Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - Los hijos del Sol
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Escrito entre 1994-95, en mi segundo viaje a Brasil. Editado por Qüásyeditorial en 2001. La serie de óleos Los hijos del sol se presentó en la galería La Barbería de Sevilla en 1997.

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LOS HIJOS DEL SOL
(algunos fragmentos)

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UNA ANHELANTE DULZURA DE VIVIR

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Una fuerza irresistible me trajo aquí. A ráfagas, esa fuerza la percibía con toda su pureza. Otras, estaba teñida de sueños menos nítidos, en los que el aire vagabundo se extasiaba colmando los sentidos con una especie de beatitud, en la que, sin embargo, latía oculta una amarga simiente.
A esos sueños los acompañaba el rumor del mar, las hojas de los cocoteros y la ilusión de creer que a la sombra de sus ramas sólo se puede ser feliz. Pero eso sólo son, como sabes, ilusiones que alimentan los poetas, en cuyo corazón arde el fuego sagrado tan difícil de reconciliar con los sentidos físicos. Son Ícaros caídos de lo alto que, en su intrepidez, quisieron robar el fuego al Sol para que, eternamente, ilumine el mundo de aquí abajo.

Unos buscan la paz en el vacío del desierto. Yo quise encontrarla aquí, en este mundo henchido de formas perfectas. El nombre de Salvador guardaba para mí secretos muy profundos. Fue el álgido escenario en el que todos los sentidos en fiesta y la voz interior se debatían en su batalla más cruenta. Era el canto de cisne que el don del poeta quería retener en el perfil de esos niños tan tiernos, en ese gesto tan vital, que aflora en los labios de manera tan hermosa. Era algo así como el perfume que se esparce en las dinastías postreras de una civilización que fenece, algo parecido a la música de Mozart o al candor del rococó, que intenta reconciliar profundidad y liviandad en sus ondas procelosas, con la plena conciencia de que el mundo que los ojos ven, irremediablemente, se muere. Muere para que de sus cenizas renazca un mundo más sutil.

Hay almas, como sabes, que precisan de la desmesura y el fervor para vivir. Necesitan acrecentar el vigor de los sentidos para que el mundo de las formas se diluya y evapore. El viaje que nos lleva al corazón del mundo es una metáfora de ese otro viaje que, entre luces y sombras, nos conduce al centro de nuestro propio corazón. Así, las distantes lejanías del trópico que los ojos anhelaban, de regreso nos devuelven esta anhelante dulzura de vivir aquí, en este instante que es, a la vez, pasado, presente y futuro.
Llegamos a percibir que la saudade es la nostalgia que sentimos de ser acunados de nuevo por la tierra y el océano, de volver a sentirnos, al fin, hijos predilectos del Sol, nosotros, los hijos solares a los que el sueño de la razón eclipsó y de rodillas nos puso ante un ídolo de barro, aquéllos que un día abandonaron la morada materna y a ella regresan a tientas, sin saber muy bien qué estrella los conduce.

Anhelantes hijos del Sol, con la conciencia prendida en cada acto, en cada instante que pasa, siempre nuevo e irrepetible, rítmico y antiguo como la tradición, como el futuro que nace a cada momento. Ese estado de gracia me cogió desprevenido por los campos intrincados de Acre, en mi primer viaje al país de la música. Al descubrirlo, todo se hizo más leve. Los ojos se limpiaron de tantos siglos de historia, la mirada se tornó más nítida y, fresco e intacto, el instante se presentaba como una rara flor de inefable belleza.
Aquel estado de gracia se produjo por el abandono inusitado de cualquier tipo de búsqueda, incluso la de ser feliz. No deberíamos volver a los lugares en los que nos sentimos felices, pues la mente embaucadora nos engaña haciéndonos creer que existen lugares en los que esos estados son permanentes. Sin embargo, el corazón sigue nostálgico, y sólo quiere vivir esa anhelante dulzura que ordena la vida en torno al mito, y todo es sagrado a nuestro alrededor y, por tanto, se venera y cuida como parte propia o prolongación un mismo ser.
Esa comunión con el todo, sin escisión posible, me hacía volver al escenario de mi dicha para sorprender, una vez más, el ocaso del Sol en cualquier ignoto pueblo del interior de Minas, en Cananéia y sus islas, o junto al mar de Salvador.

Contemplar las altas palmeras meciéndose en el aire sobre un azul de vértigo. La luz que baña sus crestas desgajadas y la miel bermeja y anaranjada donde sus tallos se aúnan, y acogerlos dentro, hasta sentir el oro del ocaso desbordar nuestro espíritu.
¿Qué ocurrió en aquella visita fugaz al estado de Acre? Algo que no sé explicar y que me hizo vivir con saudade aquellos dos años en España, en los que de repente una ráfaga de viento me transportaba a aquellas latitudes, y volvía a sentir el olor de aquella tierra, el sabor dulce del mango, la ternura indescriptible de aquellas almas nutridas por la jungla. Porque su sonrisa sólo fue la áurea mensajera que abrió mi corazón al latido de aquellas multitudes, de aquellos seres que tanto sabían de humildad, en un medio tan hostil y, a la vez, tan dulce.

Aquí, más cerca, a menos millas de distancia de ese paraíso sensitivo, los perfumes se condensan, los ojos hablan un lenguaje profundo y muy simple, un lenguaje que se expresa sutilmente bajo la apariencia de esta ciudad, donde los coches circulan por sus calles como en cualquier otra parte, y altos edificios cortan el aire del litoral bahiano mientras sus moradores echan raíces sin saber cómo ni dónde. Pero es evidente... ¿Lo es? Me lo parece, incluso, en las colas de un supermercado, donde los gestos cotidianos están ungidos por un aire especial, por un ritmo lento y acompasado, por un cheiro inexpresable. Parece como si todo estuviera más cerca del núcleo, más próximo al corazón de la Tierra en la que nada, por la vía acostumbrada, podríamos comprender.
La lentitud y el ritmo nos remiten al mito, ese reino-infancia de la civilización, en el que todo, un rayo de sol, una onda marina o una brizna de hierba eran sagrados. El trópico, a su vez, nos remite al corazón de la Tierra, donde el latido de la sangre es más cálido y distendido.

Así, más cerca de la matriz, en sueños me decía: acógeme en tu seno, tierra querida, acógeme y hazme parte de ti, para que pueda al fin echar raíces en estos campos reverberantes que las lluvias fecundan, en estas calles ungidas por la brisa del mar, en estos rostros hermanos de cuya dulzura supe en mi infancia, en aquella Andalucía ancestral que ya no existe.
Los campos cultivados, el trigo creciendo en las dunas de la campiña cordobesa bajo el sol de abril, los castillos almenados, los campanarios del Sur... ¿qué ha cambiado en nosotros que ya no os escucho? Algo impalpable, que no se ve, pero que existe, se fue a otro lugar. Ya no es el instante eterno y fugaz de la infancia, sino la espada del futuro siempre incierto y lacerante: una brecha irreconciliable, abierta entre civilización y naturaleza, que se agranda día a día.

Y se agranda, sin tregua, aquí y allá, ocupa continentes, inmensas islas. No hay rincón de la Tierra donde la homologación de su huella no alcance a élites que imitan el gesto estereotipado de otras élites insípidas. Esta homologación vuelve neuróticos a los pueblos, que adoptan las novedades sin ningún sentido crítico, y se aferran a sus tradiciones con beligerancia premeditada, sin advertir que, cuando la tradición se expresa por esa vía, es porque está herida en su fuero interno.
Los mismos pueblos, esquizoides en su cotidianidad, perdieron sus raíces y, en fechas determinadas, vuelven a repetir los mismos ritos de antaño, vigentes sólo en las formas, en el oropel que los caracteriza, porque del fondo y su sentido último nada saben. Ese fondo, que es el mismo en cada lugar, adaptado en su forma externa a la peculiaridad y el carácter de cada pueblo o cultura, esa apertura o comunión con el todo, que es la esencia última del mito, se muere irremisiblemente.

Y yo, testigo impasible de este devenir, cansado ya de tanta oscuridad y nostalgia por una barca –Arca de Noé que naufraga a la deriva–, sólo quiero sentir de nuevo un instante de gozo y alegría donde reine el Sol.
Querría venerarlo como a un padre amado al que vuelvo a encontrar, con los ojos henchidos, tras una larga ausencia. En su rostro vería abrirse la sonrisa solariega y espumeante que me unió a él en la celebración de antiguos ritos y, con un guiño de sus ojos, me abrazaría de nuevo para que mi corazón y el suyo latieran a la vez, y pudiera sentir y comprender la motivación y finalidad que los mueve, su expansión amorosa, la rotación inmensa de mundos inexplorados que, dentro y fuera de nosotros, habremos de descubrir, los hermanos que sonríen por infinitud de galaxias a los que saludaremos jubilosos algún día.
No sé si el vuelo del colibrí y las orquídeas blancas florecen aún en los campos de Acre y las selvas amazónicas pero, al verte surgir tras las llamas del incendio y los campos anegados, siento brotar en mi garganta un canto de alegría mientras contemplo el espacio inmenso que inundas con tu luz, única embajadora que alienta el corazón en la oscuridad de esta larga noche.

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SALVADOR

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PRAÇA PIEDADE

Nadie, en Praça Piedade, tiene misericordia de esos niños
que duermen desnudos a la sombra de los árboles.
Ni transeúntes ni automovilistas detienen su andar
ante ese dulce desamparo, que colma las aceras
y los parterres de hierba donde ropas mojadas se secan al sol.

Tampoco las mayorets de casacas rojas y boinas azules,
que atraviesan la plaza en esta tarde de domingo,
se detienen a contemplar esos despojos maltratados,
preocupadas tan sólo en seguir el paso de la marcha
y mantener el gesto hierático y altivo.

Nadie repara cómo juegan entre los brazos de las esculturas
de bronce, salvo ellas mismas.
Parece como si las esculturas, de repente, se hubieran revestido
de una honda emoción, pues sólo ellas, encaramadas
en las cornisas, observan distantes a los hijos del agobio.

Sólo ellas, bajo los barandales de piedra, se inclinan
pensativas, mientras los azulejos del campanario,
sobre el azul del cielo, parecen recordar una tarde lisboeta.

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PRAIA DA PENHA.

¿Qué celebran esas cintas de colores que vibran suspendidas
de uno a otro lado de las calles?
Muchachos en bicicleta las recorren sin saber que existen,

ni a qué verbena o caritativa santa podrían aludir.
Son retazos de banderas brasileñas que el viento va ondulando,
y que a nada ni a nadie quieren festejar.

Por la Praia da Penha nadie sabe de festividad, salvo el júbilo
que se percibe en los ojos calmos de esos transeúntes,
que en silencio contemplan bahía tan espléndida.

Tampoco esa nave inmensa, que el tiempo abandonó
y que el salitre y la humedad bendicen,
podría responder a pregunta tan capciosa.

Un silencio fantasmal la recorre de lado a lado, similar al
silencio que reina entre los muros de esas casas carcomidas:
tapias derruidas que la maleza asaltó.

No, nadie sabe que festejan esas banderolas suspendidas
por los barrios de los pescadores.
Tal vez, con su anónima presencia, quieran aludir
a las nupcias contraídas entre Salvador y el Mar.

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A PAULO PEREIRA

Atravesábamos esas nubes espesas que, a cada instante, se oscurecían hasta adoptar el color del légamo, la brillante densidad del negro azabache. Abajo, el litoral bahiano se recortaba como una orla de encaje entre el agua y la arena.
Esa impresión me sorprende de súbito, una y otra vez, por las calles de Salvador. Me sorprendió en el Corredor da Vitoria donde, de repente, se hizo la noche bajo las ramas gigantescas de las arboledas, mientras los blancos edificios se destacaban, a uno y otro lado del oscuro Corredor, entre tímpanos modernistas y columnas greco-romanas.

Todo allí parecía extraer la luz de dentro, del interior de pozos muy profundos, como si fuera necesario alcanzarla y no recibirla como un don. Era la penumbra inextricable de la mata aborigen y el recorrido ascendente que la orquídea debe hacer para alcanzar el cielo abierto.
Se necesita macerar el corazón para que se expanda y se conmueva. Es preciso echar raíces para que los labios se estremezcan de contento, y la voz.
Primero hay que disponer el yunque, alimentar la fragua con un fuego inextinguible. Golpearlo después, hasta que el incendio se propague por las aguas de la bahía, donde todos los santos danzan con el clamor del Sol naciente.

Esa misma impresión tuve al contemplar los óleos de Paulo Pereira. Un mar de sombras del que emerge el contorno iluminado de una figura quebrada, el rostro ensimismado de un muchacho, que intenta alzar el vuelo en un avión de papel, propiciándolo con el redoble de tambores suspendido en el aire, con la alquimia del color, que extrae de minas subterráneas piedras preciosas y, del manantial del llanto, un arroyo cristalino de gozo y placer.

Hiel y nácar, figuras que subrayan el sentir de la tierra nordestina, el sertão abrupto y el frondoso litoral. Del ónix al aguamarina de sus ojos: penumbras incendiadas que recorren los ámbitos ungidos por el mar…, pues, no en vano, el aura de esas sombras está protegida por el esfuerzo diario, por los trabajos y los días transcurridos entre la candidez y el dolor, que se abre en las mejillas de los niños como una rosa deshojada, como un puñal, en el pájaro abatido que San Francisco contempla.

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A UN PINTOR BAHIANO

Podrían ser figuras pintadas en las grutas de la Chapada Diamantina, aun si su punto de partida fueron las cuevas prehistóricas de Altamira y Lascaux. Lo que las hace más cercanas es la cercanía de ese universo legendario, que en Brasil persiste. A pesar del brusco pie con que se posa en la tierra el siglo XX, a pesar de sus fracasos, indiferente o en contra, ese universo sigue palpitando entre las ramas reverberantes de este país tan verde.
Vive en él, con un presente henchido de presagios, de ríos e igarapés, que cruzan zigzagueantes la mata amazónica, y las estepas salvajes de Mato Grosso, con sus cielos rasos y escurridizos..., y vive aquí, en Bahía, en esta tierra joven y antiquísima que le vio nacer, en ese cheiro que se esparce como un bálsamo por a Baía de Todos os Santos.

Espero verlo un día por las calles de Lençois, paseando sonriente bajo las cornisas barrocas y los tejados inclinados, sintiendo en la piel los siglos que Europa imprimió sobre las fachadas coloniales de sus casas, esa Europa por la que su corazón parece sentir nostalgia, y de cuyo olor sólo restan los trazos pintados en esas grutas prehistóricas.
Por sus calles, sí, un día lo quiero ver, recorriéndolas con premura para adentrarse por las laderas de los montes, en busca de esas tierras pigmentadas cuyos secretos le revelarán, para que, con mano menos blanca, en los muros de aquellas cuevas pueda pintar, con la intensidad de un caboclo o un aborigen.

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BAHÍA DE TODOS LOS SANTOS

¿Lo sabíais?
En la Bahía de Todos los Santos hubo ayer un incendio. Los barcos dejaron de faenar, y todos los allí reunidos nos pusimos a contemplar la visión de tan extraordinario espectáculo.
El Sol se derretía entre las islas con todos los santos cantando en devoción ultraterrena. Ningún afán podía superar la contemplación de aquellas nupcias, en las que fuego y agua se besaban en el espejo del Mar de manera tan hermosa.
Nunca sabremos si fue el deseo de la Mar por sentirse arder, o el anhelo delirante del Sol por derramarse en su seno lo que propagó las llamas. Sólo sabemos que la hierba se estremeció, y que los enamorados dejaron de mirarse en los diques del Forte de Mont-Serrat, para reflejarse en el brillo de aquel inmenso ojo dorado.

Los niños chapoteaban en la praia de Boa Viagem, danzaban como átomos vistos a contraluz, como trozos de metal, que el imán del Sol atrajera hacia sí y moviera a su antojo.
Sobre las espaldas helénicas de los corredores de fondo el Sol refulgía, brillaban como espejos empapados en sudor y sal, mientras cruzaban la playa acariciando la arena con paso ingrávido, pues todo ante ese incendio parecía flotar.
Flotaban los acordes de guitarra de aquel poeta ignorado, en cuyos dedos se embriagaban las ondas con extraña laxitud, con la explosión de una inmensa y dulce borrachera, donde al final nada ni nadie sabe quién es quién… ¡tanto es el amor que a ráfagas se incendia!

Esas casas con sus frontones art-decó enmohecidos…, sobre el cristal de sus ventanas parece arder el resplandor de Oriente. Y aquéllas otras que, encaramadas, se escalonan sobre el risco, asombradas en las laderas parecen exclamar: hojas mansas, lujuriantes cocoteros que a nuestros pies yacéis, quemad como si de hierbas santas se tratara vuestras hojas secas, ¡quemadlas con unción!, para que el aroma de vuestras almas acompañe esta adoración perfecta de vernos enrojecer, contemplando cómo se desnuda el Padre Sol y, deliberadamente, con Yemanjá se acuesta sin pudor alguno.
¡Arded! !Arded ante la hoguera santa de esta gran caldera que bulle, y perfumad con vuestros corazones las playas ardientes de Salvador!

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IRMANDADE DA BOA MORTE

Esta tarde, en la iglesia de Nossa Senhora do Rosario dos Pretos, a Irmandade da Boa Morte celebró una misa. Un grupo de señoras vestidas de blanco descendía con sus báculos la cuesta José de Alencar, ante los ojos atónitos de los transeúntes. Las casas de Largo Pelourinho se transfiguraron al paso de esa extraña procesión, que parecía emanar con su presencia el recuerdo de otras épocas.
Todo se paró: el cielo, las ventanas, los tejados. Las luces se apagaron y la luz amarillenta de las bujías volvió a florecer. De nuevo el aire fue recorrido por el cheiro penetrante de las plantaciones del recôncavo: el olor del tabaco y la caña de azúcar, el sudor de los esclavos y la sal... Y entre esos átomos que danzaban por las cornisas labradas y los umbrales de las puertas: las nubes de incienso impregnando a las damas, que atraviesan las calles entre hierbas de Oxalá.

Las puertas del templo están abiertas. Sus torres gemelas se destacan en la noche como las torres pintadas de un decorado de teatro, que el gesto ceremonioso de unas mujeres, ataviadas con vestidos antiguos, torna más irreal.
Sobre el telón de fondo, la cuesta que conduce a Largo do Carmo desciende como un tobogán por una cascada de piedras, que caen precipitadas desde el convento y la iglesia, y de las que en medio de la noche apenas se distingue el perfil. Pero, aquí, la llama de las bujías vence a las sombras, y hasta el atrio de la iglesia, haces de luz se derraman sobre las gradas y las rejas y los muros pintados de blanco y azul.
Las puertas abiertas de par en par permiten ver los fulgores de oro y nácar del altar mayor, que se abre al fondo de la nave como un corazón entreabierto. La Virgen del Rosario, con su hijo en brazos, derrama perfumes y flores desde su trono celestial. Son dones que bendicen los rincones de la iglesia, en la que todo está preparado para iniciar la misa.

Las hermanas de la Boa Morte ocupan ya sus venerables asientos a los pies del altar mayor. Las novicias, unos bancos laterales detrás de las barandas forjadas. Los velos blancos que las cubren atenúan el color oscuro de su piel y el negro riguroso de los hábitos.
Nada aquí dentro es estridente. Formas y colores se entretejen sin sobresaltos de manera armoniosa. Cortinajes y cornucopias se abren en los altillos con las gráciles formas del rococó, mientras las capillas se alejan de la ostentación barroca, y el esmalte de los zócalos parece conjugar la gracia divina de un templo celestial… y, ciertamente, fue una ceremonia celeste aquella que presencié. Los corazones se aquietaban, las pupilas se dilataban brillando desmesuradamente, a la vez que los sentidos henchíanse con las oraciones y los cantos.
Un aire divino recorría en silencio el interior del templo, se posaba sobre las cabezas aureoladas de las santas mujeres, que no cesaban de exhalar perfumes de Oxalá como filtros diáfanos, envueltas en collares y sortijas engarzadas de piedras preciosas, en ajuares que parecían remontarse muchos siglos atrás, al origen remotísimo de reinos olvidados, de los que la historia apenas guarda memoria.
Pero la historia ya sabemos que es caprichosa y olvidadiza. Cegada por la aceleración de su ritmo trepidante, se vuelve engañosa y cruel. Cree ocultar en su ingesta marcha su origen legendario y, sin embargo, éste aparece una y otra vez cuando se recuesta en la tierra, cansada de sus tropelías, y se abandona al sueño.

Entonces, una caravana de elefantes recorre el cielo y el tum-tum de los tambores resuena en su interior, engarzado a su oído como una concha ebria, como un caracol que gira y destila su savia vivificante para preñarlo de recuerdos, de ritos y plegarias, milagros y encantamientos que vuelven a florecer, como en aquellos tiempos épicos que propiciaban el diálogo entre los hombres y los dioses, y cada gesto y cada palabra eran sagrados como es sagrado este mundo creado por Dios, en el que hoy, aquí reunidos, negros y blancos rezamos, cogidos de las manos, el Padrenuestro.

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SUEÑO

Esta noche tuve un sueño del que guardo, despierto, un recuerdo preciso. Caminaba por una montaña de piedra en cuya superficie se abrían concavidades y hendiduras, similares a las de los arrecifes y las rocas del mar. Las olas golpeaban los cimientos de la montaña y ascendían sin dificultad por las laderas de piedra.
Yo iba caminando por el abrupto roquedal, procurando que el ímpetu de las olas no me arrastrara tras ellas y, en su expiración, no lamiera con su escalofrío la planta de mis pies. Subía descalzo la escarpada montaña mientras se desataba ante mis ojos un violento espectáculo que, en su sublime grandeza, me hacía recordar los dulces desgarramientos que provoca el amor.
Nada, en verdad, podía superar esa visión amorosa de ver al mar deshaciéndose en besos a los pies de la tierra y, en sacudidas imprevisibles, salpicar sus laderas, que de súbito empapaba de espuma y humedad. Nada, ciertamente, más desnudo que contemplar aquel paisaje carente de vegetación, en el que agua y rocas se entrelazaban sin cesar de manera tan estruendosa.

No sabría explicar la razón de aquella extraña similitud. Sólo sé que las gotas de agua parecían gotas de rocío preñadas de semen, y que, en esa violenta inundación o repentino holocausto, las áridas rocas estaban siendo preñadas de multitud de semillas, que algún día habrán de germinar, y que toda aquella destrucción, no exenta de poesía, en el fondo estaba movida por la fuerza del amor.
¿Qué me estaban diciendo aquellas imágenes? ¿Anunciaban, quizás, el nacimiento de una nueva era, o eran acaso el abandono del pasado, que a duras penas me quería retener y, entre sus aguas fluctuantes, trataba de olvidarlo?
¿Temor de mí, aventura del desamparo, necesidad de sentir próximo el abismo para que crezca en la conciencia un cierto afán de superación, una vaga idea de progreso?

Evolución. Progreso. Dos palabras que encierran unas contradicciones inamovibles que no consigo trascender, y que en esta tierra exuberante adquieren una fuerza inusitada. Eterno retorno, línea progresiva del tiempo..., ¡qué enigmas encerráis en vuestra inaccesible coraza! ¿Sería acaso la vida una diferente combinación de la energía sagrada, que se repite eternamente, una y otra vez, desde su alquimia más sutil al más grosero cohábito?
Aquí, de los ritos africanos a la doctrina espírita, se extiende una línea que se bifurca en múltiples direcciones, y que la fuerza de un demiurgo no bastaría para anudar sus cabos. Una es moral y maniqueista. La otra panteísta y sagrada. Con más o menos fuerza se mantienen vivas entre una caótica proliferación de naves voladoras, juegos de buzios y cartas, y transparentes copas de cristal. En lo único en que se ponen de acuerdo es en acreditar la existencia de otros mundos invisibles, conectados íntimamente con éste otro que contemplan los ojos.

¿Existe progreso en esta oscura raza, que repite, una y otra vez, sus ritos milenarios con la misma unción, y con la sensualidad de un animal sublimado, dotado de instinto místico, al ritmo de los tambores se abandona?
¿Sería acaso el progreso abandonar esos ritos, que los ligan estrechamente a las fuerzas ocultas de la naturaleza o, en vista a los resultados alcanzados por la civilización y el progreso, éstos retrocederían y sin ser nombrados se revestirían de un nuevo valor, que lucharía por mantener vigentes esos ritos y credos ancestrales, que parecen remontarse al desaparecido reino de Lemuria?
¿A qué, si no, responde ese resurgimiento de la otredad, esa necesidad de enfatizar todo aquello que se mantuvo al margen?
¡Ay! Pueblos marginados de la Tierra, razas, religiones, a todos vosotros querría abrazar, vibrante el corazón con cada una de vuestras notas. Es dulce abandonarse al ritmo de la danza y extender las manos en señal de adoración, sin saber muy bien adónde nos conducirá el trance que nada sabe de respuestas, y sólo nos puede colmar de beatitud. Organizar este sagrado caos en un sistema de jerarquías es una ardua tarea difícil de codificar, mientras los labios pronuncian la última palabra.

Sueño con ese día en el que el mar remontará las laderas, entonando un canto que ascenderá, más y más, hacia la cumbre..., el día en que todos los arcanos se revelarán. ¿Qué es esa pirámide azul que naufraga a la deriva entre el fragor de las olas? Parece el tejado colonial del hospital español, envuelto en hojas de amendoeiras, cuyos muros desconchados el mar fue cubriendo.
Sus tejas azules refulgen como escamas que la luz del sol acrecienta: peces que en las profundidades del océano se sumergen.
Así, las civilizaciones que sucumben yacen olvidadas bajo las aguas del mar, alimentando esas otras que vendrán a poblar la tierra y que, esta noche, humedecieron de espuma y de sal mi almohada y mi rostro.

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RONDEL

Cae el sol sobre la plaza,
derrama sus rayos benefactores
sobre esas casas desteñidas
que el tiempo arañó...
Y esa torre ennegrecida,
cuyas manchas de humedad
se estampan sobre el azul
purísimo del cielo, refleja
la tristeza que ahora me inunda,
anegando de lágrimas mis ojos
que reflejan, a su vez, la alegría
de esos niños que juegan.

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LARGO DE SAO ANTONIO

Volvía de Largo São Antonio aquella mañana con una espina clavada en el corazón, herido por la añoranza de la madre y la ternura de los niños, por la vitalidad de aquellos muchachos que atravesaban la plaza, ungidos de sargazo y sal, como olas presurosas que del mar surgieran y, con su vigor, vinieran a apuntalar la decrepitud de esas casas arañadas, la humedad de esas habitaciones, que se entreabren somnolientas al azul del cielo, mientras sus pezones rezuman un sabor dulcísimo a almizcle y canela.
Volvía por esa calle alineada entre el mar y las nubes, abocado a esa calle, que en el cielo parecía desembocar, un cielo blanco e inmaculado como el vestido almidonado de esas viejas mujeres, que se asoman a las ventanas con el corazón en las manos y los ojos henchidos, ofreciendo al aire que pasa todo lo que su corazón puede ofrecer: su entrega, su amor, su delirio.

Y yo naufragando, tropezando con las fachadas de las casas, duras como arrecifes, con esa espina atravesada que apenas me dejaba respirar, planeando como un pájaro atolondrado por las aceras reventadas de esa calle celeste, por los adoquines en los que resbalo hasta caer estrellado contra la Cruz do Pascoal, esa cruz, que se alza como un farol de gas al centro de la plaza, y proyecta su sombra alargada sobre la mugre oxidada del viejo funicular, a cuyos pies el mar sonríe..., y más acá de ese abismo: las mesas desiertas del café, añorando las tertulias de las tardes apacibles.

El peso del pasado combaba mis espaldas. La duda se atrincheraba entre las grietas de los muros. Todo parecía declinar cuando, de repente, en el busto prominente de una hermosa mulata vi escrito: “O amor pode dar certo”. Y, con un segundo escalofrío, la dulzura inexpresable de la guayaba se desgranó entre mis dientes, colmó el paladar con su jugo rosado, mientras un coro de muchachas, a ritmo de samba, me cerraba el paso con el vaivén de sus vestidos.

Confundido, eché a correr. Abrí una puerta entre las rejas desconchadas y el crujir de los encajes. Clavé la espina que me ahogaba en esos pezones tan dulces, cuyos surcos se dilataban prometiendo dichas y placeres inmarcesibles.
Pero era otra dicha hacia la que corriendo me precipitaba, hacia otro gozo más puro y entrañable, que encendía su llama incandescente a las verdes puertas del reino de Abaporú.

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AZUL

No es el azul adorable del mar el que quiero cantar, sino el azul opaco y sin brillo de las barracas y grafitis y las barcas humildes de Boa Viagem, el azul inmaculado de cierto hospital, donde los desheredados recorren los pasillos con aire de pesar y duelo ingrávido, o aquel otro que planea álgido por los techos pintados de Bonfim, en cuya transparencia creemos recordar el azul que refulge en los ojos rasgados de ciertas muchachas mulatas.

Canto el azul que se desvanece en los muros decrépitos de los viejos edificios, aquél que adopta la palidez marmórea de lo que ya no pertenece a esta vida, sino a aquélla otra hacia la que todos, algún día, hemos de regresar.
Parece como si el azul introdujera un contrapunto entre el verde desmesurado de la naturaleza y el óxido putrefacto de la civilización salvaje que, en este país, avanzan cogidos de la mano por una misma senda, que a través del azul se redime.

No, no es el azul rasgado del mar, de tonos esmeraltados y zafiros, el que quiero cantar, sino la entrañable y celeste claridad de los barrios populares, de las casas de los pobres que pintan sus puertas y ventanas con esos tonos azulinos, que recuerdan en su candor al ingenuo azul del cielo, el mismo que ya viera en ciertos pueblos del Magreb, y en las fachadas e interiores de esos palafitos, que se alzan como jaulas en los campos de Acre, y en todo el interior de Brasil, con sus estepas salvajes prodigiosamente incólumes.

Así, el color azul aparece de repente, una y otra vez, tiñendo la camiseta desgastada de ese muchacho que recorre la playa en soledad, como un ángel a través de las nubes, o ese otro que ahora veo al pie de un escuálido flamboyant, pintando esta barraca, a la que un techo de oscura paja cubre.
Mis ojos pueden ver en ella cada desconchón, cada mancha de humedad o putrefacta mugre…, y esas olas mansas que mueren a sus pies, susurrando misterios como los oráculos que se pronunciarían en el interior de un templo.
Oráculos del agua que, entre silencios y murmullos, a Titicaca y Tiberíades nos remiten.

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REPARTIDORES DE GAS

Esa música que expande su eco por las calles de Salvador, que por las mañanas me despierta acompañada por las voces tribales de los vendedores de periódicos, gritando por el barrio: ¡A Tarde! ¡A Tarde!... La escucho ahora junto al plano inclinado, aquí, en la ciudad alta, como una sintonía repetitiva que continuamente reaparece.
Sus notas sutiles son llamaradas de un mundo tal vez inexistente, un mundo que persigo, incansablemente, en mi caminar errante y fugaz. Es la música de un reino, que en sueños aparece y se dispersa en la vigilia, un reino del que tan sólo queda al despertar el dorado resplandor de sus murallas, reflejado en mis ojos, y el vago olor de sus alcobas celestiales.

El eco de esa música parece surgir del fondo del mar, o del otro lado de esas nubes vagabundas que, en unos segundos, desahogarán sus ansias sobre los tejados y las laderas reverberantes..., del otro lado del cielo, sí, oculto ahora por una espesa neblina que cubre Itaparica y el verde litoral del archipiélago.
Los barcos anclados en la bahía son testigos impasibles de ese acuático auditorio, donde todo se despliega de tal manera que creo ver las formas y colores de un lienzo pintado, y no la realidad espacial.
Su oxidada carcasa –similar al moho que cubre los edificios– parece ocultar, en su desaliñada presencia, un sutil mecanismo de relojería o clandestina emisora de radiodifusión, que transmite por los almacenes del puerto y el trasbordador, por las calles y oficinas de la cidade baixa, esa cantinela de los repartidores de gas, que insistentemente se repite, una y otra vez, como una señal de alarma o, quizá, una invitación a reanudar la fe y fortalecer la confianza en saber que las puertas de ese reino existen, y que siempre permanecen abiertas para aquel que quiera entrar. Claro está, si su deseo se concretiza.

Y, sin embargo, mi corazón se demora con la tácita conciencia de que la belleza de esa visión no es suficiente. Se demora en la contemplación de esos altos edificios pintados por el mar, cuyas huellas de salitre en las rejas oxidadas imprimió, y en los balcones desconchados, y en esas terrazas que se asoman, admiradas como yo, a contemplar las islas, y el litoral que apenas se divisa entre la playa de Boa Viagem y el Forte de Mont-Serrat... y ¡cela!, es un cuadro de Possenti reanimado que toma vida entre los muros resquebrajados del lienzo. El mismo vértigo embargando a los edificios, los mismos barcos anclados a la eternidad, la misma candidez sigilosa impresa en los rostros de los personajes delirantes, esos personajes que aparecen en las playas ataviados con vestidos oníricos, con pieles desacostumbradas que desprenden un cheiro a algas y conchas de mar, a plumas de aves o animales fabulosos.
Son seres surgidos del sueño, que parecen traer en sus manos el recuerdo de otros mundos, aunque al contemplarlos de cerca los veamos arder con las mismas obsesiones, con la misma dicha fugitiva que se esparce por la tierra.

Ese jeito, esas miradas acuosas que brillan sin cesar por calles y plazas, conscientes, en su vital y bulliciosa ignorancia, de que esta ciudad surgida del mar, un día, retornará a su seno.

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SALVADOR

Soñando te decías: iré a Salvador,
y en tus ojos parecía brillar la luz
del Atlántico, y un cáliz de semillas
que, en sus esquinas, florecían
incansablemente.

Las flores, poco a poco, se agostaron.
La belleza de los rostros se ajó con el tiempo
y, hoy, sólo puedes contemplar esta ciudad
con la dicha compasiva que tu corazón y tu
ánimo desprenden.

Tal vez pudieras hallar la ciudad que
soñaste en el fondo del mar.
La levedad del agua se acerca más
al ritmo y a las oscilaciones del sueño.
Por sus calles te deslizarías con la agilidad
de un pez…

Pero son las cimas las que ahora
te incitan a reanudar el paso,
para que sus alturas puedas sobrevolar,
libre de atavismos como un pájaro.

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MINAS

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LA CASA DEL SOL

No mires atrás.
La sal de Sodoma aún puede alcanzarte,
y a esta altura del camino
¿qué podrías encontrar allí,
en los tristes lugares que has abandonado?

Casas de ensueño aún te aguardan.
Casas tan entrañables y livianas
como esta de São Thomé,
en cuyos tejados el viento brama
como en la cueva de un forajido
mientras por puertas y ventanas los montes
cabalgan entre una polvareda de nubes.

Esas lomas recorrerás, esos caminos,
donde recuerdos de la infancia
en tropel retornarán mientras
por ellos transitas con la paz
bendita del santo o el mendigo.

¡Ah! Sentir el viento que brama
por los altiplanos de Cuzco,
la casa del Sol,
portal del Infinito.

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SAO THOMÉ DAS LETRAS

En los montes de São Thomé te dejé,
entre el fragor de aquellas calles
destartaladas donde las piedras
se amotinan sobre valles de ensueño.
Abocado a las cumbres de aquella
tosca inmensidad,
de aquel inmenso desamparo,
que el corazón apenas soporta.

Allí encontraste el paisaje ideal,
clima propicio para hablar la lengua
de los devas y campos para sobrevolar
con impenitente intrepidez,
entrega total y ardor alucinado.

Fauno esquivo de las aguas,
aguador de Acuario,
que en las cascadas te precipitas
con la agilidad de un pez y,
contemplando las nubes,
sobre la roca calcárea te posas
para que en ti confluyan
el verde de las aguas
y el azul del cielo.

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CALLES DE SAO JOAO

¡Qué delicia recorrer esas ciudades
de provincias repletas de edificios
históricos!
Como las flores de un jardín brota
de nuevo en sus esquinas el tiempo
que pasó y, como las flores, asombra
verlas tan vivas, sin que la guadaña
de los siglos derribara sus piedras.

Así recorro extasiado las calles de
São João, aspirando el perfume que
labró los frontones de sus blancas
iglesias, el aroma de esos campanarios
tan altos, que recortan su perfil sobre
el azul del cielo, mientras las nubes
admiradas se detienen sobre Minas
a contemplar esos caseríos incólumes,
a medio camino entre el océano Atlántico
y el Pacífico-Sur.

Caravanas.
Caravanas de nubes.
Caravanas de recuerdos
que cruzan el horizonte partido en dos,
como están partidos los dos círculos
de este corazón que se desgarra
entre aquí y allá,
y contemplando esas casas intactas,
por un momento, alza el vuelo.

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TREN MARIA FUMAÇA

Retornas con la lluvia a São João,
bordeando el río das Mortes,
y las cañas de bambú,
que se alzan como candelabros
en sus orillas de arena.

Pasados los años te dirás:
visité Tiradentes y regresé a
la ciudad con los ojos henchidos.

La luz de aquel día no volverá.
No retornará la lluvia que cae
sobre los tejados rojizos
y las calzadas de piedra.
Aquellos niños descalzos,
tus ojos no volverán a verlos.

¡Ay! Las nubes tan blancas,
las casas de fábula creciendo
sobre la hierba,
los caballos y el sol,
y aquella efigie de lenguas barbas,
que a Leonardo recuerda.

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LAS GOLONDRINAS DE SAO JOAO

Las golondrinas de São João,
que vuelan sobre los tejados
y el puente de piedra,
sobre los aleros desvencijados
de este hotel colonial,
de cuyas ventanas las saludo.

Allí van, hacia el otro lado
del río a sobrevolar los frontones
de esa celeste mansión, surgida
de un cuento de Hoffmann.

Hacia la plaza de San Francisco van,
a escuchar el rumor de las altas
palmeras que mece el viento.

Ágiles y presurosas vuelan
mientras los caballos,
desde el foso de hierba,
contemplan con nostalgia,
como yo,
una vida más libre y más aérea.

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MATOSINHOS

Esas vestales fulgurantes que
se yerguen junto a la Madre
con un cirio en las manos...

La palidez de sus rostros
presagia un éxtasis de luz que,
en este altar de Matosinhos,
se expande desde el verde-agua
al azul zafiro, y de cuyo fondo
nacarado emergen las torres y
cúpulas de una ciudad lejana,
tal vez vislumbrada en sueños.

Una golondrina sobrevuela
los rincones rosados
de esta plenitud,
que doce profetas de piedra
custodian a sus puertas.

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SAMAMBAIA

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VENTANAS

Las ventanas son ojos que se abren
al espacio aéreo, y el cristal en ellas
un reflejo en nuestros ojos de lo que
pudo ser.

Del ayer que viaja entre esas nubes
vagabundas como un polizón en un barco,
del mañana que vendrá queriendo ser
capitán, con resplandecientes auroras
a inflamar las copas de los árboles
y convertirlas en ceniza.

Mañana...
¿Qué traerá ese continuo deambular
de pompas en el aire, que brotan de
nuestra boca y abarcan el espacio
sin echar raíces?

Mañana te dirás:
irás a Puerto Iguazú, y aquel perfume
tan leve volverás a sentirlo.
Una vez más su rastro llegará
como un canto irisado que
por primera vez escuchas
y del que, sin embargo, conservas
un extraño recuerdo.

Como las pompas,
como el perfume,
el cristal de la ventana refleja,
en su transparencia,
la cara oculta de la realidad,
donde el mañana y el ayer,
el deseo y la nostalgia,
conversan en Samambáia
como viejos conocidos.

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PUERTO IGUAZÚ

Aquí el sopor me rinde.
Rendido aspiro el aire que circula
por las calles y parques de Iguazú,
entre estos árboles que las lluvias
esculpen con rapidez vertiginosa,
entre esta lengua compartida y
humedecida por el calor tropical,
y ese perfume tan próximo
que empapa la tarde como
una nube aérea, como el rastro
que dejan ciertas mujeres al pasar,
mezclado al olor de duraznos
y mangos muy maduros.

Se alargan las tardes en Puerto
Iguazú, absortas en sí mismas,
dejando en el aire sabor a eternidad
y canciones que nos traen nostalgia
de Entre Ríos…
la dulce presencia de esta noche
estival, que las calles inundadas
de arcilla roja, a media luz,
se llevarán consigo.

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CONO SUR

Amendoeiras, araucarias, flamboyants
al rojo vivo..., qué sé yo de verdes inefables,
de hojas y corolas gratas al botánico
o al poeta que se precipita ansioso
por nombrar, por cazar con palabras
esta inmensidad sin límites, con actos,
con prodigios, que cada tarde se revelan
en las selvas inextricables del Cono Sur.

En las nubes que viajan y los soles
que se ocultan, inflamando el cielo
como una alucinación,
en cuyo resplandor los árboles se estampan
mientras escuchas el rumor de ríos que
discurren como la sangre en su cauce,
rojos y enraizados a la tierra
como la sangre misma,
yendo adónde ella misma va,
a los orígenes que desembocan
en el clamor de auroras insomnes,
eternas y liberadoras como el propio mar,
como el cielo inabarcable o toda inmensidad
que el corazón y los ojos contemplan
en este mundo.

Muertes incesantes, perpetuos nacimientos
que alumbran la vida a orillas de la divinidad,
idas y venidas de este eterno decurso que,
al albur de las civilizaciones, los árboles
y las flores y las altas noches de verano
tan hondamente conocen y recitan.

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TAIGA

Ella aúlla con voz poseída
cuando escucha la flauta.
Invoca,
con la cabeza hacia arriba,
a no sé qué divinidad,
a qué paraíso perdido
donde se encuentran
reunidas las almas de
los perros y sus ancestros.

Algo en ella me conmueve
de la misma manera que
la voz de una soprano,
o el canto triste de una india,
anegado en la luz nocturna
y estival, en la que las ranas
y los grillos entonan, también,
su canto ensimismado.

Ambas voces están poseídas
por el mismo fervor y la misma
aspiración a un más allá,
que todo ser, encerrado en sus límites,
oscuramente siente
y, de igual manera, alcanza
al ser humano,
a la muda roca
y al animal.

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DIVINA GRATITUD

La ternura de estos perros desata un amor dentro de ti
similar a la alegría de una fiesta o a la sonrisa
de un niño que recibe en su cabeza los rayos del sol.
Algo muy hondo en el corazón es liberado,
y danza entre los átomos cantando una canción,
que del cielo pudo surgir tal vez, o quizás de algún
desván sellado en los rincones de la infancia.

Aldeas, campanarios, cigüeñas presurosas vuelan a contraluz,
mientras el sol recrea su dicha por los campos dilatados,
postrados a sus pies.

Tierno solaz.
Perfil del llanto.
¡Observa cómo desciende despacio la divina gratitud!

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SOLILOQUIO

¿Qué Elena engañada por hados adversos
podría inflamar, una vez más, este alma
que se ausenta y a tientas se conduce
sin saber dónde ir?
¿Qué Tristán o Isolda, Elena o Giulio
podrían cautivar con su pureza este
corazón, que la pasión humana y sus flechas
ya no alcanzan ni hieren?

Unas sobre otras, las huellas de otras
vidas se amontonan como yelmos derribados
que no saben qué defender...
¿de qué bando podrían tomar parte?
Ni el desafío de un destino aciago,
ni la intrepidez de un amor imposible
podrían inflamar las piras que se apagaron
a los pies de este exhausto altar.

Y así la serenidad.
La calma que se abate sobre el campo
de batalla, vencido al fin el enemigo,
al fin vencida la pasión,
las intrigas e intereses infalibles
de una sociedad caduca que al fango
se abandona sin redención posible.

Y así la placidez.
La paz feliz del que renuncia
y al monte se dirige con renovado ardor,
tres veces puro, y a las islas desiertas,
que el mar aclama y bendice.
Lejos del tumulto de las ciudades,
de los afanes que los hombres persiguen
sin saciar el corazón.

Como los pájaros,
como los árboles,
o los peces que se deslizan
por las profundidades del mar,
así querría vivir, lejos de este mundo
en una cabaña apartada,
lo suficientemente frágil para no
apartarme del amor que se prodigan
la tierra y las nubes,
sentirme, al fin, un hijo predilecto
de Gaia y el Sol,
en cuyo seno las flores germinan
mientras crece la hierba a sus puertas
bajo el alto cielo
de un fugaz y eterno abril.

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LOS HIJOS DEL SOL

Oblicuos caen en la memoria los siglos
pasados.
En vano agitan la aldaba de la historia
que llama taciturna a las puertas del
corazón.
Grises y viejas ciudades de la triste
Europa, que en sí misma se recoge altiva
para entregarse a la desilusión,
y a la esterilidad de imaginar que nuevas
vidas surgirán en los pórticos y agujas
de las catedrales milenarias,
que ya no indican al cielo.

Otro cielo comenzó a reinar,
y con su influjo los recuerdos deliraban
por los castillos y fortalezas
de la cristiandad pretérita.
Yacían por los jardines de Versalles
o Schönbrunn sofocados por el verdor,
mientras luciérnagas oscuras vagaban
por el abigarrado trazado de las viejas urbes,
aptas sólo para decorados de teatro
o, más bien, de un film,
que, con el imperio de la imagen, a imagen
quedó reducida la nave de los siglos,
crónicas del tiempo que naufraga
sin Stendhals posibles, pues nada
de aquella desnuda emoción
llegó a sobrevivir.

Imagen y palabra suplantaron al mito,
a la voz pronunciada en el antro espacial,
que sólo el oído recogió en su concha.
De la voz a la palabra a través de los siglos,
sueña la memoria en un tiempo sin edad,
de cuyo seno surgirá en la tierra
un hombre desnudo y sin historia,
para anunciar a hombres y mujeres
el advenimiento inminente de los hijos del Sol.

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NOCHE CELESTE

Anoche dormí con Júpiter
y en sus brazos me sentía confiado.
Todo el cariño que un padre puede
ofrecer a su hijo él me lo daba.

Los bosques olorosos de sus axilas
me cubrían.
Ágil entre sus piernas me enredaba.
Todo su cuerpo me cobijaba mientras
gozoso habitaba su morada divina.

Me sentía feliz bajo aquella piel
transparente cuyo tacto poseía
la cálida presencia de la carne
y el gozo indescriptible del espíritu.

Era grande como las montañas o el mar,
inmenso como el cielo.
Su calor era más reconfortante que
la luz del sol cuando, en primavera,
nos es grata la caricia de sus rayos.

Más que grato,
delicioso era el calor de Júpiter.
Más aún que el calor amoroso de
la madre que amamanta a su hijo.
Más aún.
Infinitamente más.

Añadamos a la leche materna
unas gotas de infinito
y quizás pueda parecerse
a la dicha suprema de esta ventura,
de sentir cómo Júpiter duerme a mi lado,
y en sus brazos me abandono
como un niño.

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EL DIOS PAN

El dios Pan quiso enviarme a
un lejano país, allende el océano,
donde la naturaleza es abrupta
y fogosa como su propio corazón.

Me encomendó una difícil tarea,
que ni aún la fuerza de Hércules
hubiera bastado para salir
victorioso.

Sospecho que por esos lares
él mismo paseó, pues no fue raro
encontrar su rastro por bosques
ignorados e intrincadas selvas,
en las que además percibí,
claramente, su inequívoco olor
(ese halo misterioso que desprende
un dios consagrado y libre).

Sé que esa tarea no se cumplió
y que todo aquello apenas fue
un inicio.

Recuerdo muy bien la canción
que al oído me cantaba.