Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - Esian en el laberinto
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ESIAN EN EL LABERINTO

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Esian en el laberinto o los vacíos de la mente (1986-87) se expuso la primavera del 1988 en el Invernadero del Parque de la Ciudadela de Barcelona. La Fundación María Francisca Roviralta y el Ayuntamiento de la Ciudad Condal auspiciaron dicho trabajo.

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Esian en el laberinto o los vacíos de la mente es un libro de múltiples lecturas. Desde una perspectiva inmediata sería una recreación plástica y poético-filosófica del Laberint d’Horta. Desde una perspectiva formal, sería la maduración de una manera de narrar o estructurar una historia, de la que Cómplices de un drama y Atzar (los dos realizados con Jordi Vallès) fueron las primeras incursiones.
Esta manera de narrar es secuencial, por su relación directa con el lenguaje cinematográfico. Así, creo que llamar a este trabajo libro-secuencia sería acertado, el término más apropiado para lo que pretendo enunciar. Intento decir con palabras aquello que las imágenes no terminan de expresar, y a la inversa. Nada más alejado de mi intención que hacer un libro de poemas ilustrado.
Existe una continuidad progresiva que va subiendo de tono entre uno y otro capítulo (como ocurre en un drama teatral o una ópera), y tanto imágenes como palabras son absolutamente imprescindibles para la plena lectura-contemplación del mismo.
Un ejemplo ilustrativo sería el último capítulo (XI), que culmina con un traveling de imágenes consecutivas, en las que al inicio la palabra enmudece para invitarnos a contemplar el desenlace final.

La temática de fondo gira en torno al llamado Siglo de la Luces, el momento histórico en el que comenzó a construirse el Jardín del Laberinto. Es un siglo decisivo para analizar muchos de los aspectos en los que ha desembocado la sociedad occidental actual y, con ella, la humanidad terrestre.
Desde Sócrates, la vida y cultura occidentales se han ido paulatinamente desacralizando, o si nos parece, se han ido encerrando en unas coordenadas exclusivamente humanas, que han empobrecido y amputado la dimensión trascendental que daba un sentido unitivo a la vida de hombres y mujeres. No por ello dejamos de encontrar momentos y personas en la historia de Occidente que han ido o van a contracorriente de esa progresiva desacralización del mundo.
El siglo XVIII europeo es el momento decisivo en el que el espíritu racionalista declara abiertamente la guerra tanto a la tierra como al cielo (con un poder religioso corrupto y abusivo no debe extrañarnos ese factor). Es el momento en el que Oriente y Occidente dejan de significar, simple y llanamente, por donde sale y se pone el sol, para pasar a bifurcarse y darse la espalda. Es, también, el momento en el que el hombre occidental revistió su mente con esas ideas peregrinas que tanto daño están ocasionando al planeta que nos rige, a estas alturas, irreversiblemente enfermo. Su boca se colmó de palabras huecas y altisonantes y, en nombre de la modernidad y el progreso como reclamo instituido, la civilización occidental fue arrasando al mundo, convirtiéndolo en una simple esfera cansada de girar, desprovista ya de cualquier sentido cósmico, cuyos poderes fácticos instauraron en ella un auténtico imperio del terror, donde al final lo único que cuenta es que unos vendan y continúen vendiendo, y a otros no les quede más remedio que comprar.
Desde el momento en que se rechaza y suprime la interconexión entre los tres mundos (subterráneo-abisal, intermedio-humano, divino-celeste), negando por un lado el arquetipo celestial y, por otro, el impulso pasional que aferraba al ser humano a la inmanencia terrestre, desde ese momento, es comprensible que el hombre, en su ceguera, no admita otro mundo sino el que toca o ve y, así, sus conquistas serán meramente físicas, o no lo serán en absoluto.
No nos debe extrañar, por otro lado –aunque nos enfurezca–, que cuando se afirma como únicamente posible y real aquello que sus ojos ven y sus manos tocan, todo aquello que ve y toca debe inclinarse y arrodillarse a sus pies, debe de ser domeñado, arrasado, exprimido hasta la última gota.

Y es llegados a este punto cuando nos sorprende de súbito la interpretación simbólico-iniciática de este libro que se nos ofrece.
Un conjuro. Un conjuro contra esa nefasta desacralización del mundo que encarna Esian, ese fantasma del despotismo ilustrado que pasea su naufragio por el laberinto de la vida. Hay una torre, una torre vigía que aloja al testigo que ve y narra. A la sombra de esa torre –única fuerza telúrica manifestada– acontecerá, en el transcurso de un ocaso, una noche, un amanecer, el sacrificio necesario para que la vida se renueve.
Bajo esas formas perfectas –trucadas referencias de la Antigüedad–, subyace ese otro mundo oscuro (también claro y transparente), que la bacante simboliza.
El descenso al Hades, la bajada a los infiernos, ineludible en toda senda iniciática. Porque es necesario mirar cara a cara esa otra parte oscura del ser, la sombra omitida y relegada, para poder tener la posibilidad de asumirla.
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Y allí se encontró con ella y, ella misma, sorprendida, se encargó de oficiar la ceremonia sin saberlo.

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El sexo, la ebriedad y la sangre recordaron siempre el mundo subterráneo y a más de uno prometieron bienaventuranzas ctónicas. Pero el tracio Orfeo, cantor, viandante por el Hades y víctima lacerada como el propio Dionysos, valió más.

Cesare Pavese
Diálogos con Leucó

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I

HUÉSPED de la ponderación clarividente eres tú, Esian, en tu negror infinito. Allá en lo alto estás, cobijado entre los muros de tu morada neoclásica, construida sobre una de las colinas que velan la ciudad, dialogando en tu retiro con ella, observando, con mirada atenta, cómo de tu rigurosa meditación ha podido surgir ese caos de moles informes, que impiden ver en su magnitud la planicie ondulada del mar.
Te encuentro desmejorado y pálido, paseando meditabundo por el jardín, en la hora incierta en la que el sol se ofusca, y el cielo, de un intenso color anaranjado, baña de oro los nítidos perfiles de columnas y balaustradas.
Como cada tarde, con insistente avidez, sales a la terraza a contemplar los oscuros promontorios que tus hijos predilectos construyeron, tratando de escudriñar en tu mente sin fisuras, en el espejo de la ciudad extendida ante tus ojos, dónde se encuentra la hendidura, dónde el error que cimentó tal deformidad y, desconcertado, como cada tarde, a la misma hora en que el sol se oculta, das la espalda a esa mezcla irreconciliable de belleza celeste y suprema fealdad.
Con pasos taciturnos (a pesar de que la seda de tu kimono te conceda ese engañoso aire flotante), vuelves de nuevo a los corredores que te conducen a estancias clarividentes de luz difusa y, una vez más, se llena tu mente de esquemas geométricos, de números, de razón.
Mientras, indiferentemente, la luz y la sombra se debaten, cubriendo el horizonte de regueros de sangre.

A la tibia luz de la lámpara te sorprendo abatido, lleno del rencor de un padre abandonado por sus hijos, pues éstos supieron desarrollar desmesuradamente, en múltiples tentáculos insospechados, la simple pureza algebraica que les transmitiste.
Vi cómo observabas sus movimientos y quehaceres diarios, en su ir y venir por amplias avenidas irreconocibles, donde los plátanos que se enfilan a uno y otro lado de las aceras nunca se rozan, ni configuran bóvedas de verdor sobre sus cabezas, pues es un humo gris, que resta transparencia al cielo, el que corona sus sienes.
Tú que diste todo por tus hijos predilectos (ocultando a los débiles y quebradizos como monstruos deformes). Tú, Esian, que te desviviste por hacer de tus hijos lúcidos hijos más lúcidos, de tus hijos astutos hijos más astutos, de tus hijos activos hijos más activos, ahora, desde esta colina donde el verde de la floresta es menos brillante y las piedras de tus muros perdieron su blancor, observas una vez más, con los ojos desmesuradamente abiertos, a esos seres diminutos y maltrechos que marchan frenéticos por amplias avenidas, deambulando como marionetas insomnes a la sombra de los parques, o por las callejuelas y recovecos de la ciudad que tú habitaste y que, desde aquí arriba, desde esta distancia milenaria, te es casi imposible reconocer.
Debes agudizar mucho la vista (y ahora, con la vejez prematura, únicamente recurriendo al cristal aumentado de las lentes) para poder ver alguna que otra torre o cúpula, emergiendo de una mancha pardusca, ennegrecida por el salitre y la humedad del mar.

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II

TRANSITANDO vas, por esas estancias difusas, con la mirada absorta, las manos inermes, tropezando a cada momento con los despojos de tu vieja voluntad.
Dentro de un redondo haz de luz, confinado, con la faz reclinada sobre oscuras esferas, delineas con mano trémula el círculo concéntrico que tu ideal te dicta, la clave inescrutable del universo.
Tú, sordo entre oráculos, polvorientos montones de revelaciones y enigmas… Experto en quimeras, sólo aciertas a ver las líneas paralelas que tu no imaginación imagina, removiendo anales, desentrañando las causas y efectos de la materia, tú, implacable, pendiente del ritmo progresivo del tiempo.

Tu morada es la correspondencia exacta de los estratos de tu mente, de la sombra luctuosa de tu cuerpo. Por doquier aparecen –como escollos en el fondo del mar– esparcidos por el pavimento, en los estantes, agazapados por los rincones, los instrumentos exangües de tu cálculo preciso. Con esmero los extraigo de la penumbra en la que estaban sumidos… ¡Miradlos, expuestos a la luz, qué fantásticos e ilusorios parecen!
¿Son éstos los cimientos de la verdad, de la justicia? Clausurados propósitos, designios caducos, las visiones instantáneas de un sueño.
¿Son éstos sus frutos? Éxodo, conmoción, campos desolados, desahuciados cuerpos cautivos, que envenenan más la herida, desprovistos ya de su candor primigenio.

¿Qué ímpetu te hizo alzar la voz en el foro o el ágora, ejerciendo con ajustada destreza tus conceptos, expandiéndolos, voz en alto, ante la masa informe? Otra era la forma de acontecer los hechos, de transcurrir los días. Otra la palabra que invocaba el sentido, que conciliaba en recóndita intimidad los nombres y las cosas.
Mirábamos una piedra o un árbol, y de los labios brotaba la palabra precisa. Las cosas del mundo llenaban el espacio originario, erraban ociosas por todas partes, antes de trazarse un camino.
Sin embargo, en las palabras irreemplazables que tus labios pronuncian no encuentro el sabor. Transidas de opacidad, no hallo la imparcial evidencia que las atestigüe, el imparcial testimonio que las sacralice.
¡Palabras! ¡Palabras! Surgen tus palabras de no sé qué lugar, de qué acumulación de signos registrados en no sé qué cámara mental escondida.
Extrañas palabras que, lejos del sabor, van ahuecando la mente, acariciando el oído, simulando amaneceres, fingiendo auroras.

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III

FURTIVAMENTE entreabro las puertas opacas de tu espíritu. En la pantalla se proyectan tus humores, quedan cifradas las sendas intrincadas de tu envanecimiento. A intervalos se entrecruzan los signos, ascienden y descienden en el gris vibrante de la superficie vidriosa. Asisto, con la simplicidad de un único y preciso gesto, al espectáculo de tu desnudez.
Tu ofuscación te delata, Esian, mente devastada, corroída, debatiéndose entre los restos de un naufragio.

De ninguna manera la transparencia, sino sus contrarios.
Atrapado corazón ¡tan lento es tu ritmo y tu facultad de conmoverte!
Y si ahora, consternado como te encuentras, tiemblas en tu secreto palpitar, no es por los estragos de emociones sufridas, sino por los excesos que su lógica te ha conferido.

De ninguna manera la desnudez, sino meditabundas y oscuras cavilaciones.
Cuerpo intransitable, no fueron las locas pasiones las que te enajenaron.
Esa niebla, que poco a poco va habitándote, no hace sino corroborar la antigua sospecha que corría tu suerte.
Ya en un principio, cuando todo comenzó y, en tácita complicidad, tú y tus alfiles levantasteis las blancas columnas del templo que os acoge, subrepticiamente estaban delineados los estigmas que lo minan… ¡Templos matutinos que súbitamente cubrió la noche!

También tu cara anunciaba el entumecimiento progresivo en el que se hundirían tus rasgos: la mirada senil, la mueca estupefacta en los labios, el cruce huraño de las cejas taimando la frente…
Te auguraste tu aniquilación.
Nada que, en un principio, no sospecháramos.
Nada que nos sorprenda.
Porque tu suerte, Esian, está sellada.

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IV

ME recuerdas a Boullée, proyectando sus volumétricos edificios sobre las fuerzas oscuras e informes. Es contra el espacio luminoso que se yerguen, contra el cielo.
En su autónoma condensación, emanando luz propia (¡ah, iluminados!, ¡tan desmedida os parece la luz jugando entre las cosas!), se alzan sobre un mundo tenebroso para enfatizar más su nobleza.

Entre rejas el sentimiento informe, la pasión: ¡rara analogía con el momento presente!: fríos edificios aprisionando salvajes pinceladas, desmesuradas gesticulaciones.
¡Palacios de Justicia! ¡Aduanas! ¡Cuarteles!... no os ofrecéis sin reclamo.
Desde aquí arriba, desde esta alta torre –oculto entre sus muros– yo os vigilo.
Inusitado vestigio revestido de mármol, son de piedra calcinada sus aristas, rojas sus almenas.

Desde la agreste floresta hasta las cimas celestes, en los barrancos de quebradas laderas, en las grutas ocultas de la roca escarpada, en los prados herbosos de luz edilicia cuajados de flores, hacia los acantilados que se adentran en el mar, ávidos de la espuma blanca de las olas…, hacia esos y otros lugares, visibles o invisibles, extiendes tu sombra ¡ardiente bastión!, ¡encarnación telúrica!. La sed de tu resquebrajadas murallas apenas la alivia el frescor de la hiedra.
¡Ojo avizor, no desesperes!
Mantén fija tu mirada en el cielo sobrecargado de presagios.
Haz que se libere en ti el furor sanguíneo prendido en la roca.

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V

NO era el mundo, Esian, un continente recortado sobre el azul transparente de los mares, un lugar que pudiera prolongar impunemente sus brazos, arrasando parajes ignotos, para aplacar su afán de conquista.
Más vasto es su fervor.
Más vasto el horizonte y sus confines.
Inmerso como estás entre tus sordos muros, no escuchas el clamor flagrante que nace del desierto, no vislumbras la no saciada hambre de esos ojos expectantes, de esa mirada sostenida.
Ese gran advenimiento que no es…
¡Un golpe de gracia para esta larga espera!
¡Un golpe de gracia para esta larga agonía!

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VI

COMO desde un proscenio… los cortinajes que me ocultan. Espío tus movimientos esquivos. Tu atavío, al que recogen las manos con ademán desdeñoso sobre el pecho. La oquedad de tus ojos y, en ellos, superponerse a una extrañeza otra extrañeza, de la misma manera que en la planicie desértica avanzan las sombras inmensas de las nubes, sucediéndose una tras otra, ocupando por entero la ardiente desnudez del espacio vacío.

Veo el rastro mortecino de tu paso, la estela extinguida de tus huellas y, empero, tu mente inexorable no claudica. Torna una vez más, con vehemente fruición, a aprehender lo inaprehensible, a penetrar lo impenetrable, exacerbando el centro que no es, la esencia final en perpetua fuga.
Nos liberarte de la providencia y, ahora, vigía insomne, el horizonte no se divisa. Siempre la misma pared atravesada, bloqueando, impidiendo ver la lejanía.

¿Cómo no advertiste, en los raros momentos que tu vista descuida los quiméricos instrumentos sobre la mesa, la curva donde se diluye la recta concreción del plano horizonte?
Al borde de esa curva cedemos: cantos rodados, precipitados al borde del abismo.
Esian, tus pesados pies tocan la tierra y, en su cálida superficie, aun si no lo reconoces, has plantado tus cimientos. Lástima que no entrevieras en tus fervientes paradigmas el rigor caprichoso que la mueve, girando en su irreflexivo devenir… ¡oh gran bola distraída!
Durante largos periodos se van gestando en su interior masas viscosas, bullendo y removiéndose como un brebaje, minando sin cesar el orden que la rige… y un día: la irrupción, volcán desbocado, tierra ardida, en llamas...
¡Ah! ¡Las laicas invocaciones!

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VII

AGONIZANTE, la tarde se derrama.
Espléndida es la visión de las nubes demorándose en el cielo.
El otrora inflamado galopar de indómitos corceles
desapareciendo está entre polvo y oro,
extinguiéndose con los últimos estertores que las lomas ocultan.
En la lejanía: el perpetuo idilio del mar y el cielo,
su perenne rumor.
Cae la cabeza sobre sí, desarmada, ciega.
Las poderosas razones que antaño te asistían, de repente, lejos se han ido.
Navegan ahora en la zozobra inquietante de un piélago sin fondo.
Cae la cabeza sobre sí, ceden los párpados.
Flota en el aire el perfume persistente de las lilas, invade el espacio vibrante,
lo colma de dicha.
Zumba a tu alrededor impregnando las sienes con escalofríos de menta,
con temblores violáceos.

Un cielo incandescente se desploma sobre tu nuca.
Cae la cabeza sobre sí, extiendes los brazos ya exhaustos.
Silente surge del mármol el golpe ciego que preludia el sueño,
anunciando el renacer: se abre la herida.
Ella, es ella, con su sonrisa divina,
surgiendo ímproba del mármol para mudarse: es ya un cuerpo de arcilla.
Ella, es ella, barro lamiado por la corriente fugitiva,
bacante licenciosa, cuerpo a la deriva.
Barro lamiado por la corriente fugitiva…
de un arroyo los mórbidos flancos,
de un pantano las orillas.

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VIII

IBAS gozosa por los prados, por las lomas, y mis ojos no se apartaban de ti un solo instante, llenos de dolor ante tu júbilo, ajena como estabas a todo aquello que te deparara el destino.
Un manto de flores silvestres extendido a tus pies… y yo, aquí cautivo, mudo y balbuciente a un tiempo, sin dejar de mirarte, de poblar mis ojos con tus miembros, con tu cuerpo que propaga su instinto animal allá por donde pasa, dejando huellas febriles allí donde se posan tus pies.

En la hora incierta en que el sol se desangra, te deslizas como una loba en la espesura sombría. ¡Ah!, ¡los veo!, ¡tus labios al borde del abismo!
Imprevisible corriente que quebranta el ritmo acompasado de este centro, los hábitos que hoy te amordazan, mañana te consagrarán cubriéndote de gloria.

Ahora subes la pendiente sinuosa hasta alcanzar la cima.
Allí, rumor que se renueva, desciendes peña abajo el sendero,
túnica y cabellos flotando al viento: viento eres ya tú misma.
En pos de inciertas sendas va tu corazón,
¡deidad sin templo!, ¡bárbara druida!,
un frágil pabellón rosado es el que te cobija,
un frágil pabellón rosado…
y las aguas verdes de un estanque, rutilantes, mudas.

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IX

INFLAMADA en un sueño impalpable –vacío que cobija otro vacío-, por el laberinto del sueño vas al encuentro del yo, para oficiar su masacre.

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X

LA VENTANA… apenas una breve apertura.
El viento bate los postigos entornados.
El viento.
El viento divino, el viento que asola, que no aligera el dolor: lo ahonda.
Unos pasos furtivos se pierden en las sombras.
Giras el rostro… Nada ves en la tiniebla lóbrega: el soplo silbando entre los pinos, un negro boscaje atravesado de voces roncas.

Van los pasos cruzando lúgubres alcobas, lívidos pasillos, adentrándose sonámbulos en la remota oscuridad, en la penumbra recóndita.
La noche se derrama dejando en el aire un sabor gozoso que canta,
un sabor penetrante que espera.
La noche.
La noche que despliega sus alas, trastocando las claves, alterando los signos.
Avanzan los pasos por la hierba húmeda y un aire de prodigio crece a tu alrededor.
Atrás quedan el jardín, el atrio, las terrazas, empapados de lluvia, de humedad de siglos.
Ahí, sin más, con la evidencia fantasmal que la noche les otorga.
Testigos mudos ante el encuentro que avanza.
Testigos mudos ante el encuentro que acecha.

Y allá, al otro lado, trazarás líneas con polvo de estrellas, líneas en la noche oscura, para coronar tu muerte con fuegos de artificio.

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XI

DE lo acaecido la noche aquella que desencadenó la aparición del mundo subterráneo –surgió el mito y, con él, sus divinas metamorfosis–, de la muerte del ser –por una vez no fue inmune a los hechizos–, de todo eso, prefiero no hablar.
Mejor invitar al disfrute de la inmolación de la víctima en el templo acuático, a presenciar el desenlace del atroz, dulce destino que cayó sobre sus hombros.