribo, tú ya sabías de todo ello con un simple mirar, porque de un sólo golpe, con cada gesto tuyo, la eternidad se revelaba, y eras una con ella en tu glorioso avatar, en tanto que nosotros, para poderla alcanzar, necesitamos sin cesar recurrir a conceptos, necesitamos de imágenes y palabras, que nos sumen en un caos laberíntico que no nos es dable aclararlo, cuando en tu gesto se advertía la conexión existente entre lo animado y lo inerte, la vida y la muerte, el principio y el final.
Ahí donde te encuentras, quiero creer que todo ser que ha vivido de acuerdo a su naturaleza retorna en su camino a la morada inmortal, allí donde la muerte y sus hijas predilectas se alejan de ella y se marchitan, y el alma de cada criatura regresa al ser de la misma eternidad.
Sí, quiero creer, mi preciosa Nur que, allá donde estés, te encontrarás a salvo de toda inclemencia, que el ángel que guió tu tránsito habrá cumplido bien con su labor, y que ahora treparás feliz al dilatado pretil de una alta azotea, cuyos flancos no enmascaran ningún precipicio, y libres sobrevuelan los pájaros tu cabeza, bajo un bondadoso cielo, límpido y azul.
Espérame, mi amor, en el pretil de esa azotea, espérame, te lo ruego, que yo también, algún día, la alcanzaré, para contemplar contigo el alto cielo que te hospeda y, entonces, serás tú la que me eleves en tus brazos para mostrarme los tejados y azoteas de la hermosa ciudad que te acogió.
Adiós Nur, espérame ahí, por favor, que tarde o temprano me iré contigo y te estrecharé en mis brazos.
Te abrazo ahora con todo el amor y el cariño que sabes que te profeso.

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28 de julio de 2010

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Querida Nur,
hubiera querido pasearte, como se hace con un perro, por los rincones que más aprecio de Sevilla. Habría deseado conducirte en vida por cada calle o plaza en las que poso ahora mis pies, manteniendo tu recuerdo en vilo, como si te fuera a encontrar con vida al volver a casa.
Ayer por la noche, al pasar por la plaza, pensé que tal vez no habrías partido y que podrías llamarme desde cualquier balcón, como lo hiciste aquella noche en la que, perdida todo el día, te refugiaste en una casa que, al encontrar su puerta abierta, pudo ampararte. Al borde mismo de perder toda esperanza, salí de nuevo a buscarte, después que Rosario, que me hizo una visita, me telefoneara para decirme que vio en la plaza a una gata, parecida a las fotos tuyas que le mostré. Pensé que tal vez te encontraras encerrada en una casa sin poder salir, una vez que entraras en ella por alguna de sus ventanas, y sus dueños la cerraran sin saber que tú estabas dentro. Imaginé que, de ser así, sería alguna casa cuya azotea colindara con la nuestra, en el perímetro de una gran manzana, en la que las casas de Torneo formaban parte de él.
No creí entonces, como tampoco el día de tu partida que, al caer a la calle, andarías por la plazuela, como un ejemplar más de los gatos callejeros que se aventuran por su pavimento, a la espera de que un vecino compasivo les facilite el alimento que les permita subsistir. Después de criarte entre ternuras consabidas, imaginarte en aquella plaza provocaba en mi ánimo un extraño estupor. Imagino que mi sentimiento sería semejante al de los padres que crían con afecto a un hijo y, al llegar éste a la adolescencia, echa su vida a perder.

Cuando aquella noche escuché tus maullidos, corrí precipitado hacia la plazuela, creyendo en mi nerviosismo que podría encontrarte debajo de algún coche. Como no te encontré en ella, volví apesadumbrado sobre mis pasos pero, al verte de repente tras aquella reja, un sobresalto de alegría inundó mi corazón. Estabas asomada a la ventana de un primer piso, a la que es probable que salieras al percibir mi olor, y de la que poco faltó, cuando miré hacia arriba, para que de ella te precipitaras saltando a mis brazos.
La señora que vivía en la casa estaba tomando el fresco en otra ventana, que se hallaba a escasos metros de donde te encontrabas tú. Me extrañó mucho que, ni antes ni ahora, en el transcurso de toda una jornada, no advirtiera tu presencia. Desde la calle comencé a hablar con ella, señalando la ventana donde te encontré. Es una señora mayor, que no sé si es sorda o lo aparentaba en aquel momento. Me decía que no tenía gatos en casa, mientras yo le respondía que no era un hipotético gato suyo, sino mi gata Nur la que estaba en su balcón.

Casualmente, esa noche, estaban con ella dos nietos de 10 o 12 años, que me hicieron sospechar de nuevo que tampoco te hubieran visto u oído en ninguna ocasión, con lo curiosa y entrometida que tú eras. Fueron ellos los que, al no poder cogerte, bajaron a la calle para decirme que subiera a hacerlo yo.
Subir la escalera de aquella casa, entrar en el dormitorio de la señora, y agacharme debajo de la cama donde, asustada, te encontré, es algo que no podré olvidar nunca. No tuve que hacer ningún esfuerzo. Al escuchar mi voz y ver mi cara entre la colcha y el suelo, saliste corriendo hacia mí y, al cogerte en brazos, te aferré fuertemente contra mi pecho.
Salí de aquella habitación sin decir ni adiós, corriendo precipitado para llegar lo antes posible a casa, donde, contigo en brazos, subí la escalera, saltando sus escalones de dos en dos.
Recuerdo que estabas asustada y tenías una pequeña brecha entre el hocico y la nariz que, seguramente, te harías al caer en el adoquinado del pavimento. Te di de comer, bebiste agua, yo no paraba de pasar mis manos por tu cara, emocionado al verte ante mí cuando, desesperanzado, te creí perdida sin remedio.
La luz de la habitación era aquella noche especialmente clara. Tumbada en la cama, te miraba y te hablaba sin apartar mis ojos de ti. Tenerte de nuevo allí, bajo el techo que a los dos nos amparaba, me devolvió la confianza que, ahora, en esta ocasión, no me será fácil de asumir. Tú me mirabas con los ojos muy abiertos, con esos ojos tuyos, redondos como platos, que te concedían un aire infantil. Parecías comprender cada palabra que te dirigían mis labios mientras acariciaba tu cabeza, como si acariciara los rizos y la cabeza de un hijo propio.

Esa noche dormimos juntos y tu instinto, a la mañana siguiente, te empujó de nuevo a salir, a aventurarte por el ancho mundo que a tu alrededor se desplegaba y que, con el escaso medio año que tenías, acababas de descubrir. Porque tú, Nur, eras así. Olvidabas de un día para otro, sin temor alguno, las malas pasadas que el día a día te deparaba. Las olvidabas como aquél que olvida el mal que se le ocasionó, inocente e intrépida en tu entera dicha, audaz y traviesa como una niña precoz.
Podías deslizarte, tras pasar un contratiempo, por la estructura del toldo de la terraza, tal una intrépida trapecista que sobrevuela el abismo extendido a sus pies. Sobre su blanco lacado, el inmaculado blanco de tus patas radiante se estampaba sobre el límpido cielo anda-luz.
Allí estabas, como un ave felina, sin más suelo que te alentara, que una estrecha barra metálica, suspendida en el azul.

Hispalis está muy lejana.
Remontar los siglos por ti es una gesta tan clara, que sólo los argonautas o los príncipes del pasado la pudieron asumir.
Está lejos y, a la vez, muy cercana. Por los árboles del parque, una lumbre anaranjada se cuela entre las ramas, tal la flama de un candil.
Me trae el recuerdo apresado en la llama oscilante de una bujía romana.
Tú estás allí, bajo las arcadas de un patio, cuyas estancias reflejan, en su suelo de mosaicos, los postreros rayos del sol.
Remontar los siglos por ti le devuelve a mi alma una nostalgia, que sólo un vuelco del pasado la podría asumir.
Estanques y glorietas.
Aguas turbulentas.
Esculturas lejanas...
Un mirlo canta y salta por el albero con su luto monjil, con el sobrio atuendo de un eremita trasformado en ave extraordinaria.

Te recuerdo Nur.
Sobre la estela del cielo, innumerables pájaros vuelan y cantan.
Me consuelan un minuto, pero la añoranza retenida, inevitablemente, vuelve a resurgir. Sólo aguardo a que la noche haga acto de presencia, y que el sueño que me ronde, sin más dilación, me atraiga hacia ti.

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29 de julio de 2010

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Hoy hace dos semanas que partiste, y la plaza donde yaciste me dará su último adiós. Al pasar por ella, los labios me temblaban, una congoja me oprimía el pecho, y abrir la puerta de casa arrasaba mis ojos de lágrimas, en una inundación tan copiosa que, sin fuerzas para retenerla, no sabía cómo inhibir.
Remontar la escalera de casa era como subir al monte Calvario, donde el huerto de Getsemaní no podría ofrecerme ningún fruto.
Sí, Nur, me dará su último adiós, porque no puedo seguir viviendo con esta añoranza. Tendré que apartar el dolor, desprenderme de una vez de la nostalgia, para que en mis noches calladas reaparezcas feliz, y en sueños te pueda ver como una amazona desprovista de carcaj y flechas que, al tensar su arco en el aire, vibra una flecha impalpable, tal la brisa que nos toca sin saber de dónde llegó.
“¿No es ya tiempo que al amar nos liberemos del objeto amado y, vibrando airosos, nos mantengamos como la flecha que reúne el impulso que la hará superior a sí misma?” (1).

“He hablado con los hombres que llaman poetas, que encuentran oro en su dolor...” (2).
Los poetas... Hablar de poesía contigo es como subir una escalera que conduce al cielo y de la que no podemos ver nunca el fin. Cada escalón es un jardín, cuyas flores reportan a mi espíritu una amalgama de espinas, amasadas con pétalos de rosas.
Esta mañana, al despertar, estaba el cielo cubierto. Entornaba los ojos en la cama sin quererlos abrir. Zambrano, como cada mañana, se posó en la almohada muy cerca de mi rostro, sentado en ella como una esfinge compasiva, que sabe lo que mis párpados cerrados reclaman y sólo él es capaz de asumir.
Se posa ahí, en el momento preciso que la luz asciende por el firmamento, cuando se alza la aurora en el cielo y, poco a poco, la noche se va, hasta que, al declinar el día, las nubes del ocaso se esfumen y retornen a su seno.
Sabes bien, Nur, que Zambrano es bueno y dócil como un monje mahometano. Cuando aquella tarde en Mairena trepó a mis piernas, el alma de María Zambrano se acordó de mí. Me tendió una mano a través de aquellos ojos verdes que me miraron.
El verde, en los ojos de Zambrano, evoca las aguas de un arroyo de montaña que, por laderas y vaguadas, salta feliz. Titila en él el eco sutil de valles muy lejanos, de praderas esplendentes que, honestamente, se acercan a mí, para escanciar en el hueco de mis manos el rocío disuelto.

El martes pasado lo llevé al veterinario. Su mansedumbre, como a tantos otros, lo cautivó. Dijo algo así como “este gato es un santo”.
Cuando estabas con nosotros no os llevé este año a vacunaros porque sabía del suplicio que ello supondría para ti y para mí. No quería verte de nuevo con la aguja clavada, corriendo y gruñendo por la clínica como una fiera asustada.
Es extraño recordar, en este preciso momento, lo agreste y arisca que podías ser con desconocidos, y lo dulce y tierna que conmigo te podías mostrar. Fui tu padre. Un padre que, muy probablemente, te mimó en exceso. Un padre que, al verte en sus manos tan pequeña e indefensa, volcó en ti todo su amor, y una cualidad de ternura que, antes de conocerte a ti, no supo que existiera.
En invierno, cuando apagaba la luz y me disponía a dormir, te me acercabas sigilosa, tal como puede serlo una gata, caminando con paso leve sobre las sábanas, cuyo rastro, alguna noche pasada, he creído advertir. No sé si fue la brisa nocturna o tu espíritu que regresaba, pero percibí claramente la presión de unos pasos, leves como alas, que se hundían furtivos por la superficie del lecho.

En invierno, como antes evocaba, subías a la cama y, creyéndome dormido, te acercabas a mí. Rozabas tu hocico con el flanco de mi cara hasta que, por un hueco propicio, te deslizabas bajo las mantas para acurrucarte, sin obstáculo alguno, muy cerca de mí.
Alternabas el movimiento de tus patas a la altura del pecho. Lo templabas como sólo una experta masajista lo sabría hacer, conduciendo la energía al lugar exacto que la necesitaba, mientras entreabrías tus uñas, suavemente afiladas, porque el tejido del pijama las podía eludir.
Toda ternura causa dolor y, para impedir que el dolor se propagara, te estrechaba fuertemente contra mi pecho. Esquiva como eras, amparada en la oscuridad, te dejabas hacer. Durante unos minutos, respirábamos al unísono los dos juntos en el cielo.
Tu pelo era suave como la seda o la alpaca. El sedoso pelo de tu madre, siendo más largo que el tuyo, te alcanzó también a ti, que, rayado como el pelo de un tigre, amalgamaba el blanco y el oro con diversos tonos cenicientos.

Es a cielo abierto, sentado en el banco de una plaza, que brotan las palabras sin ningún obstáculo. Bajo techo se apocan y tropiezan entre sí.
Aquí, sentado en un banco amarillo, fluyen como las aguas de un río que irán a desembocar en tus ojos, en el inmenso estuario de tus ojos, donde tu alma, flotando como un loto, reposará feliz.
Borbotean las fuentes en la Alameda y los álamos, aún exangües, aguardan el momento de crecer, de entrelazar sus ramas a un futuro aún incierto, que mis ojos, cansados, no sé si podrán ver.
Somos, Nur, indefensas criaturas, que la cita con la muerte no pueden eludir.

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(1) Rainer Maria Rilke
(2) María Antonia Blesa

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30 de julio de 2010

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Querida Nur, siento que, poco a poco, voy saliendo del oscuro pozo en el que estaba sumido.
Ayer por la tarde contemplaba el río y el fluir de sus aguas me hizo soñar. Soñé, con los ojos abiertos, por primera vez contigo. Soñé que el profundo dolor que había sentido era engañoso, que las guerras y el odio eran mentira, que son mentira la muerte, el desamor y la deslealtad. Soñé que era mentira cada célula escindida, que cada individuo o sociedad que se hallan escindidos no perciben, en verdad, la realidad, sino el engaño más cruel y la impostura más funesta, entregados al derroche de ensalzar la huera opulencia de sus egolatrías porque, ni por asomo, conectaron un minuto con su interioridad, inmersos en una realidad que se halla a años luz de la realidad que los sobrevuela, defendiendo dicha realidad a capa y espada, como si en el hecho de defenderla la vida se les fuera a escapar, y afanándose en escindirse y dividir aún más la tierra, en acotar los mares, acotar las riberas, en alejarse hoscamente de hierbajos y de fieras, sin advertir que plantas y animales son parte consustancial de su propia realidad, y que lo son, también –de modo incluso más vinculativo–, otras muchas realidades en las que no creen ni esperan, porque sus ojos no pueden verlas ni las palmas de sus manos las pueden palpar.

Mi preciosa Nur, soñaba ayer, sentado en un banco, que el cauce de un río transporta innumerables partículas, que no sólo nuestros ojos, sino la lente de un microscopio no consigue vislumbrar. Soñaba que esas partículas se sumergen en sus aguas o flotan sobre ellas, ascendiendo y descendiendo como aquellas inquietas golondrinas, que tú, al despuntar el alba, contemplabas cerca de mí. Pensaba que, tal vez, esas partículas son semejantes al rastro o la estela que el vuelo de las golondrinas deja tras ellas, y que quizá tú las contemples, dentro del ilimitado espacio donde ahora estás.
Dime, Nur, cómo es ese espacio. Muéstrame ese reino invisible, donde éste que podemos ver se enraíza y sustenta. Muéstrame, por favor, desde la privilegiada cima donde te ubicas, el nexo de unión entre tu reino y éste otro donde adolezco y muero, tú que, erguida como una esfinge que entorna sus ojos, contemplas sin asombro este mundo y aquél.
¿Me recuerdas, Nur, escuchas acaso mis palabras? Ten compasión de mí, alma caritativa, y sal a mi encuentro. Abandona tu reino un momento y ven aquí a hablarme de su sol, de esos rayos que, encaramada en el pretil más alto, ungen con su luz tus ojos y tu cabeza. ¿Recuerdas mis manos, Nur , las caricias que te prodigaban, o las caricias invisibles de otras manos, sin pena ni gloria, las sepultó?
¿Es más claro su sopor, la embriaguez que provoca en tus entrañas, donde todas las caricias de mis manos son roces engañosos, a los que no alcanza tu sol?

Libre te hallarás, libre y soberana como sólo ahí puedes serlo, emancipada al fin de esta tierra que te lo negaba, de estos ojos y estas manos que, sabiendo que se te negaba, a toda costa velaban por ti y por tu honor. Porque la libertad y el candor, Nur, no son de este mundo. No lo han sido para ti, ni para la inquietud que yo sentía viéndote amordazada, prisionero, como tú, de la angustia y del dolor, del amor que en ti vertía, queriéndote liberar de sus dientes y sus garras.
Pero no nos lamentemos. Todo eso ya pasó. Te invoco ahora y pronuncio tu nombre como si cantara en el regocijo de una fiesta. Es trepando y saltando por doquier como te quieren ver mis ojos, con manos bondadosas que, aquí y allá, acarician tus orejas, rostros y miradas que te comprendan sabiendo, o aun sin saber, somnolientos y dilatados letargos de las puestas de sol, si es que el sol en tu reino se acuesta, brillando tal vez al unísono con lunas y estrellas y otros muchos planetas que, desde de esta lejana Tierra, nuestros ojos no pueden ver.

¿Escuchas mi canto, Nur? ¿Escuchas acaso el clamor de estas palabras? No es el canto de las sirenas que Ulises escuchó. Es claro y sobrio mi canto. No intenta seducir ni atolondrar. Puede poseer el sabor del almizcle y la canela. Puede ser dulce, puede ser sobrio, e incluso estar atravesado por el dolor, pero no es el dolor lo que quiero cantar, sino el gozo de sentirte liberada y al amparo ya de toda negligencia.
Creo ser yo el que canto, pero esa suposición no deja de ser una impostura, un rematado delirio que se superpone a todos los delirios que estos días acuné. Porque sé que estás a salvo y eres tú, y no yo, la que entona a través de mi voz este canto álgido y acompasado, como el manso río que ante mí centellea, este estribillo que me incita a alzar la voz como en una canción, para cantar contigo a dúo cada una de nuestras añoranzas, los días vividos, tu mirar esquivo como el perfume de una flor, cuya exhalación embriaga el corazón aturdido y lo enajena.

Háblame, Nur, de los árboles majestuosos y las innumerables flores que por doquier contemplas, de las aguas cristalinas que, saltando por las montañas, no se sabe adónde van, porque ahí también, en tu reino desapercibido, las distantes lejanías encuentran acomodo y tiemblan, aunque tal vez como un telón de fondo, animado y vivo, como la hermosa cercanía donde posas tus pies. Contemplas las lejanías y, con sólo mirarlas, a tus manos regresan.
Háblame, amor, de esos estados que te alientan, de sus modos y formas, de su olor y su color. Descríbeme, por favor, punto por punto, la actitud, situación y despliegue de cada floración descubierta, el deslizamiento de las nubes por tu cielo, los tonos que adoptan, su ubicuidad y su tornasol.
Háblame de los ríos, de los mares y océanos que a cada paso te sustentan, las galaxias que divisas, los meteoritos que fulguran en lenta procesión..., y cómo vaga todo a tu alrededor como transportado por una brisa lenta, tal la nube que, en la cima de un otero, transportó a Psique a la casa del Amor. Dime, Nur, te lo ruego, que en esa casa entraste, que el umbral de su puerta atravesaste, toda engalanada y radiante como un sol y, sobre todo, dime también, para que mis oídos se regocijen que, tal una novia vestida de blanco, con el Amado contrajiste nupcias, en un altar consagrado a tu memoria y tu candor.
Permaneceré a la espera, con el oído atento, por ver si escucho o siento algo de lo que me quieras transmitir.

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6 de agosto de 2010

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Mi preciosa Nur,
en el huerto de este antiguo monasterio, situado a dos pasos de casa, se diría que las almas de los monjes cartujos descansan en paz. Hileras de naranjos y olivos se alinean entre las acequias como en un campo de labranza, y la presencia de algunos cipreses, palmeras y paraísos mitigan, junto a las aves del cielo, el bochornoso trasiego de este verano tan desalentador.
Estoy sentado en la escalinata de un pabellón de recreo que se alza junto a un enorme plátano, y ante mí se yerguen los muros del monasterio de Santa María de las Cuevas que, tras diversas vicisitudes históricas, pasó a manos de un extranjero, que en fábrica de cerámica lo convirtió, por lo que hoy, hecho museo, la arquitectura industrial y religiosa se ensamblan en él de manera un tanto extraña.
Su huerto, siendo como es un tranquilo solaz lleno de vida, evoca, no obstante, la paz y el sosiego que un cementerio nos puede brindar, protegido, igualmente, por vetustos y anchos muros que lo aíslan del mundo externo, y cuyo murmullo sólo en lontananza podemos escuchar, tal los rumores que escucha un moribundo que evoca los instantes de la vida que ha dejado.

Tu vida, Nur, me recuerda en muchos aspectos a la vida de alguien que, como tú, reportó a la mía una profunda y gran enseñanza.
Era una amiga muy querida, a la que debo el honor de haberme transmitido la palabra. Sí, la palabra, mi amor, pues aunque se crea que el sentido que doy a esa palabra no se puede transmitir, porque es innato, constato, sin embargo, que tal hecho ocurrió, que pudo estar en mí, no lo descarto, pero que, gracias al trato que con ella mantuve, propició que no cayera en tierra baldía y las semillas que guardaba en mi pecho pudieran germinar.

Claro que, cuando digo que me transmitió la palabra, no hago referencia a las palabras a las que recurren tantos autores que, con buen hacer de lo que se traen entre manos, acaban por alinearlas, una tras otra, con ánimo osado e ingenio procaz, ni por supuesto a aquéllas otras que permiten que nos comuniquemos los seres humanos, con más o menos elocuencia, mejor o peor.
No, no son esas palabras a las que aludo cuando digo que esa querida amiga me transmitió la palabra. Es la palabra perdida, la palabra olvidada la que ella me reveló, la palabra sobrecargada de vida que es capaz de convertir la pena en alborozo, y favorece que podamos ir de acá hacia allá, aquélla que nos permite franquear barreras y traspasar el umbral que se alza entre dos mundos, entre éste que contemplan mis ojos y aquél otro donde tú estás y, todo ello, a pesar del profundo dolor que tuvo que soportar en su venturosa y triste existencia, aunque, con todo eso –que ya es mucho–, fuera su inquebrantable inocencia la que la salvó, la pureza que, como tú, portaba en su corazón como un cristal translúcido.
Que su voz no se escuchara aquí en la tierra poco importa. Que sus palabras no se vertieran más allá del exiguo ámbito donde vivió, tampoco disminuye un ápice el apasionado afán que la empujó a sostenerlas, porque ella, como en la lejana Lemuria, llevaba en su pecho un disco de oro, que con la sabiduría y el amor de otras esferas la conectó, en tanto que su impulso creador, aún si pasó desapercibido, se fue a cumplir en una órbita más plena, que la estrecha órbita de nuestro mundo no supo acoger ni valoró. Llegó su voz donde tuvo que llegar y la oyeron los oídos que debieron escucharla. En vano nos lamentaremos queriendo hacer justicia a un designio desconocido, que no podemos calibrar, pues es de necios querer trocar el impulso de un destino, teniendo en cuenta que unos vienen a cumplirse en esta esfera y, otros, aunque no lo advirtamos, se cumplen más allá, en un ámbito ilimitado cuyo seno es capaz de albergar a todos los designios que aquí no se cumplieron.

Sí, Nur, poco importa que el destino de esa hermosa criatura tuviera, al igual que el tuyo, un final trágico, y abandonarais prematuramente este mundo, causando a aquéllos que os amaron un profundo estupor. Ciertos destinos son inescrutables y, por mucho dolor que nos causen, albergan en sus entrañas oro puro y una inquebrantable razón de ser, aunque no aceptemos sus motivos y las lágrimas sofocadas nos arrasen.
Por otra parte, mi propio destino tampoco lo comprendo. No ceso de preguntarme porqué debo permanecer aquí cuando todo aquello que he amado, en un abrir y cerrar de ojos, se esfuma como humo entre mis dedos, y yo querría ir tras él, irme contigo a otro mundo menos vano para poder sostenerlo; porqué debo permanecer aquí cuando nada me ata a este subsuelo, a esta órbita, a este pozo en el que creo ahogarme y, no obstante, no acaba de suceder. Doy un salto cuando menos lo espero y, a punto de sucumbir, con el agua al cuello, algo me tiende una mano y me invita a proseguir, a no dar mayor importancia a ese factor inescrutable, ni a ese esquivo destino que, lo quiera yo o no, se debe cumplir.

Sí, Nur, poco importa que el destino de esa querida amiga, al igual que el tuyo, no podamos comprenderlo, ni que los árboles contribuyeran con su cuerpo en la expansión de su voz. Lo que permanece en el anonimato, si es valioso, concentra una integridad y una fortaleza que no cesa de propagarse. Los oídos que pudieron auscultarlo deberían sentir regocijo, pues la pura inocencia es algo que, por el momento, aquí, no se puede expandir, no es conveniente hacerlo en aras de adquirir mayor fortaleza o cualquier otro privilegio, porque es obvio que la fortaleza a la que me refiero, como la palabra perdida, no es la fuerza bruta con la que litigan los hombres en detrimento, siempre, de perder la honestidad y la poca inocencia que aún les resta.
La inocencia es como el cristal. Cuanto más manos lo tocan, más turbia se torna.

Comprendo, Nur, porqué no permitías que nadie, en un primer momento, tocara tu cuerpo. Debía entablar un diálogo conmigo y, si percibías que ese diálogo era cierto, podías ceder a sus manos y mostrarte más gentil. Preservabas tu inocencia con un celo inquebrantable y un honor muy tuyo, como las huríes musulmanas que preservan su corazón a aquéllos que, sin rubor, pueden contemplar el rostro y los ojos del Altísimo.
A escala más cercana, no dejaba de sorprenderme que tu sexto sentido percibiera los lazos que me unían al seno familiar. El día que te llevé a casa de mi madre, no corriste, como cabría esperar, a ocultarte debajo de una cama. Andabas por ella con la mayor naturalidad, como si su casa fuera una prolongación de nuestra propia casa. Nada en ella te cohibía ni te predisponía a mantenerte alerta, porque en ella te sentías segura al percibir un fluido semejante al que podías percibir bajo nuestro techo.
También con mi hermano tu comportamiento era similar. Cuando lo conociste, cada vez que venía a casa, dejabas que posara su mano en tu cabeza.
Esto es algo que en principio no entendía y que ahora lo comprendo mucho mejor.

A mayor pureza de corazón corresponde un mayor flujo de vida. Ese exceso de vida es algo que, tanto en ella como en ti, pude constatar. Es esa una vida que no se opone a la muerte porque, entre otras cosas, no la siente real ni contrapuesta a la inmortalidad que sentíais palpitar en vuestro pecho. Nada más lejos de ella que preservarse u oponerse a la muerte para obtener, de ese modo, mayor vitalidad. Eso es algo tan banal como las cirugías estéticas. Más bien sería la estética pura que nada sabe de moral. Tú y ella derramabais belleza allá por donde ibais. Esa belleza era pura y, por tanto, preservaba una ética profunda y una insoslayable razón de ser. Era algo tan puro que no se podía doblegar, que no evitaba el peligro sino que, más bien, lo favorecía en aras de alcanzar mayor hondura y claridad, y que, para respirar, necesitaba de soledad, necesitaba de esparcimiento y recreo, que sólo los dioses, desde su universo perfecto, son capaces de apreciar, y que este otro mundo, en su oscuro decurso, encubre con un velo.

Aquella amiga, Nur, nos dejó entre las manos un manojo de versos, unos versos dolorosos que transpiran, no obstante, la pureza y el candor de los que te acabo de hablar, aunque a veces se rebelen, como lo hacías tú, contra el medio inhóspito que os constreñía, volcados en sí mismos con una lucidez y una entrega rara de ver, muy rara de encontrar por los páramos inertes donde los seres humanos se zambullen.
Irradian, como irradiaban tus ojos, mucha dulzura, cansancio y candidez.
Irradian, además de intrepidez, inteligencia y un fulgor muy puro, como el día aquel que me miraste muy hondo y no supe muy bien, mientras me miraban tus ojos, qué miraban los míos.

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7 de agosto de 2010

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Querida Nur,
contemplando la enorme mole de piedras que, una sobre otra, se acomodan en la catedral, veo pasar los siglos como un meteorito o una centella, que en el espacio en que se yergue, sin saber cómo, se fue a posar, para estratificarse poco después y adoptar los múltiples semblantes que, sin esfuerzo alguno, en ella se insertan.
Métodos diversos de construcción, diversas formas de dialogar con el universo, en su seno se aúnan tal una torre de Babel, que al fin halló forma y modo de que lenguas diferentes confluyeran en un solo núcleo lingüístico, cuya sintaxis es causa ahora de mi admiración.
Si, hace siglos, un hecho de tal calibre pudo acontecer sobre la faz de la Tierra, inunda ahora mi pecho de un regocijo tan íntimo, que la alegría del sol que contemplo no es capaz de igualar con su fulgor, porque pienso que si a través de la piedra inerte pudo tomar cuerpo ese prodigio, no sé qué prodigios, entre seres animados, podrían acontecer.
Ante su esplendor, mi corazón se sobresalta, deja de latir con el mismo ritmo que hasta ahora lo alentó, disuelve, sin violentarlo, cualquier límite incisivo que pudiera coartarlo, donde pasado y presente, vida y muerte dejan de contraponerse sin ton ni son, en tanto que presiente un futuro que abismará a las dos en un aire más prístino, un aire que traspasará las barreras que nos mantuvieron aferrados al tiempo-espacio que nos delimitó, donde cada cual ocupaba su sitio, y donde vida y muerte se enfrentaban en un delirio que nos impedía ver la realidad tal como es.
Dicho futuro se me antoja semejante al instante aquel en que un pez, abandonando el medio acuático donde vivía, se transforma en pájaro que despliega sus alas, sin saber muy bien lo que en su trama interna se tejió, y sin saber, tampoco, cómo ni porqué otras criaturas acuáticas lo secundaron en su intrépida aventura y, desplegando sus alas, volaron tras él.

El aire que respirarían las primeras aves debió ser, al recordar su cautiverio acuático, semejante a una liberación, una liberación el espacio ilimitado que ante ellas se abriría, un milagro acaecido bajo las aguas que, de repente, las lanzó a años luz de la cárcel que las amordazó, y que, tal ángeles redimidos, el aire inconmensurable al que fueron propulsadas les permitió desplegar sus alas en un medio que, por transparente, llegó a ser liberador. Y todo ello, muy probablemente, sin prevenirlo, presintiendo tal vez un no sé qué disuelto en las aguas, un no sé qué que su sangre absorbería y a sus células se transmitiría como un ADN diverso, una transmutación que, sin preverla, les permitió volar, dejando de ser lo que fueron hasta entonces, después de haber sido, durante siglos y milenios, criaturas acuáticas.
Claro, Nur, que no todas esas criaturas abandonaron su medio. Sólo lo hicieron aquéllas que, por un motivo u otro, sintieron en sus entrañas el anhelo de volar, aunque no supieran muy bien cómo podría ser un pájaro, ni el mecanismo que transmutaría sus escamas en plumas, propulsando sus aletas hacia un espacio sideral, que ni en sus sueños más profundos pudieron calibrarlo.
Pero era real, estaba allí, aunque les pareciera un milagro.

Del mismo modo, mi querida Nur, el medio que te amparó, y me ampara a mí todavía, está preñado de invisibles partículas semejantes a aquél no sé qué, disuelto en las aguas, que a multitud de peces transformó, multitud de partículas que no cesan de propagarse, pero disueltas esta vez en el aire que respiramos, y que, como entonces, en las células de su cuerpo ciertos seres presienten, porque dichas células los están informando de que un nuevo milagro está a punto de acontecer.
No sabemos, en esta ocasión, que tipo de milagro ni a qué espacio desconocido –si es que espacio llega a ser–, seremos propulsados. Tal vez tú lo conozcas y te halles ya bajo su influjo.
Por mi parte, sólo sé que esta realidad se encuentra agotada y nuestra visión está ofuscada por la presión continuada de inacabables delirios. Clama, desde el erial en llamas que la abrasa, que ese milagro presentido advenga, que lo sobrenatural, como un maná del cielo, a nuestras células descienda para hacerse real, realidad tangible y corpórea para que manos y ojos puedan sostenerla, y la contemplemos con la misma naturalidad que, sin nostalgia y sin miedo, contemplaban tus ojos el fondo del abismo, sin la nostalgia que aún me aferra queriéndome atrapar, y que en momentos de lucidez, una y otra vez, ahuyento.
Cómo evocar la muerte o la inanición, Nur, cuando te siento en mí tan viva, viva y palpitante y liberada al fin del yugo que te oprimió. Viva en una dimensión que anunciaba aquí, como una centella fulminante, el allá liberado donde vibras, trepas, danzas, te codeas con las sílfides con la misma naturalidad que lo hacías aquí con un gorrión.
¿Deberé creer que tu muerte no acaeció y que el golpe mortal que sufriste fue una insignificante herida de la que portas la huella, un mero rasguño, que ni por un segundo llegó a rozar tu eterna rotación?
Sea cierto o no, tal vez es mejor creerlo así, que te fuiste como viniste, tal una centella fulminante que vino y arrasó con cada uno de nuestros inacabables delirios.

Ahora, Nur, me encuentro dentro de la catedral. La luz del sol se filtra por las vidrieras como si pendieran de sus muros tapices translúcidos. Me encuentro en ella como dentro de un ser vivo, un cuerpo palpitante del que emana, sin embargo, un extraño y rancio olor, superpuesto a otros olores a los que seguro tú podrías seguir la pista.
El olor que ahora percibo no sé si te llegará. Tal vez no es de tu agrado. En cierto modo es el olor que desprende casi toda la Cristiandad que, para qué te voy a engañar, es un tanto pesado para tu ligereza. Tantas llagas y suplicios, gozos que el cielo auspicia e infiernos recalcitrantes, acabarían por aburrirte. Seguro que te pondrías a jugar con alguna golondrina despistada que vuela por sus naves sin saber cómo salir... !son tantas sus oquedades, cuya apariencia fuera no se corresponde con aquélla que muestran dentro!
Esta catedral, Nur, atesora riquezas que nos dan una idea de la opulencia que ostentó la ciudad donde viviste. Si entraras en ella, percibirías un olor más recóndito, que tu olfato sensitivo lo podría rastrear. Es un olor sepultado y, a pesar de todo, algo menos rancio que ese otro que, en un primer momento, colma nuestras narices.
En él, tu nombre adquiere su dimensión más plena, tal los rayos de un sol, dispuestos radialmente en torno a un círculo. Sus arcos no son ojivales sino de herradura, y no es la piedra, sino el ladrillo, el elemento constructivo que cimenta y propicia su elevación. Más que asombrar o sobrecoger, como acostumbran a hacer las catedrales y basílicas cristianas, esa mezquita desaparecida nos acuna y mece entre sus brazos, sin necesidad de que tengamos, forzosamente, que dirigir nuestra mirada hacia arriba, hacia ese cielo inalcanzable, que hace que nos sintamos tan ínfimos como un insecto o una lombriz. Descalzos sobre sus esteras, en esa mezquita podemos mirar hacia todos lados, dirigir la mirada en cualquier dirección, pues todas ellas están penetradas por un mismo hálito, y el mihrab –ese imantado vacío dirigido a la Meca–, sólo indica, en su escueta trabazón, que ese hálito sagrado puede estar tanto allí como aquí, arriba o abajo, dentro o fuera, tanto en el espíritu que nos sobrevuela, como en el cuerpo que nos aferra aquí abajo. Cobijados bajo esa multitud de arcos que evocan las palmeras, sentimos sus entrañas como si el cálido vientre de una madre nos acogiera en él, porque el hálito que recorre ese ámbito casi podemos palparlo, sin la necesidad imperiosa de evadirnos a las alturas, ni que su impenetrabilidad inalcanzable nos inquiera.

Como anoche, he creído sentir tu paso detenido aquí, junto al banco donde yazco, a un paso apenas del crucero de la catedral. He girado el rostro y me ha parecido verte ahí, mirándome fijamente con los ojos muy abiertos y tus patitas delanteras unidas, esas patitas tuyas, tan blancas e inmaculadas, que recuerdan, en su inocencia, la inocencia de un niño cuando reúne las manos en su primera comunión.
Uno de los dos órganos de esta catedral sobrevuela mi cabeza. Centellea el mármol jaspeado que reviste su pórtico, y un fulgor tornasolado inunda la penumbra de las capillas anexas.
!Cómo me gustaría, Nur, recorrer contigo los lugares más recónditos de este enorme templo!
“Edifiquemos una fábrica tal, que aquéllos que la vieren piensen que estamos locos”. Elocuente preludio a la sublime locura que los dos sentiríamos, si a sus terrazas y cubiertas pudiéramos ascender.
Yo las visité en dos ocasiones, en una visita guiada y en otra encubierta, de la que, por discreción, en este momento, no te hablaré. Sólo te diré que, más que un ser humano, me sentí un gato encaramado en las pétreas techumbres de un templo gigantesco, un gato que contemplaba las estrellas junto a un zigurat, que hundía su veleta de bronce en un sueño milenario.
Dentro de ella, también encontraríamos rincones y mesetas que por doquier deslumbrarían nuestros ojos. Cierto que aquí todo está cubierto de polvo y un tanto amontonado, pero mejor así, nos haremos la idea de que estamos recorriendo las estancias abigarradas de un inmenso desván, donde hallaremos cientos de rincones para jugar por él sin ser notados, y sin que nadie, por más que se lo proponga, nos pueda encontrar. Gozaría contigo mucho más que aquella noche, de la que sólo quise darte una pista, y que se halla tan lejana, como Mesopotamia o el antiguo Egipto lo pueden estar.
Por lo demás, algunos cuadros que sus muros albergan los amo con desmesura, en especial un ángel de la guarda que conduce a un niño y una Magdalena, que Artemisa Gentisleschi pintó, y que no sé cómo acabó por llegar a este húmedo castillo.
Los retablos de la Concepción, del Nacimiento y la Visitación, pintados aquéllos por Luis de Vargas y éste último por Villegas Marmolejo, los admiro igualmente mucho. Siento al verlos que, en el Renacimiento, no sólo en Italia se pintó bien, y que hubo otros lugares donde su saludable influjo fue muy provechoso, como de ello es prueba, también, un conjunto de tablas maravillosas, pintadas por Alejo Fernández, que penden de los muros de una sacristía.
Respecto a las esculturas, la que más venero es el Cristo de la Clemencia del gran Martínez Montañés, y un busto esculpido en plata de Santa Rosalía de Palermo.
Te hablo Nur, con pelos y señales, de algunas de las obras de arte que alberga nuestra catedral, porque presiento que, tarde o temprano, también tú las podrás admirar, habida cuenta de la exquisita sensibilidad que me demostraste, y quién sabe si decides un día ponerte manos a la obra, y tú misma, con brío inusitado, las puedes ejecutar. Será un arte felino que los reinos todos del universo podrán admirarlo, hecho de modo más genuino a como es costumbre que lo hagan los seres humanos, sin tanta egolatría en tu ánimo, ni tanto pedigrí.

Al igual que un retablo, cuyo banco y calles laterales dan soporte a su ático y cuerpo central, los imperios humanos alzaron sus cetros de modo semejante, adiestrando en tropas a sus clases populares, para que contribuyeran con su sangre a la exaltación del poder que irradiaba su centro rector.
Ese centro, religado al ego que alentó todo imperio o religión, con el paso de los siglos, se desintegró o está en vías de hacerlo. Su opulencia y brillo fue disminuyendo a medida que el futuro presentido se expandió, portando en sus alas todo el delirio y sufrimiento que religiones e imperios trajeron consigo, porque no hallaron, en su medio coercitivo, que el bien que anhelaban se pudiera propagar, ni que la soberbia y la ambición exhibidas dejaran de avasallar sus más claros designios.

Ahora, Nur, en este solo instante, en el único instante decisivo, el horrendo caos que recorre la Tierra es una clara señal de que ese futuro presentido es inminente, que viene a alzar su cetro para abolir toda célula o cuerpo escindidos, y todo ser se postrará ante su semejante con respeto y amor, venerará a su semejante sin importar ni menospreciar el reino al que pertenezca, pues todos los reinos de la naturaleza contribuirán con su aliento a la exaltación del único reino que sustentará su corazón.
Cuando este nuevo reino advenga, el viejo mundo sucumbirá sin remedio. Sucumbirá el nefasto imperio que nos doblega y los restos de antiguos imperios con sus egolatrías maltrechas, porque el ego, el egoísmo que los alentó, no encontrarán en él puntal alguno que los sostenga. Será posible vivir en la Tierra, sin egolatrías ni imperios, en la materia transubstanciada que el espíritu propiciará.
Y de la muerte, Nur, !qué podríamos decir!, qué decir del cielo y del infierno cuando, en nuestros sofocantes desvelos, son tres delirios que, entre otros muchos, sin coartadas ni chantajes, también se extinguirán.

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11 de agosto de 2010

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De nuevo aquí, mi amor, a la orilla del río que refresca y alienta, pero mucho más cerca de su condición, del verde centelleo de sus aguas, a las que podría tocar con el simple gesto de alargar una mano, aquí, en este Ganges sevillano que me tiende una de sus manos para que te escriba otra vez, y su cauce retorne, una vez que se agote, a su punto originario.
Veo el puente metálico que tú viste alguna vez. Veo sus anillos circulares, que se van achicando a medida que la curva del arco roza su cenit, para descender otra vez, agrandándose ahora conforme se van acercando al ángulo contrario.
Si no fuese por el río, la tarde sería plomo derretido que encorva la espalda y quema la sien. El cielo llega a ser tan opresivo, que tratar de alejarlo es como situarnos cara a cara ante la imposibilidad.

Rusia arde, Nur, China, India y Pakistán se anegan, lo acaecido en el golfo de México, Chile o Haití, es un dato más que pasó a engrosar los voluminosos anales del Olvido... y hay quien cree aún que, con nuestras aprensiones obsesivas, nos lamentamos y exageramos porque no tenemos nada que perder, porque, siendo la escoria del imperio, como a los antiguos cristianos, nos consume la indigencia y el rencor más corrosivo, la escoria del imperio eurasiamericano que, con sus inacabables aspavientos, nada nos puede ya ofrecer.
Proclaman con la boca llena que todo es cuestión de ciclos, como si la naturaleza supiera de los ciclos económicos que rigen nuestra sociedad, de esos ciclos engañosos plagados de embaucadores y arribistas, de buitres al acecho que aguardan el momento de desgarrar con sus picos una nueva presa, una víctima propiciatoria a la que poder devorar, para seguir oteando el horizonte y la primacía que detentan no se les esfume entre las uñas.
!Qué canibalismo!, !qué horrenda epidemia que, con la lengua fuera, nos mantiene incrustados entre la espada y la pared!
Son muchos los que abogan por esa partida de secuaces, !serán nuestros salvadores!, dicen, !los únicos que podrán salvarnos del holocausto final! En verdad se ansía que el plomo derretido que cierne la tarde se precipite del cielo y nos achicharre de una vez, que por doquier acaben de desintegrarse todos los relojes que nos amordazan y no encuentren sus agujas tiempo alguno que mensurar, espacio alguno donde clavar su bandera... Al fin será el no espacio-tiempo el que vendrá a saludarnos y ungir nuestra faz.

Rusia arde, Nur, y aquí, aunque los incendios no se propaguen con tanto encono y virulencia, los incendios rusos queman, además de nuestras entrañas, nuestra amarga hiel. Se habla de casas arrasadas y seres humanos muertos, de bases de armamentos destruidas y centrales radioactivas a punto de estallar, mientras Moscú, en pleno agosto, es una ciudad fantasma donde las elevadas temperaturas y los humos asfixiantes ponen en riesgo la salud pública. Nadie habla de los miles, tal vez millones de animales abrasados, !sin mencionar el sacrificio perpetrado con el reino vegetal! Es tal la extensión del territorio que las llamas arrasaron, que equivaldría a decir que Portugal, en un abrir y cerrar de ojos, se lo tragó la tierra. Así de extraordinario, aunque los telediarios lo registren como un dato cotidiano al uso.
!Ay! Nur, cuántas gatas como tú habrán sido arrasadas por ese holocausto, cuántos peces, cuántos pájaros, cuántas especies de animales han debido perecer, abrazadas a sí mismas porque nadie, en su ciego impulso, les tendió una mano.

Hay quien cree aún, mi amor, que el amor que volcamos en un animal no es comparable al amor que deberíamos sentir por un ser humano, que existe un límite, una jerarquía que debemos respetar, que, mientras haya niños que se mueren de hambre, dedicar parte de nuestros recursos al bienestar de un gato o un perro es una aporía, que existe una dislocación en el núcleo afectivo que regenta nuestras emociones y trastocamos nuestro afecto porque nuestras enzimas son deficitarias y nuestros nódulos internos no andan bien y, ante la imposibilidad de compartir nuestro afecto con un semejante, lo hemos dirigido hacia la inercia de un animal, porque es más cómodo de llevar y menos problemático y, como ni hablan ni piensan, es menor la probabilidad de que nos lleven la contraria y, plantándonos cara, nos puedan afrentar, porque en el fondo somos unos cobardes, unos ineptos, unos déspotas que utilizan a los animales para suplir con ellos sus carencias afectivas y desequilibrado instinto sexual...
Ni qué decir tiene que estos pareceres se pueden escuchar, como una letanía levitativa, desde la base social hasta el limbo de las altas esferas de la religión, la psicología o la ciencia.
!Qué falta de sensibilidad!, !qué horrenda egolatría!... ¿Cómo mantenerse a flote ante tal ristra de improperios? Para empezar, con los que ejercen de cristianos, tendríamos que decir que hasta un santo como San Eustaquio sufrió su conversión después de haber mantenido un trato afectuoso y lleno de respeto hacia los animales. El animal porta en sí el germen de lo sagrado de forma más precisa y clara que el ser humano actual, y el de hace ya bastantes siglos, por no decir algún que otro milenio.
Su necedad lo obnubila, su rencor lo mancilla, su orgullo y prepotencia son enfermedades nocivas que sería justo erradicar. Sus afectos son meras masturbaciones que, en familia, se ejecutan para gloria y bien de su inmoralidad, de su gozo deliberado y escindido, aislados en cápsulas herméticas que nada saben de lo que vive enfrente, de la solidaridad que se escampa entre los flujos que religan a todo ser viviente con el eje primordial, atrincherados en el castillo almenado que los mantiene alejados de todo aquello que los altere, socave sus pertenencias, disminuya sus conquistas, inflija heridas a su logro social, esa sociedad que lo sustenta donde “sálvese quien pueda” es el único eslogan que determina el insolidario sostén de su engranaje corrosivo, y donde unos a otros se devoran sin compasión alguna por sus semejantes... ¿cómo podrían tenerla, en ese dantesco panorama, con un animal, una nube, una planta?

Rusia arde, Nur, Alemania, además de especular, se inunda también con su vecina Polonia y, entre nosotros, hay quien cree aún que, para salir de esta terrible crisis y este menoscabo, España debería regresar a un reinado similar al de los Reyes Católicos, o a otro más cercano que sus corazones albergan pero no quieren nombrar, regresar a esos lúgubres reinados para que España vuelva a ser grande y libre, católica, apostólica, romana y no sé qué más, para que la intransigencia campe otra vez por doquier y a sus anchas, mientras el yugo y las flechas se alcen en su cielo y sucumban sus pueblos de nuevo bajo su autoridad.
!Qué triste!, Nur, no advertir que ser grande no es entrar a saco con los grandes para disputarse, sin más, el tablero de ajedrez. No advertir que ser grande, antes y ahora, no es sucumbir con sobornos ni chantajes ante el imperio o banquero de turno, para que nos ate las manos y nos hinche el gabán.
Ser grandes, antes y ahora, es, simple y llanamente, vivir con dignidad, vivir con honestidad y hondura, a contracorriente incluso si es preciso. Fueron muchos los españoles que, en el pasado y el presente, lo intentaron o lo intentan hacer, y no, precisamente, en momentos de prosperidad y holgura, a expensas siempre de esa delirante grandilocuencia, de esa grandeza hispana, que España siempre malogró, porque intentó serlo siempre a costa de la sangre de sus hijos más egregios.
Sin embargo, Nur, son otro yugo y otra flecha los que tú y yo veneramos y veneraremos por doquier. Es la flecha de Cupido y el yugo de la lealtad, sentir la confianza y el anhelo de que siempre nos amaremos, de que nos amaremos siempre aunque nos traten de engañar.

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13 de agosto de 210

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Nur, esta tarde hallé el valor y la fuerza necesaria para mirar tus fotografías. Intenté hacerlo estas semanas que pasaron, pero sentía, una vez que estaba en ello, una angustia profunda y una dolorosa quemazón.
Siendo la fotografía algo tan común, que nuestro mundo actual ha trivializado, no deja, sin embargo, de ser algo extraordinario en situaciones similares a las que estos días vivo.
El simple hecho de mirar la foto de un ser, que ya no está con nosotros, es algo tan particular y extraño que da que pensar.
En una instantánea capturada una mañana de julio, el mismo mes que tú fuiste a emigrar, perdura algo del pulso que aquella mañana vivimos, poco, lo sé, pero no deja de ser una instantánea que, a través de un recurso mecánico, rozó con un dedo el infinito, rozó con él la eternidad, algo que una máquina captó y, por tanto, no porta todas consigo, aunque siempre me pregunte porqué en la misma situación, en la misma hora del día, con la misma luz y el mismo artilugio dos personas llegan a captar, en el mismo instante, instantáneas tan desiguales, improntas tan subjetivas, fotos, en fin, que al mirarlas no parecen reflejar un mismo contenido, del hálito tan distinto que, una y otra, llegan a emanar.

Siendo Zambrano y tú gatos tan normales, con rasgos y pelaje de lo más común, con aspecto de lo más consuetudinario, entre cientos de gatos con un aspecto semejante, yo os distinguiría, entre la infinidad de estrellas que brillan en el firmamento, los luceros de vuestros ojos los podría reconocer, y creo, Nur, que es eso, el reconocimiento, la correspondencia secreta entre el que mira y pulsa un botón, y lo captado en una foto, lo que hace que dos fotografías que debieran ser iguales puedan ser distintas, tal vez por el simple hecho de que, en una ocasión, se miró y pulsó el botón inconscientemente, y en otra, esos factores, aparentemente mecánicos y faltos de sentido profundo, se efectuaron al captar nuestra conciencia que aquello que nuestros ojos veían y querían fotografiar se hallaba en sintonía con nuestra percepción interior, es decir, que ambos se reconocían, y el artilugio que nos lo permitió, por mucho que su funcionamiento lo creamos objetivo y mecánico, no es inmune a ese reconocimiento ni a esa comunión, que entre ambos llegó a efectuarse.

Por lo demás, no creo, Nur, que sea otra la causa de que una película o una fotografía puedan tocar nuestra sensibilidad y nos rindamos llenos de gozo ante su influjo. Eso ocurre, como puede ocurrir también con las artes que las precedieron, porque antes se produjo una comunión entre el creador y aquello que facilitó que su obra se crease, no tanto por los recursos y útiles de los que se valió, como de la misma realidad, corpórea y sensible, a la que elevó y salvó con su reconocimiento. O sea, que rescató la realidad del deletéreo fluir del tiempo, para elevarla a una esfera que, en cierto modo, como sucede en otras artes, la eternizó.
Sin embargo, el que intenta crear, a través de una máquina, algo perdurable, si no es su conciencia despierta el principal motor de su realización, delegando en el artilugio del que se vale empresas que sólo a ella le incumben, dudo que el cometido que se propuso lo pueda alcanzar porque, entre otras cosas, una máquina carece de la facultad de ponernos en sintonía y comulgar con lo que tenemos delante; una máquina, por mucho que avance la técnica, nunca podrá tener corazón y, por tanto, será siempre un artilugio sin ritmo ni hueco íntimo que la ampare.
Es así cómo esta tarde pude ver tus fotos, no pensando, ni mucho menos, que un genio de la fotografía las pudo ejecutar, sino de alguien que sintió contigo una profunda compenetración, y que tú, aparentemente inconsciente, con tu actitud propiciaste, ofreciéndome este manojo de fotografías que hoy admiro y contemplo sin que las lágrimas me vuelvan a rondar, porque las contemplo y admiro, equitativamente, en su justa medida: unas instantáneas captadas una mañana de julio, el mismo mes que tú fuiste a emigrar, y que, aunque tu cuerpo no esté conmigo, le conceden a mi alma un fragmento de eternidad, la totalidad de tu ser, que llego a sentir ahora sin menoscabo alguno.

Crees, Nur, que algún ser humano podrá comprender que el estado en que me hallo es una bendición, un estado de gracia que, aunque pueda causar dolor, en modo alguno querría abandonarlo o que de mí desertase.
Me comprenderán si digo que recuperar el estado anterior es un descenso, una bajada a los infiernos donde la realidad vuelve a recuperar el mismo rostro que ostentó, allí, en ese inhóspito lugar, donde los días siguen girando en su caótico devenir, carentes de sentido profundo, sin ninguna elevación, sin respiro alguno, confundidos unos y otros, con sus noches respectivas, en un horizonte endurecido, egoísta y gris, viviendo cada instante con la certeza de que ese instante no podrá rozar siquiera ni un milímetro de eternidad, ni una milésima de infinito.
Me comprenderán, Nur, si afirmo que, tras tu partida, la apertura abierta en mi pecho alcanza un orbe tan inconmensurable, que tal vez por ello me causa dolor, porque no dejo de ser un ser concreto, encerrado en límites precisos, no dejo de ser un anhelo incumplido y una fervorosa aspiración que, con todo lo que me ofreciste, acrecentó su impulso y cree hallarse en el punto exacto que algún límite podría quebrantarse, alguna coraza, máscaras que el viento arrastra tras la desilusión, porque la brecha abierta, además de elevada, es honda e inescrutable, roza las esferas celestes que me conectan, no obstante, con las raíces más oscuras e irreconocibles, y respiro, aunque a veces me falte el aire, mucho mejor, bendicen mis lágrimas el estado de gracia que me asiste amparándome mientras, sin saber cómo, inesperadamente, tu ausencia no me causa dolor, porque una presencia sublime me invita a nadar, fluir, sumergirme, tocar los abismos en los que me zambullo para alcanzar el umbral que, a pasos agigantados, me precipita a tus pies; aspiro, espiro, me detengo y contemplo tus ojos mientras advierto en ellos el rostro de Dios, el rostro bendito y puro del universo, sin máscaras que lo amparen, sin artificios, sin las tristes y hueras máscaras que portamos cada día para confundir a los demás, para confundirnos a nosotros mismos...
Sí, mi amor, esa realidad que intenta por todos los medios atraerme, con mentiras y argucias, para que descienda a sus fueros y, sin ganas de verla, comience a brillar de nuevo un sol de hojalata entre luces de neón.

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3 de septiembre de 2010

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Hoy, al abrir los ojos en la cama, vislumbré de nuevo en mi ventana la estrella que, desde hace unos días, pude contemplar. Miré el reloj y vi que eran las 7. Aún no había amanecido y me alegró mucho volverla a ver, ya que el día anterior, sin saber porqué, no apareció, después de contemplarla durante más de una semana poco antes de despuntar el alba.
No sé qué estrella será, si estuvo siempre ahí, en el mismo lugar, aunque yo no la advirtiera. Presiento que podría tratarse de Venus o, tal vez, de Sirio. Está sola en el firmamento y, por la situación de mi ventana, deduzco que es en el poniente donde debe brillar, aunque no tengo certeza de ello porque, en poco espacio de tiempo, va descendiendo hacia el horizonte hasta desaparecer con los primeros rayos del sol.

Antes de despertarme y verla de nuevo tuve un sueño muy significativo. Me desperté con mucha serenidad. Siento como si algo en mí se hubiese curado. Caminaba por la calle principal de mi pueblo natal. Subía de la plaza calle arriba hasta que, a la altura de la silera, apareció por ella un muchacho vestido de azul, que comenzó a caminar delante de mí con una agilidad extraordinaria. Iba como volando de acá para allá, haciendo algo que no supe muy bien qué era.
Las casas de la calle no sabría decir, a ciencia cierta, si estaban medio derruidas o sin concluir. No estaban encaladas sino desencarnadas y llenas de grietas, dejando ver, aquí y allá, la estructura de ladrillos y argamasa con las que habían sido hechas. El muchacho iba cerrando a un lado y a otro de la calle las oquedades de sus muros, como si cerrara los postigos de un ventanal. Pero no eran ventanas exactamente lo que percibían mis ojos. Lo extraño es que no sé cómo pudo subsanar las múltiples grietas perforadas en sus muros, pues no llevaba nada visible en las manos para poderlo ejecutar, y lo hacía además, como ya he dicho, muy velozmente, con una agilidad extraordinaria.
A cierta altura de la calle, en su lado derecho, me acordé de mis años de infancia y de una tienda que allí había, a la que, frecuentemente, iba a comprar. No sé porqué, le pregunté al muchacho si era hijo de la familia que regentaba aquel negocio. No me contestó. Era como si no entendiera mi lengua o no quisiera hacerlo. Me miró sonriendo y, nuevamente, como si volara, se dio la vuelta y comenzó a bajar la calle en dirección a la plaza del pueblo.

Por mi parte, continué subiendo por la misma calle hasta llegar al camino de la estación. Sentí soledad, poca sintonía con las personas que al azar me cruzaba. Al llegar a la altura de la cuesta que desciende hacia el chaparral, comencé a bajar por ella. En un cierto momento me encuentro en una especie de mirador. Hay varias personas allí, entre ellas un matrimonio con una hija pequeña. Dicho mirador es alto y está abocado a un profundo tajo, en cuyo seno se halla una extraña laguna que, desde la altura en la que nos encontramos, podemos verla con perfecta nitidez.
Tengo la sensación de ver su fondo como si lo contemplara desde el firmamento, tal un espejo que reflejara, en tonos verdes y amarillentos, las capas intactas, desprendidas del tajo, que el seno de la laguna preservó.
Un ángulo que sobresale de la superficie del agua subraya muy bien lo que acabo de decir en este momento. Podemos ver desde la altura un grupo de casas incólumes, adheridas a ese flanco congelado que emerge a la superficie lagunar. Son construcciones terrosas que me hacen recordar las casas colgantes que existen en Cuenca, y estaban allí, perfectamente visibles, a pesar de la distancia interpuesta entre ellas y nosotros.
De pronto, el lugar donde me hallo con el matrimonio y su hija, comienza a ceder, descendemos suavemente, tal una capa de cebolla desprendida del tajo. Lo hacemos hasta sentir la proximidad de la laguna, cuyas aguas heladas comienzan a oscilar. En ningún momento nos sentimos asustados. Ni temor ni miedo nos alteran o provocan en nosotros ningún estupor. Sólo nos sentimos sorprendidos con lo acaecido inesperadamente, encontrándonos de repente sobre una balsa que flota en la superficie del lago.

Más tarde, remonto la calle de un pueblo remoto bajo las estrellas del cielo. No reconozco mi pueblo natal. Tampoco aquel mirador, encaramado en la cima de un precipicio, podría encontrarse en él, siendo como es un pueblo de campiña y no de montaña.
Las calles del pueblo por el que camino son estrechas y algo empinadas. Aunque es de noche, puedo percibir un resplandor azulado en la oscuridad. El cielo es azul oscuro y está colmado de estrellas blancas. A mi paso veo patios emparrados y puertas abiertas donde el interior que custodian desprende una intensa luz crepuscular.
En una calle, veo a mi izquierda un pasaje umbroso que desemboca en un patio, y el interior iluminado de una casa con sus puertas abiertas de par en par. Su luz es amarillenta y contrasta con la luz blanca que desprenden las estrellas. Ambas me permiten distinguir, a pesar de la penumbra que me rodea, el verde de las hojas de la parra y otras muchas hojas que, por arriates y macetas, se prodigan a su alrededor.
Poco después parece que la calle finaliza y, convertida en camino, se adentra en un valle, cuyos senderos y colinas, a pesar de la oscuridad circundante, se pueden vislumbrar.
Ahí, me detengo. Puedo entrever, entre las sombras azuladas, la lejanía de oteros y vaguadas bajo las estrellas del firmamento. A mi derecha veo un estrecho recodo flanqueado de tapias encaladas y no muy altas. Me adentro en él y, después de caminar unos minutos, me hallo en un recinto tapiado, a mitad de camino entre un huerto y un jardín. Hay flores multicolores, árboles frutales y plantas variopintas, y un pequeño terreno labrado con extrañas verduras que no sé distinguir.
En su parte frontal se alza una casa, que muy bien podría tratarse también de una especie de templo. De hecho, al entrar en ella, compruebo que es diáfana, sin tabiques que la escindan y abarcando toda ella una sola habitación.
Recuerdo que al fondo, a la izquierda, sólo vi una puerta emplomada pintada de claro, por la que pude vislumbrar, a través de sus cristales, un patio o pequeño jardín. Aunque de dimensiones mucho más reducidas, esa puerta era similar a la del muro frontal que daba acceso a la casa y que, ocupando la totalidad de dicho muro, ostentaba igualmente vidrieras emplomadas y pintadas de color blanco.

En el centro de la estancia hay una mesa baja de estructura rectangular. Es una mesa, pero podría tratarse también de un altar o de un ara. Sobre ella veo un gato atigrado, con rayas color canela. Está con la cabeza inclinada bebiendo de un tazón. Al advertir mi presencia alza su mirada y fija sus ojos en mi rostro. En ese momento ocurre algo extraño. De sus ojos comenzó a expandirse una energía dorada que, unida a las rayas anaranjadas de su cuerpo, se propagó por todo el recinto como efluvios fluctuantes que se podían percibir.
Quedé imantado, como ante un icono sagrado, en la fijeza de aquellos ojos que se clavaron en mi rostro y de los que, en ondas sinuosas, emanó una vibración, que recordaba los fondos amarillos y dorados que pintó Van Gogh, poco antes de que se suicidara.
Esa imagen no puedo olvidarla. Veo aún claramente la cabeza de aquel gato, con sus ojos fijos en mí, y toda la irradiación que comenzó a fluctuar, vertiginosamente, por todo el recinto acristalado.
Alguien, al que no pude ver el rostro, cogió al gato y lo sacó al jardín. Allí vi sentada en una hamaca blanca a la que podría ser la sacerdotisa del templo o la dueña de la casa. No recuerdo haberla visto en el momento de entrar. Con toda seguridad, cuando me dirigía a su puerta, delante de la casa no estaba.
Comencé a hablar con ella de Nur, pero no recuerdo nada de las palabras que cruzamos. Sólo recuerdo sus vestiduras blancas y que me indicó con un dedo la sien del gato o gata que, ese alguien, de pie ante la puerta acristalada, sostenía ante mí.
Pude ver en la sien del gato el rastro o la huella de lo que parecía ser una herida cicatrizada, de la que sólo quedó una mancha tostada color marrón.
En ese momento abrí los ojos y vi la estrella, brillando como un diamante, en la ventana abierta de mi cuarto.