Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - La huella del infinito
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LA HUELLA DEL INFINITO
(algunos fragmentos)

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Escrito en Sevilla, Roma y Santa Ana la Real, entre los años 2007-2009.

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LA HUELLA

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Recibir y dar son la doble faz de una misma ofrenda, el secreto de la Esfinge que se alza junto al Nilo y, por silencios y enigmas, quedamente se expresa. Nuestro ser es depositario de su aspirar y espirar. Somos sólo el vehículo ocasional de su flujo interno, que en nuestros labios se posa, y en las mejillas, y en esos ojos tuyos que me miran somnolientos con ansiada amistad, que se oculta y encarama en lo más alto de sí misma, dispuesta a recibir sin saber todo lo que da, toda la confianza que en mis manos depositas anhelando un puerto.

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Podría haber sucedido de otro modo, pero sucedió de la forma y modo que tuvo que ocurrir: oculto en las entrañas del más inescrutable y enigmático destino, desconcertante y repentino como las ráfagas de un huracán.
Las pasiones desatadas en el pecho del hombre no encuentran imagen más apropiada que aquella que nos ofrece el paso inesperado de un huracán, o el de una tempestad en alta mar, desencadenada al azar sin previo aviso.
Safo supo de ellas, Shakespeare, Sófocles y Nietzsche, entre otros muchos, lo supieron también, lo que demuestra que, por mucho que la razón especulativa, despóticamente, avasallara el viejo padecer de la criatura humana, el espíritu trágico, a través de los siglos, sobrevivió. Late inmerso en las aguas letales de un pozo muy profundo, que al contacto con el fuego ígneo se desborda. Emerge a la superficie sin que obstáculo alguno, nada ni nadie lo pueda retener. Quema, como lava, todo aquello que toca cuando se desboca: pastos, planicies cultivadas, laderas de montañas y, si es el caso, hasta la nieve de las cumbres acaba por arder.
Fuego y agua, en el ara fundidos, son el crisol propicio para erradicar la herrumbre oxidada, que el aire, por su parte, acabará de desintegrar, para anunciar más tarde, con su aliento divino, el inminente renacer, que advendrá sólo después de haber sufrido un hondo padecimiento, un padecer a fuego lento la purificación operada en el alma humana, en el crisol del corazón en llamas, que el logos filosófico, alzando su cetro, echó a un lado para ocupar su lugar.

Ese violento asalto, que no dejó de tener una crucial importancia en el proceso evolutivo de la conciencia humana, se trocó con el tiempo en razón desapegada del cauce vital, donde vida y muerte confluyen. Obstruido por helados pensamientos y vacuos conceptos su cauce se secó. Se trató de disecar el impulso vital para que se aviniera al angosto espacio de la mente pensante y especuladora. Se auguró así el estéril distanciamiento de la vida y la muerte, que el pensamiento consciente, alzando un castillo en el aire, urdió en su empeño emancipador.
Esa pseudoreligión nos dejó sin asidero alguno flotando en el aire, flotando sin alas, grávidos en la superficie sin posible inmersión. Se trató de privarnos de la posibilidad, inherente a la persona, de poder ir naciendo, de nacer con cada agonía una y otra vez, pues no nacimos de una sola vez con nuestro primer nacimiento.
El espíritu trágico, no obstante, perdura. Muertos en vida estaríamos, anestesiados en la más atroz desolación, si ese espíritu no irrumpiese en la vida del ser humano cuando menos lo espera, portando consigo una esperanza de renovación. Así, las edades pretéritas guardaban en su seno la semilla proteica del alentador futuro que, con avances y retrocesos, se ha ido gestando en el tiempo, con el tiempo como mediador, pues será siempre tiempo lo que necesitaremos para que se opere en vida, individual o colectiva, una muerte y un renacimiento.
Nada que no nazca de las oscuras entrañas, de las turbias entrañas de un pueblo o un ser, puede alcanzar, tras su padecimiento, el fulgor incandescente de la inminente aurora, y su anhelo cumplido tras la sed.

Es ésta la sabiduría olvidada que late encerrada, como Antígona en su tumba, en el corazón de la tragedia griega, la que Nietzsche y María Zambrano –cada cual a su modo– intentaron rescatar, arrastrando a la razón desapegada, como ella nos dice, al humus de la tierra.
Encaramados en un limbo prístino, saturado de razonamientos, la nostalgia de la tierra no cesó de aumentar y, con ella, el espíritu trágico, llamado sentimiento trágico de la vida por Miguel de Unamuno, razón poética por María y, por Nietzsche, Dionisos redentor.
No es liberado dicho espíritu por el conocimiento inductivo. Se libera, más bien, por un lacerante padecimiento y una excelsa piedad, que abraza a la vida en la más cruel y bondadosa experiencia, o sea, más allá del bien y del mal.

Parecería, con lo enunciado hace un momento, que me fui alejando un tanto del cometido que me propuse. No sería así si, en todo lo anteriormente dicho, incluimos a un sujeto que porta en sus hombros todo el peso que las palabras pronunciadas intentaron dilucidar. Un sujeto, más que activo, pasivo, que padece, que en silencio ha padecido todo el desgarro de una buena nueva o una anunciación, que corría el riesgo de que nunca viera la luz o naciera, que no llegara nunca el día de alumbrar lo que en su seno se gestó, alado e indescifrable como el ala de una mariposa o la trama de una malla vista al trasluz, algo, en fin, que aguardaba su develamiento.

El rostro erosionado de la Esfinge yace sumido en medio del desierto.
Su débil voz se confunde con el viento, en leves susurros, tristes lamentos, en gemidos, que ningún ser vivo puede escuchar.
¡Quién sabe si sepultada en la arena desolada la escuchan los muertos!
Sin embargo, sé que es ella la que guarda el secreto que intento descifrar, y que sólo ella, en esta hora incierta, podrá con su voz acudir en mi auxilio. Tendré, pues, que agudizar el oído para distinguir su susurro del silbido del viento, de su silbido ululador, para develar, de ese modo, el esquivo secreto que yace escondido, el enigmático destino que me puso en trance de muerte o de fusión, unificando todo aquello que en mi ser andaba disperso, escindido y confundido antes de la anunciación, de la irrupción en mi vida de lo que, por llamarlo de algún modo, denomino espíritu trágico, por su participación directa con el numen sagrado de la tragedia griega, y que en la esfera del islam y el cristianismo sólo podría relacionarlo con la visita de un ángel, es decir, con una anunciación.

Sí, la Esfinge dormida yace sumida en el más torvo silencio.
Ningún ser vivo escucha su voz.
¡Quién sabe si sepultada en la arena del desierto la escuchan los muertos!
Sin embargo, hace algún tiempo, creí escuchar el eco de su débil voz. La llegada inesperada de un desconocido bastó para percibir su sonido y para que la vieja sed, que antes me embargaba, se colmase inesperadamente acallando su fervor. Fue después de su partida cuando pude deducir que fueron apenas dos días lo que ese desconocido permaneció a mi lado. Las horas que pasamos juntos no veo manera de que el tiempo que nos rige pueda albergarlas dentro de su ser, si es que algún ser puede poseer el tiempo. Sencillamente, lo vivido aquellos dos días, por llamarlo de algún modo, estaba desligado de cualquier medida temporal –fueran horas, meses o años–, y sentí en mis adentros que ambos vivimos más allá de su curso deletéreo, fuera y dentro, en una especie de eternidad.
Tengo que decir, sin reparo alguno, que aquel extraño ser, además de tener rostro y cuerpo humanos, poseía además fecha y lugar de nacimiento, y que advertí que era un ángel sólo después de haber dormido con él o, quizá, dormidos, un ángel se infiltró en su cuerpo… ¿o fue en el mío tal vez?
Creo que algo misterioso sucedió en el sueño. Algo que no recuerdo en absoluto y que, al despertar, me situó en las lindes de un reino mucho más vasto, que aquel que a diario percibimos y llamamos realidad.
¿Qué pudo suceder en aquel sueño para que, aún hoy, al cabo de varios años, el sopor de su influjo me persiga?
No sé si algún día podré responder a esta cuestión.
Hoy sigo aún sin poder hacerlo.

Sólo cuando Zambrano, mi precioso gato negro, duerme conmigo siento que la nueva y vieja sed, por unas horas, se apacigua, porque, una vez que el visitante partió, la sed referida no paró de manifestarse. A veces olvidada, otras acrecida, otras amortiguada a causa de mi postración.
Extraña situación la de aquel que vive bajo el influjo de un sueño del que no guarda memoria, que hirió su mirada y, tiritando de frío, lo puso del revés o, más bien –seré claro con lo que digo– lo puso al descubierto, sintiendo que se desgarraba y hacía añicos en el instante preciso en el que él partió. Sintió como si le arrancaran algo de sí mismo, algo tan íntimo que el yo y el tú dejaron de existir, dejaron de ser algo diverso. Era un solo corazón el suyo y el mío y, en su cálido receptáculo, como moradas contiguas, una sola llama no cesaba de arder. Era un incendio, un incendio gigantesco que, de pies a cabeza, me inflamaba por entero y del que sólo por la acuciante intervención de la palabra pude sobrevivir. De mí sólo hubiera quedado la presencia macilenta de un tronco reseco. En montón de cenizas me habría convertido de súbito si, en mi auxilio, la palabra no hubiera acudido para aliviar mi aflicción. En la noche y el día ella me consolaba. Era el delicado ungüento que lavaba mis heridas y devolvía a mi alma una cierta lucidez. Un género de lucidez que, hasta aquél entonces, con esa intensidad, no había conocido, porque era claro que no era yo el que vertía sobre el papel las palabras que danzaban entre los dedos de mis manos, el que escribía aquellas palabras que iban y venían en continua procesión. Era un ser desconocido (tanto o más que el visitante inesperado), que en pocas ocasiones pude percibir, y que, esta vez, después de aquel sueño soporífero, derramó sobre mí su gracia alada, su amor profundo, su compasión.
Sentí que se albergaba en lo más profundo del pecho, y que sin verlo o escucharlo siempre estuvo ahí, oculto en mi interior. Tal vez era el daimon del que hablaban los griegos, o un yo muy profundo que, para escucharlo, es necesario sumergirse dentro, muy dentro del ser.
Recordé que en alguna otra ocasión ese daimon o yo profundo me habló quedamente al oído como en secreto, pero llegó como una ráfaga de viento que, aislada, apareció y desapareció, sin dejar apenas rastro de su venero.
Eso al menos es lo que creí, porque siendo evidente que no era la primera vez que lo escuchaba y que, cuando así ocurrió, me mantuvo en vilo semanas dilatadas y hasta meses enteros, en esta ocasión, se manifestó con tal magnificencia, que creí que me hablaba, claramente, por primera vez.
Leía lo que mi mano escribía, y las lágrimas brotaban. Seguía leyendo, y ojos y mejillas se inundaban de sal. Era tanto el amor que del desconocido emanaba, que me traía el recuerdo del Ser Supremo, del Alma Mater, el Uno inasible o qué sé yo.
Me derretía como blanda cera en el calor de su llama, hablaba con voz queda al centro del corazón, y hubiera dicho que de un encantamiento o hechizo se trataba, si tal amor no lo hubiera sentido de un modo tan directo e intenso.
Es la compasión, el amor compasivo la prueba verídica de que un ser benévolo nos habla, el amor y el sentirnos uno con la totalidad, con todo aquello que, a diestra o siniestra, arriba o abajo, a su sombra se delata, adquiere brillo y firmeza y no cesa de fulgurar.

Un candelabro de siete brazos ilumina las estancias de las siete moradas. Siete centros iluminados por un solo fulgor, que no disminuye o se agranda de forma fortuita o desmesurada. Templada permanece la llama brillando en todo su esplendor, que es dulce, y tierna, y suave, a veces, como brisa de mayo.
Es un mayo sempiterno que florece en las nupcias de la dulce estación, donde el frío y la helada no encuentran cabida, no hallan espacio. La nieve sí, por su blancor. La nieve que divisamos en torno al hogar tras el cristal de la ventana. La nieve blanca, la nieve pura, aquella que, en invierno, al ángel desaparecido y a sus dichas sosegadas les proporciona un altar, a su inocencia albar, a su candor infinito, a los innumerables nombres de Alá, que yacen con él en su almohada y su profeta elegido.

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Me encontraba abatido con la celebración de fin de año, que resultó ser nefasta, como ninguna otra en mi vida, si no recuerdo mal. No viene al caso explicar el porqué. Señalaré sólo que el primer día del año 2007 me encontraba triste y abatido por un intenso y profundo malestar interno.
Me digo a veces que, sin tener conciencia de ello, veladamente, el alter ego que nos asiste supiera del arribo de aquel acontecimiento, de la venida de aquel ángel que portaba en sus manos las albricias presentidas de una nueva anunciación. La gestación de El Jardín de los milagros, sin duda, la propiciaría. Tras comulgar con el alma de un fallecido, era obvio que debería hacerlo con el alma de un ser viviente, de un ser, alentado por el tiempo, vivo como yo. Debería consumarse una vez más, como es habitual, la irrevocable ley causa-efecto, para que la balanza se equilibrara y su cometido se cumpliese.

Sí, algo en mí sabría de la venida de ese ángel, que vino a constatar, en el centro de mi corazón, lo que ya estaba implícito y manifiesto en el papel y el lienzo: una apertura del ser o, mejor, un abismarse en sus adentros, porque los subterfugios que antes de ese suceso me ampararon dejaron de ser válidos.
El amor fue el agente que ocasionó el derrumbamiento del tiempo sucesivo y homogéneo, del tiempo que mantenía la vida escindida, con tabiques y muros de por medio, sin posible vía de absolución. Era consciente de la discordia, la virulenta desunión entre ángel y animal, mito y realidad, sexo y espíritu. Si algo me fascinó, en mi primera juventud, de la película que más marcó mi vida fue la lucha fraticida con su doble, que Clementi encarnó en ese film que, en contraste con su aparición, era tan banal como la propia vida que hoy padecemos o, más bien –sería más acertado decir–, que ciertos seres padecen, porque la inmensa mayoría la viven, parasitariamente, sin tener conciencia de esa discordia o virulenta desunión, ignorando lo que en aquéllos se puede convertir en una obsesión mortífera, si no es conducida adecuadamente (como fue el caso de Clementi en el rol que interpretó), y que, sin embargo, no deja de ser el germen fecundo de la transformación subsiguiente, la llave maestra que nos permitirá el acceso a la unidad del Amor si, por fortuna, nos es concedido y la gracia, por su parte, comparece.

Sí, era consciente de que la palabra y la imagen no bastaban, que el diálogo con el alma de un fallecido no bastaba, que era necesario entablar un diálogo con la vida, con un semejante, vivo como yo, ya fuera en medio de la naturaleza o en las calles y plazas de una ciudad amurallada, ya que la dicotomía ciudad-naturaleza debía ser superada, porque parecía haber entrado ya en fase de disolución.
Aquello de extremado distanciamiento = a fusión plena, en el tiempo disperso, el espacio ilimitado, en la leyenda innombrable, aquello ya no era un camino, ni siquiera un sendero por el que poder transitar, mientras la realidad, por su parte, me lo permitiera. El apartamiento, la huida al seno de la naturaleza no bastaba, por mucho que sus bosques y montañas me abrazaran y en su cálido regazo me sintiera feliz. Me faltaban, más bien, los brazos hechos a escala humana que me estrecharan, el pecho de un semejante que, en mi pecho, lo pudiera albergar, para sentir cómo el latido de nuestros corazones en un solo ritmo se acompasaba.

La herida provocada por las muertes de Jordi y María Antonia se cerró o, al menos, debería estar cerrada, habida cuenta de que hacía ya muchos años que partieron, y yo permanecía aún aquí, atado a los lazos de la vida que, en más de una ocasión, hubiese querido deshacer con mis manos.
Al menos, al volver de Brasil, tuve la suerte de encontrar un medio con el que ganarme la vida. Dar clases de pintura, en talleres municipales y privados, ha sido la actividad que me dio la posibilidad de subsistir. Es una actividad como hecha a mi medida, pues me ha permitido mantenerme a flote todos estos años, dejándome el tiempo suficiente para dedicarlo a pintar y escribir, cuando esa necesidad se hacía apremiante. Y, sobre todo, me dio la libertad necesaria para implicarme, en su justa medida, con un medio político y económico con el que no me identifico, ni abogo tampoco su forma de proceder.

Concluida la aventura brasileña, me deslicé por la pendiente de una cierta apatía. Quedó patente, después de permanecer casi un año en Brasil, que lo que iba buscando allí no podría encontrarlo en parte alguna de la Tierra. Esa prolongación del mundo que viví en mi infancia y que, en Río Branco y sus alrededores, creí corroborar, en mi segundo viaje a tierras brasileñas resultó ser una ingenua nadería, un espejismo que, de antemano, ciertamente, ya estaba implícito en mí, pues toda regresión a un mundo mítico o arcaico es de por sí paradójica. En mi caso la asociaba con mi niñez, con los veranos que pasé en la granja de mis padres, inmerso plácidamente en el seno de un medio natural, una naturaleza que me acogía en sus brazos como pueden hacerlo los brazos de una madre, sintiéndome parte de una armonía perfecta, de la que mi ser diminuto, mi alma de infante era un acorde más.
Cuando he hablado con mi madre de esos veranos, para mí tan entrañables, me sorprendió que, por su parte, hablara de ellos como los años más duros e infelices que vivió. Entre su visión y la mía podríamos ver las dos tendencias contrapuestas entre las que se debate, oscilando, el corazón humano, la eterna disputa entre Locke y Rousseau, en la que se presupone o no el extravío de un paraíso perdido y nunca hallado.
Acepto que mi mirada, como la de tantos otros seres tocados, en mayor o menor medida, por el halo de la poesía, es una prolongación heredada del romanticismo, en lucha abierta con un desaprensivo medio social, contrapuesto ciegamente a la naturaleza, con la que el alma romántica anhela fundirse.
Es esa la gran dicotomía que toda regresión, individual o colectiva, a un ciclo evolutivo pretérito conlleva: exaltamos su lado positivo, sin ver, en nuestra ceguera, su lado oscuro y su negatividad. Y es ese lado oscuro y negativo el que, precisamente, la historia, con su quehacer, se encarga de ir corrigiendo, por desgracia superándolo a menudo a costa del lado positivo del ciclo anterior. Es eso, ni más ni menos, lo que el resurgir de la conciencia filosófica hizo con el viejo padecer de la tragedia griega: relegarla a un lado, con sus luces y sombras, para que la conciencia despierta brillara con su más claro fulgor.
No creo, sin embargo, que exista una verdadera evolución, en el plano individual o en el de una cultura cualquiera, si no integramos todo aquello que se arrojó a la sombra porque no se sabía muy bien qué hacer con él.
El éxtasis místico y el delirio poético, a menudo, son vías de integración mucho más eficaces –al ser experimentados y padecidos por un sujeto–, que el conocimiento abstracto u objetivo que fraguaron la filosofía y la ciencia, y que, descartándolos como ilusorios, no los tuvieron en consideración.

Brasil es un calidoscopio donde la sofisticación más extrema y los arcaísmos más genuinos se conjugan, no siempre armoniosamente. Las desigualdades sociales son una lacra que arrastra, como cualquier otro país del área geográfica donde se encuentra, con Chile, tal vez, como única excepción y, en ciertos aspectos, puede que también Argentina.
Como China e India, Brasil, al ser un país inmenso y muy poblado, se encuentra como aquéllas dentro de las llamadas economías emergentes. A más población, más producción. Extraño canon por el que se rigen las estadísticas, sin tener en cuenta los miles, millones de personas que, en condiciones infrahumanas, viven en su territorio por debajo de la pobreza, y sin hablar, claro, de las pésimas condiciones laborales que padece gran parte de la población, en vías siempre de alcanzar un grado más elevado de productividad y competencia.
Así, un inadaptado como yo, pocas posibilidades laborales iba a encontrar en un país como Brasil para ganarme la vida. Vivía en mí la flagrante contradicción de aferrarme a las conquistas laborales y sociales que países más estructurados habían conseguido, y el anhelo de vivir en un medio donde la naturaleza desplegara aún sus fastos con una cierta entereza, un medio menos deshumanizado y saturado aún de aura poética, cosa ésta tan fundamental para mi nutrición.
Cuando viajé por segunda vez a Brasil, me fui con la idea de abrirme un hueco en ese inmenso territorio, una brecha que me permitiera, por un lado, subsistir, y, por otro, seguir pintando y escribiendo, tareas que he creído, hasta ahora, imprescindibles para mi vida interior, y que las pongo en práctica sólo como vías de conocimiento –diría incluso que de absolución–, y no como medios idóneos de subsistencia.
Los años pasados en Barcelona me abrieron los ojos para aclararme y ver las muchas concesiones que es preciso secundar para poder abrirse un hueco en el vilipendiado mundo del arte. Mi estómago era extremadamente delicado para digerirlas así, sin ton ni son, ignorando los efectos nocivos que podrían ocasionar más tarde.

Decía que, una vez concluida la aventura brasileña, me acuné en el regazo de cierta apatía o, tal vez, sería más acertado decir de una estoica resignación. Recuerdo que el estoicismo de Séneca y Marco Aurelio, sin haberlos leído todavía, me atrajeron en mi juventud enormemente. Leyendo, años más tarde, a María Zambrano me sorprendió la alusión que hace, en algunos de sus escritos, a la vieja religión que, enmascarada por el catolicismo, mantuvo su vigencia en el territorio de la Península Ibérica o, al menos, en ciertas latitudes del territorio español. Nos dice la autora, con la lucidez que la caracteriza, que tanto el catolicismo como el realismo y materialismo hispanos son muy diversos del catolicismo y realismo que en Europa se fraguó (claro, habría que añadir del catolicismo heterodoxo y no del instituido por la monarquía y el clero, tanto o peor que aquél). Sólamente necesitamos volver los ojos a algunas de las obras más representativas de la literatura, la pintura y poesía españolas, para darnos cuenta de esa acertación. De Velázquez a Cervantes, de Zurbarán a Murillo o a los poemas de San Juan de la Cruz –tan plagados, en su desnudez, de referencias constantes a la naturaleza–, late un realismo metafísico, místico, incluso, se podría decir (muy claro en San Juan, pero también en los demás, aunque no nos resulte tan evidente), que no se aleja de lo sensorial e incluye a la materia como parte integrante del espíritu, asumiéndola en su seno sin deje alguno de contraposición.
Santa Teresa, cuando en uno de sus arrebatos vino a decir algo así como que Dios andaba entre las cacerolas y pucheros que hervían, no se refería a otra cosa sino a lo que acabamos de aducir. Los alumbrados que, en su siglo, emergieron en diversos rincones de España, esos alumbrados, de los que ella misma se nutrió, entreabren una puerta para comprender cómo el sufismo, la mística musulmana seguía estando viva, siglos después de la Reconquista, en tierras hispanas, y su propio misticismo y el de San Juan muy probablemente bebieron en sus fuentes, pues no es comprensible, como Asín Palacios apunta, que surgiera en Castilla una mística tan elevada, sin antecedentes históricos que la avalaran y a los que se pudiera remitir.
Esa religión, de la que María Zambrano nos habla, se habría mantenido viva (tal vez desde tiempos de Argantonio) de forma subterránea, y su vinculación con el estoicismo –no precisamente histórico– parece medular. ¿Quién sabe si el particular estoicismo de Séneca no estaba ya implícito, antes de partir a Roma, en su actitud vital, gestada por el aire y la tierra de Córdoba?
Esa vía subterránea, heterodoxa, de inequívoca raíz oriental ¿hace referencia a algo cultural o geográfico? ¿Es posible que seres sensitivos, de almas porosas, reciban el influjo de algo que vaga por el aire o por las lindes de un territorio, propagado como un magma casi a ras de tierra?
Ese algo, sin duda, es algo depositado, como un hálito en una urna, por nuestros ancestros, algo que cambia sin cambiar de verdad, como las ropas diversas que, en cada estación, cubren un cuerpo no dejan de cubrir, mientras pasa, el mismo cuerpo de ayer.

Podría tratarse de los genios del lugar, esos genius loci que se ocultan en sustratos cada vez más profundos del mar o de la tierra, o vagan por el aire, tan aéreos y sutiles como el perfume de una flor.
Ese algo al que aludimos ¿se engendraría con anterioridad, de manera independiente en el alma del ser humano, o es una consecuencia directa del lugar que habita, del lar donde nació?
Es ésta una pregunta que lanzo al aire y que, muy probablemente, irá a reunirse con esas huestes impalpables que pueblan la Tierra, y a la que, lógicamente, no puedo responder. Constato sin embargo en mi persona, en sucesos determinantes que me tocó en suerte vivir, que esos flujos invisibles mantienen su incorpórea presencia por los diversos ámbitos geográficos de nuestro vilipendiado planeta, cada vez más sutilmente escondidos a causa de la barbarie actual, de la colonización exhaustiva que el hombre contemporáneo, con su horrenda avaricia, hizo del espacio aéreo, marino y terrestre. Pero, sin duda, permanecerán ocultos en algún lugar, aguardando pacientemente la llegada de tiempos más favorables a su presencia.

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Ero lì,
seduto su una vecchia pietra di Ostia Antica,
guardando le farfalle che volteggiavano
sull’erba come anime incarnate secoli fa
e, oggi, si attaccano a queste pietre
come lo fa il cervo all’aria
il mare al cielo
l’uomo al cuore che venera.

Ed io ero lì,
ascoltando in silenzio l’immenso silenzio
delle vaste rovine, dell’erba e le farfalle…
ascoltando tutto quello che con loro se ne andava…
che poca cosa sono gli imperi,
le nazioni, l’ansia umana.
Nulla, veramente, se l’amore,
ogni tanto, non venisse a donarci la vita
che il potere massacra.

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Aquel día lucía el mar de Ostia un color verde pálido, similar al mar de Venecia que, dulcemente, bañan con su brisa las aguas del Adriático.
El séptimo día el mar adquirió su más bello color, muy diverso al de los últimos días, donde las aguas marinas confundían el azul de sus ondas con un gris sucio y pesado. Sí, aquel día, el mar sonrió. También a mí me hubiera gustado hacerlo. De hecho lo hice, anche si, ogni tanto, insieme al sorriso, usciva una lacrima.
Cierto que cuando recuerdo aquella golondrina petrificada en el Idroscalo de Ostia donde Pasolini sucumbió, aquel abandono de detritus esparcidos entre la hierba crecida, los juncos y las cañas, con unos desvencijados bancos, tristes y solitarios, que nadie añorará…, cuando aquel sombrío paraje vino a mi encuentro me dije melancólico: ¡qué mísero parque erguido a la memoria de un cantor!, ¡qué jardín tan triste y pesaroso!, pues da tristeza comprobar qué escuálido recuerdo rinden nuestras ciudades a sus poetas más excelsos. La gracia que los raptó no es compatible con la tediosa e insufrible vida de este mundo tan horrendo.
En nuestros días, el destino de un poeta parece que sólo pueda resolverse de manera trágica. No, ciertamente, como lo pudieron hacer en el proscenio Sófocles o Esquilo, alzando su voz para todo un pueblo, sino el trágico destino, sin eco alguno, que dentro de sí sintieron aquéllos que fueron tocados por la gracia poética.
Podrían llamarse, además de Pasolini, Shelley o Keats, Hölderlin o Nerval, Leopardi o Cernuda…, en todos ellos, junto a la gracia divina, un dolor deshumano vino a poseerlos. Demiurgos fueron de esas dos fuerzas en pugna que nuestros siglos impíos no han sabido calibrar. No han podido asumirlos porque no podían hacerlo. Sabían que eso no sería posible sin entrar, mientras tanto, en flagrante contradicción… !qué digo!, en suprema ignominia, crasa arrogancia. Porque se trata, claro, de la unidad del mito, sí, de la comunión con la totalidad, de las fuerzas más ínclitas que los númenes divinos en nuestros corazones engarzan. Sólo cuando sentimos esa comunión con la totalidad, la gracia y el mito vienen a sostenernos. El mito que no es razón especulativa, sino razón de vida y lealtad, honesta razón que al poeta lo asiste, más allá de intereses de cualquier índole, sean éstos materiales o metafísicos, vinculados a la religión o la política, a la familia o la sociedad, o a las ordalías de cualquier jerarquía o institución establecidas. Es la inocencia que se sustrae a la pesadez de ese gigantesco vagón repleto de mercancías, demandas y sumisiones consabidas, vejación, que el tedio inmisericorde de los siglos no ha hecho sino acrecentarlos. Claro está, en detrimento del mito y de la poesía, a expensas siempre de la inocencia y la lealtad, siempre a contracorriente de aquello que, en el pasado o en el presente, hizo o podrá hacer del ser humano una criatura noble y honesta. Noble porque se sabe partícipe de la totalidad y, por tanto, su situación en el universo es equitativa. Se abre y se da porque sabe que sólo así puede comulgar, pudiendo, de ese modo, sentir dentro de sí esa expansión de consciencia que lo sacará de sus límites y, de ser una diminuta partícula, devendrá inmensidad.

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Los pájaros sobrevuelan aún las ruinas de Roma con sus leves trinos. Como el amante al cuerpo amado rinden tributo a la Antigüedad. Solos o en bandadas jubilosas vuelven insistentes, una y otra vez, a las veneradas ruinas, como si fueran augures que celebran ritos entre capiteles derruidos y columnas rotas, que los hombres olvidadizos no veneran ya. Sus quehaceres actuales los mantienen encerrados en un exiguo círculo. Nada del tiempo antiguo les atañe más. Y, así, gaviotas y cornejas, entre otros pajarillos, celebran cada cual a sus anchas las nupcias ininterrumpidas con la vida sepultada de nuestros ancestros. Sólo ellos son testigos del ansia derramada sobre esas colinas que, con sus requiebros incesantes, parecen resucitar, donarles nueva vida con sus alas livianas que, a este mundo y aquél –que en su vuelo es un sólo mundo–, al aire se engarzan.

En todos ellos lo veía aparecer, en aquellas cornejas sabuesas y aquellos mirlos concienzudos, que se me acercaban graznando y picoteando los granos que, con su manto laureado, el Capitolio ofrece.
A la sombra del ciprés, entre las flores de la adelfa o las hojas del mirto, aquellos seres alados miraban con perfil hierático el llanto derramado en las mejillas, las amargas lágrimas, que mis ojos, enrojecidos, no pudieron retener.
Descendí la escalinata, fundida aún en el esplendor de Marco Aurelio mi mirada ausente. El viento matutino mi cara vino a azotar mientras, flanqueado por los dos colosos erguidos, nada ni nadie pudieron retenerme. Diligentes, mis pasos se apresuraron en pos del tiempo antiguo. Fueron hacia la era de Tiberio y Adriano y hacia el fluir consagrado del tiempo augusto. Se encaminaron impávidos hacia ese tiempo sepultado, que en aquellos corredores de fondo parecía reencarnar, con el templo de Vesta y la isla Tiberina como telón viviente, que la latinidad perdida, intacta, contemplé a su paso.

Roma posee una dimensión circular, una sugestión vibrante y expansiva, que la intrincada trama de sus calles y plazas engañan, en cierto modo, a quien la visita por primera vez. Su trazado urbano es un grandioso trompe l’oeil, donde el espacio edificado y sus puntos de fuga no poseen las dimensiones, a primera vista grandiosas, que en verdad poseen. Ningún espacio singular (y no hablo, claro, de las Termas de Caracalla o Appia Antica, sino de todos aquellos que se alzan en su centro histórico) se encuentra a una distancia desmesurada. Sus siete colinas se encabalgan, pudiéndolas recorrer a pie sin excesiva dificultad, siendo el sofocante calor estival su mayor obstáculo. Continuamente, las ruinas que yacen esparcidas por su suelo urbano, el tiempo, en el espacio, las vino a consagrar, dotándolas de una dimensión eterna y expansiva que, al adentrarnos por ellas, solapada enmudece. Sucede, entre otros espacios, con las ruinas del Teatro Marcello donde, una vez flanqueados los templos de Fortuna y Vesta y atravesar la isla Tiberina, junto al Portico d’Ottavia, nuevamente reaparece. Sin duda, esa dimensión circular, esa proximidad, que la apariencia de sus grandiosas ruinas a primera vista desmienten, es uno de los encantos más penetrantes que la Ciudad Eterna posee. Eterna por aliar espacio y temporalidad en la visión prodigiosa que capta la retina. Es esa confluencia de monumentalidad y familiaridad sostenidas, que sólo Roma, en tal grado, sabe entretejer.

De Piazza Colonna al rincón sesgado por la luz matutina en un estrecho vicolo, de Piazza de Spagna al Quirinal, donde la Fontana di Trevi brota en torrentes entre callejones rojizos, como si recorriendo un laberinto nos topáramos de súbito con una cascada estruendosa o un pletórico manantial, que halaga sin cesar la vista y el oído. Una vez que su grandeza deja de intimidar, porque su entrañable familiaridad se enternece, Roma entreabre sus brazos aquí y allá, con el gozo dulcísimo de una espaciosa plaza, el destello de una mirada o el crujir de una cornisa. Sin esperarlo, una plaza conocida antaño nos sorprende de súbito con toda la fascinación y el encanto de ayer, volviéndola a encontrar sin apenas advertírnoslo. Sucede así con ciertas plazuelas de Trastevere, con Piazza Mattei, y tantas otras que se abren en el trazado abigarrado de su casco antiguo. Cuando las buscas no las encuentras. Se ofrecen sólo cuando ellas lo quieren hacer, así, sin más, desnudas por entero y sin pudor alguno, con las fachadas inesperadas de un palacio o una iglesia, o el rumor encantado de una fuente oculta, con sus rostros surcados de arrugas que para nada disminuyen la hermosura mostrada años atrás. A borbotones, estas recoletas plazas se ofrecen como el vino que una cortesana escancia en nuestra copa, o el líquido vertido en una crátera, que el sol enrojeció, y el tiempo, por su parte, acabó destiñendo.

Ingentes multitudes de ángeles y serafines sostienen con delicadas manos basílicas e iglesias, no exentas, en gran medida, de artificiosidad, de la grandilocuencia que a la curia romana le gustó ensalzar para embaucar al vulgo. Grandilocuencia, sí, legado recibido de papas y emperadores que, repentinamente, se torna fraternal, como el pueblo simple de Roma puede serlo, con la osada belleza que sus hijos anónimos legaron a la posteridad, y que tantos artífices, que en ellos encontraron un modelo, al Arte y sus capítulos, supieron donar con sus obras.
Arquitectos y urbanistas supieron distribuir, con sagacidad suprema, la opulencia de lo monumental y el espacio íntimo, en ningún momento lo aristocrático desprecia o elude lo popular, y no digamos el clero que, en la Contrarreforma, encontró un medio eficaz para soliviantar y acercarse al pueblo.

En Roma, lo sagrado y lo profano se engarzan bajo un mismo cielo. La voz cantarina de un operario se une al gesto de una distinguida dama, que abre los postigos de una ventana de par en par, mientras el sol la invade a raudales y la ilumina por entero.
Abandono y belleza suculenta, descuido y monumentalidad, el rostro bifronte de Roma, que a nuestros ojos se ofrece, tal vez, como ninguna otra ciudad del mundo.

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De nuevo aquí, a sólo unos pasos de esa extraña Porta Magica, único vestigio de la Villa de Palombara que quedó erguido en este square, cual umbral de otro mundo custodiado por gatos.
Es cierto que es un espacio rehecho a fines del Ottocento, con restos traídos de aquí y de allá, pero no por ello es un lugar menos sugestivo y enigmático, el único rincón sugestivo, podríamos decir, de esa anodina plaza ajardinada, en el que se convirtió hoy el decimonónico y concurrido recinto de Vittorio Emanuele.
La tórrida ruina de ladrillos rojizos que se alza tras la Porta Magica, los restos de columnas y basamentos de mármol caídos a sus pies, y esos deformes demonios tallados en piedra blanca, los nanis monstruosos, semidivinidades egipcias del dios Ben, que flanquean el umbral de una puerta incrustado en la piedra lávica…, todo ello otorga a este lugar una rara impronta, colmándolo todo él de inescrutable misterio.
Los gatos de Roma no sé a qué lugar fueron a parar. Sólo vi algún que otro ejemplar vagando solitario por alguna calleja de la antigua Suburra. Sólo aquí los he visto congregados en torno a esa Puerta, retozando sobre la hierba o posados sobre el roto fuste de una columna o un capitel. Quién sabe si velan algún secreto oculto en este recinto que, sólo a ellos, se les confió, para preservarlo astutamente con sus ojos rasgados.

Los gatos son animales que me atraen desde pequeño. Me gusta mirarlos y he pasado largas horas, como delante de un fuego, perdido en su contemplación. Con uno de ellos tuve una desilusión al ir a verlo tras cambiar de aposentos, y no inmutarse lo más mínimo cuando estuve ante él. Lo llamé por su nombre y permaneció impasible, amodorrado tranquilamente en su sopor somnoliento.
He sentido, no obstante, una gran compenetración con algunos gatos que se mostraron conmigo más solícitos y cálidos que el gato aquél, especialmente con Ágata, la gata coja de Alájar, y con su hijo Onix, un precioso gatito negro al que vi crecer.
Cada tarde, al declinar el sol, salía al patio para darles de comer y disfrutar unas horas de su compañía solidaria. No hacían como los demás gatos que, una vez saciada su hambre, se encaramaban por los tejados y las tapias de las casas hasta el día siguiente, que volvería a darles de comer. Ágata y su hijo se quedaban allí, acompañados, acompañándome, hasta que llegaba la noche y lo cubría todo con su oscuro manto.

Cósima me lo dijo. Me lo dijo la querida amiga Beatrice Bontà, la maga palermitana, oscura y clara como un cisne negro, la gran conocedora de los animales que nos habitan y de los abismos en los que nos precipitan al no tener conciencia de su potestad. Porque vive hospedado un ángel y un animal en cada uno de nosotros, y es nuestro deber saber qué ángel y qué animal en nosotros se oculta. Es necesario conocerlos y dialogar con ellos para saber quienes somos y hacia dónde nos dirigimos y, de ese modo, conociéndolos, comenzar a andar.
Sí, Cósima me lo dijo. Lo constaté yo mismo al volver a releer su libro e intuir, de repente, al gato que se hospeda dentro de ti, al perezoso, astuto y dulce gato que en tu corazón habita. Lo advertí en el mismo momento que intuí qué clase de pajarillo vivía dentro de mí. Un pájaro, sí, un mirlo tal vez, uno de esos pájaros a los que les gusta revolotear siempre entre los árboles de un parque o un bosque, porque el reino vegetal y sus olores lo fascinan. El reino vegetal y todos los animales que viven en él, especialmente los gatos.

Desearía un día dar con la clave de esa mórbida y fatídica atracción. Fatídica porque, evidentemente, el gato se come al pájaro; mórbida porque un ser dotado de alas tendría que hacer uso de ellas y alzar el vuelo hacia regiones más abiertas y sutiles, y no merodear incesantemente, con sus cortos vuelos, entre otros animales exentos de alas, para inquirir con las suyas el mundo que sus ojos divisan y los otros no pueden ver. Es el aire el único destino de un pájaro solitario, su único y fiel compañero.
En el proceso evolutivo actual, entre un gato y un pájaro no puede existir una relación de equidad, de armoniosa disposición a estar juntos. Uno se come al otro porque es ley de vida, al menos de la vida en el plano evolutivo actual, que nos sostiene y nos afianza y nos concede lo necesario para poder transitar.
En tanto en cuanto el mundo sea el que es, tendríamos que conocer al animal que nos habita y aquél que palpita en los seres con los que nos relacionamos, con aquéllos por los que sentimos una irrefrenable atracción.

He pensado a veces en el terror que sentiría si un cocodrilo me engullese, en el pánico que me asaltaría al sentir sus horribles fauces clavadas en mi piel, mientras me hunde, con sus ojos fijos y poliédricos, en la cenagosa profundidad y el lodo de un río. Pensar en ello me encrespa la piel. Me pone el vello y los cabellos de punta. No puedo imaginar nada más cruel, más nauseabundo y horroroso.
Sin embargo, imaginarme entre las fauces de un felino es para mi elucubración mental más soportable. No siento el pánico y el escalofrío que sentiría si fuese comido por ese horrible reptil o, al menos, no en la misma medida. La calidez de un felino no la siento tan desesperante. Así, puesto a ser comido, preferiría que me comiese un león o un leopardo, un lince o un gato montés tal vez, o, andando por casa, un simple gato apuesto y comedido.
Me gustan los gatos porque los hombres no han podido domesticar, como hicieron con los perros, su instinto selvático. Me tendría que preguntar porqué un cocodrilo o una serpiente, claramente más salvajes, provocan en mi ánimo tal repulsión. Entre la atracción y la repulsión se encuentra el punto inescrutable que, sin duda, debe estar relacionado con la afectividad y la libido, con la tierna calidez del afecto y la fría pasión del goce más soez, ambas, no obstante, subyugándonos ciegamente con sus férreos lazos.

En este jardín, como en otros parques romanos, africanos y pakistaníes yacen en sus bancos o en la hierba maltrecha como animales a los que les es grato sentir la luz del ocaso caer sobre sus nucas. De sus cuerpos emana un olor penetrante que, a la sazón, las pieles blancas nos parecen insípidas. El animal que habita en ellos se siente liberado sin reja alguna que lo pueda coaccionar. Respira por sus poros. Emana por su piel. En sus ojos oscuros sentimos cómo su animal se siente a gusto dentro de sus cuerpos. Su animal y, en ciertas ocasiones, su ángel también, pues son más conscientes del ángel y del animal que en ellos se oculta.
Con nuestras mentes entumecidas sólo damos rienda suelta al encadenado fluir de la racionalidad, de la razón pragmática y la lógica especulativa. Esto nos impide dialogar abiertamente con nuestro ángel y nuestro animal que, aunque no lo creamos, en cada uno de nosotros viven palpitando.

No es extraño ver al atardecer deambular por los parques romanos oriundos de Asia, África o Sudamérica. Su despreocupada naturalidad reclama, incesantemente, la cercanía de las frondas, de los árboles, la proximidad latente del reino vegetal. El aroma de las frondosidades torna su propio olor más dulce y persuasivo. Ambos se conjugan, se sienten mejor dentro de ellos mismos cuando un trozo de naturaleza los puede acoger, los puede hospedar, estrechar suavemente con la fragancia de sus hojas y el roce de sus ramas, con sus frondas arreboladas y la hierba que pisan… y las voces de los niños que por ella se solazan saltando y jugando, sin preocupación alguna, por aquí y por allá.
Para nosotros, occidentales, el concepto de libertad es egóico y exclusivo. Para ellos es participativo y expansivo y consapevolente, a cada momento, de los lazos que los unen al orbe natural. En nosotros, animales irresueltos, un hondo latido siente añoranza de la selva, del desierto, del eco insondable de los valles y los tumultos del mar. Algo en nosotros clama al cielo. Sentimos nostalgia del fuego ígneo y del calor del hogar, que la edad adulta de las ciudades arrebató a la infancia, que las civilizaciones, alzadas por los hombres, arrancaron al orbe natural, a nuestra animalidad, al edén, a nuestro instinto.

Todo imperio es una negación del animal que nos habita y que, al sentirse enjaulado, jadea y vocifera en las gradas de los Circos, ávidos de sangre, en el Coliseo, en el lupanar.
Todo imperio es una negación de la animalidad, del ángel ofendido que nos guía, una negación que se afirma, siempre, a costa y a través de las razas oprimidas, de los recursos de la naturaleza, del éter primordial.
Todo imperio, meramente humano, es una deslealtad. Pero existen o, más bien, han existido imperios e imperios. El romano, como el actual, sucumbió por absurda sed de poder, por avaricia y necedad, y por falta de escrúpulos.
Hoy, por los parques de Roma, como por los parques de todo el orbe occidental, la animalidad reprimida escampa a sus anchas, y el ángel aguarda el momento preciso para hacerse notar.

Claro, se podrá objetar que los pulmones de esos pobres contertulios, después de pasar el día tratando de vender algún abalorio por las calles más transitadas, anhelan un aire más saludable que aquél que se respira en el angosto cubil que tan hoscamente los hacina. Ellos dirán que, para que los ampare un techo miserable, es mejor respirar, a pulmón abierto, el cielo despejado que les ofrece la cúpula nocturna o los efluvios del sol. Otros, en fin, vendrán a decir que es cuestión de años para que su instinto salvaje se torne burgués y pusilánime y puedan reprimirlo.
Se podría objetar, también, todo lo contrario. El burgués necesita del bárbaro o el salvaje para ser burgués. Necesita de los excedentes acumulados y los excesos socavados a la naturaleza. Los necesita para poder aplacar su sed de comodidad y confort y su abyecta molicie. Cuando esa absurda sed comience a pudrirse siempre habrá un salvaje que devore, con sus dulces labios, el fruto ajado que está a punto de caer por tierra. El bárbaro y el salvaje son el abono, el mantillo que vuelve a nutrir la tierra exhausta por los abusos y detritus del mal burgués.
En conclusión, todas esas pompas de jabón, que los hombres, con sus civilizaciones, esparcen por el aire, vuelven desintegradas al seno de la tierra.

El gato que, a simple vista, podría parecer un acólito burgués es, en el fondo, un salvaje aristocrático. Vive de los tributos que le rinden sus súbditos y, sólo cuando se encuentra en apuros, echa mano de su instinto salvaje, cazando de un zarpazo un inocente pajarillo o un tierno roedor. Pero, en verdad, –y es esto lo que mantiene incólume su instinto selvático– nada reviste mayor importancia para él que vivir, ociosamente, los instantes que pasan. No posterga, no acumula, simplemente vive el instante presente como si cada instante fuera la misma eternidad. Y, en verdad, no se equivoca. Esa percepción del tiempo que siente en su sangre lo hace portador de una profunda capacidad de mediumnidad. Quién sabe si, tal vez por ello, los egipcios – ese pueblo obsesionado con el tiempo y la muerte– concedieron a los gatos un poder sobrenatural, deviniendo con ellos animales sagrados, animales que, como la Esfinge, poseen la facultad de descifrar oráculos, predecir el futuro, presagiar una muerte inminente o un cambio radical.

Y, así, me pregunto ahora, con tu repentino arribo, qué oráculo irresuelto viniste a descifrar, qué viniste a aclarar, sin tú saberlo, a este pájaro solitario, portando en tus ojos un rocío desconocido cuyo brillo me sobrepasó.
Qué viniste a decirle a este pajarillo, que andaba distraído entre las ramas de los árboles, distraído y enternecido y sin tener ganas de volar, de desplegar sus inquietas alas por el cielo abierto, conmovido como estaba por la flexibilidad y el paso audaz de las crías de los felinos, por la sagacidad de esos gatos que lo colmaban de dulzura, gratificando con su presencia henchida su anhelo de afectividad, propagando por su pecho una llama incandescente que lo inflamaba por entero, lo inquietaba, lo abrasaba, lo oprimía.
Sí, un pájaro que no tenía ganas de volar –con las alas tan preciosas que le han sido concedidas–, ni de abandonar la exuberante floresta sin volver atrás sus ojos, y sin que la nostalgia de sus criaturas, su olor y su dulzura lo aturdieran.
Era eso lo que tú y esa Porta Magica me susurrabais al oído, instándome con vuestras admoniciones a atravesar el umbral, a convertir la materia vil en oro puro, y restituirle a la Esfinge ofendida las plúmbeas alas del pájaro y las magníficas zarpas del león sagaz..., a restituir al fin, al ave y al felino, en un solo lar, un solo aliento, un cuerpo solo, que por la tierra arrastra su cola entumecida.

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Lo más significativo de la civilización romana, como, por otro lado, de cualquier otra civilización, no es el imperio que consolidó, una vez establecidos sus cimientos, sino el humilde y pastoril origen que ocasionó su esplendor.
Origen es sinónimo de pureza, inocencia, generosidad, y sólo el poeta y el pastor, el profeta o el místico son dignos de esas cualidades. Todos ellos son unitivos, primigenios, solares..., inocentes pues. Son los testigos oculares de la perdida Edad de Oro, cuya pureza y simplicidad continuamente nos recuerdan. Ellos son los dadores, los consoladores, los que redimen nuestras ansias. Ellos son los puros que alivian nuestros dolores y conceden alas a nuestra aflicción. Por su fusión con la esencia, son parte del éter mismo. Son, forman parte de la quintaesencia, que a través del aire, del agua, del fuego y de la tierra, ayudan a engendrar todo lo visible, fundan ciudades, conciben una civilización, portadores son, como la sibila de Cuma, del fuego divino, que por la Tierra y sus criaturas tanto amor sienten y, a través de ellos, se nos da.

El exhausto prosaísmo de toda decadencia entumece el alma y la reseca y, así, en esas turbulentas eras, a los seres humanos ni siquiera les es posible concebir, con sus mentes entumecidas, la transparencia del origen… ¡tan confusos y perdidos están! No pueden beber las aguas de la fuente primigenia porque no tienen sed de amor ni ansias de infinito. A lo más que aspiran es a ver y a tocar, a lo meramente sensorial, creyendo así que el mundo ha sido y será siempre materia inerte, que el ser humano doblega para su propia satisfacción y provecho. Craso error que no vale la pena ni rebatirlo. Cuando se les habla a los seres de esas turbulentas eras –y la nuestra lo es en grado sumo– del origen de su civilización, de sus ciudades y ancestros, sólo encuentran palabras para afirmar lo ingenuos y fantasiosos que eran nuestros antepasados, una vez superada la rudeza y el primitivismo de la Prehistoria. Remiten al espíritu que la engendró al ámbito o la esfera de la poesía, la fantasía y la leyenda. Olvidan así que el espíritu no es especulación mental, ensoñación, frustración humana versus lo divino. El espíritu es la esencia de la vida, de todo ser, de toda concepción. Es la comunión que, entre otras cosas, nos permite estar vivos, y es, además, la fuerza originaria que propicia el milagro. Porque, antes del prosaísmo y la decadencia, el milagro existía, aún existe, nunca dejará de existir.

El pastor, el poeta y el místico se sirven del mito porque, al comprender que es la lengua con la que las divinidades nos hablan, en el hueco resonante de su pecho le dan cabida. Sólo en el puro vacío y el puro silencio de la contemplación la voz divina puede escucharse. Para ello es necesario poseer un oído agudísimo, y al pastor, al poeta y al místico se les concedió ese don, pudiendo, de ese modo, escuchar la divina voz, a través del mito y sus símbolos.

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Recorrí esta mañana de un extremo a otro Via Margutta, hasta que el número 33, marcado nítidamente en una tesela de mármol, me saludó. Se alzaba ante mí una casa de tres plantas de color siena amarillento, a la que una verde hiedra, que trepaba por sus muros, concedía a su deslucida fachada un fresco candor.
El arco de la puerta abierta permitió que viera la escalera que, en pronunciada pendiente, conducía a un jardín oculto. De repente vi ante el verde translúcido los pies de unos muchachos, que aparecieron diligentes allá arriba en el tornasol, portando consigo un bidón de escombros que se disponían a bajarlo, a descender con él, en el preciso instante que yo me disponía a subir la escalera poniendo un pie en el primer escalón.
Por ella ascendí, dando a los rubicundos muchachos las buenas tardes, hasta encontrarme en un recinto que ante mí se desplegó, colmado, hasta donde alcanzaba mi vista, de vegetación verdeante. Adelfas, palmas y buganvillas, ungidas por un tierno sol, compartían aquella penumbra con las grandes hojas de una higuera enorme, que cubrían casi por entero la totalidad de un pequeño giardino. En los patios adyacentes, unas escaleras con barandas metálicas ascendían, caprichosamente, a las terrazas y corredores de la planta superior.

Al contemplar ese oasis de verdura comprendí cómo árboles y plantas acompañan tu vida, quedamente, en lenta procesión. Recordé la plaza arbolada que se abre ante los balcones de tu casa en Sevilla, y los setos de adelfas que florecen en el jardín, por el que cada tarde a solas te adentras, absorta en ti misma. Porque la antigua Hispalis alzó la cabeza y no mira ya a los ojos con los tiernos ojos que antaño nos miró. No lo hace con la dulce sonrisa que aún palpita en los labios de un napolitano, ni con su mirada cercana ni su gesto acogedor.
Sí, la antigua Hispalis alzó la cabeza y frunció el ceño. Alzó la cabeza y, sin pestañear un segundo, su alma vendió, olvidando, mientras tanto, la honesta dulzura y el gesto antiguo. Alzaron el vuelo la calidez y la ternura, y los antiguos gestos, que a los ancestros nos uncían, se fueron con ellas sin decir ni adiós. Volaron a rincones escondidos por sierras y campiñas, a los bosques que aún perduran, y a las dehesas donde las cigüeñas anidan, al amparo de un invierno más alentador. Así, sin los antiguos númenes que al aire nos uncían, desapareció de Andalucía la vieja sabiduría y el antiguo esplendor.

La vida en la Ciudad Eterna se muestra, si cabe, aún más deprimente. Ni un rescoldo crepita de aquellos años sesenta, de aquel delirio, de aquella unción. El más burdo centurión se tragó a la inspiración y a la utopía maltrecha. De Clementi o Pasolini ni el rastro de un rastro en su seno se alzó. Ni tan siquiera una huella olvidada en una triste esquina, en una plaza solitaria, en la ladera de una colina que vemos al pasar… En el Idroscalo alzaron una golondrina en homenaje al poeta, un esbozo de jardín con unos bancos desvencijados, donde la agreste hierba se prodiga, y el abandono más atroz.
En Roma todo se precipita, el tiempo se acelera, aceleran los coches y la eternidad ya no es eterna ni por asomo ni por azar. La creatividad y efervescente vitalidad, que vivió hace unas décadas, es ya sólo historia, antigua historia que se adhirió, como una costra más, a los macilentos despojos de las viejas ruinas, historia, que sólo en las páginas de un libro podemos hoy reencontrar, en los anales de Cinecittà o en los fotogramas de un film de autor o neorrealista.
La cultura en Italia, como en cualquier otro lugar, se institucionalizó. Duerme a la sombra de la Institución, como duerme la poesía, exiliada y cautiva, a la sombra del limbo.
Da tristeza contemplar tal desolación, contemplar desde la vacía casa de Keats las muchedumbres que se afanan, saturando la escalinata de Piazza de Spagna, la cima del Pincio y todo el consternado abandono que, pusilánime y oscuro, yace a sus pies, como si nada del antiguo esplendor pudiera elevarse ni a la mediana altura del obelisco.
En Piazza del Popolo sólo queda el claro-oscuro en esos cuerpos desnudos que Caravaggio pintó, la cruda desnudez que desgarra las prendas asumidas con tanta insolencia, las prebendas, subterfugios y chantajes que la desnudez sofocó, para que escampe a sus anchas la presunción y la negligencia, la indolencia en la que Roma e Italia se sumen, sin hálito alguno de vieja poesía, de antigua sabiduría, de venerado amor.

La vida de un ser humano pasa en un segundo, como las flores que se agostan tras la dulce estación. Se agostarán también, con esas flores, estos tiempos funestos, esta apatía, este estupor. Volverá, Cósima, en estos lares, a reinar la poesía. Volverán un día a reinar la poesía y el amor. Lo harán con la misma bondad que Al-Mutamid, el rey-poeta, lo hizo en Sevilla, como Dante o Petrarca lo hicieron o, en su Eneida, lo hizo Virgilio, atento el oído a lo que la Sibila le dictó.
Tanta estulticia, usura y desengaño no pueden durar mucho tiempo. No soportan ya los ojos tanta reserva y aflicción.

Esta mañana vi la casa que, hace años, a ti y a Toby os hospedó entre sus muros. Querría que estas palabras pudieran colmar esa casa con mi presencia, que la colmaran de algo parecido al viejo amor que os unió, para ofrecerte a mi vuelta toda la ventura que a mí me ha ofrecido, todo el candor que, a tu niñez palermitana, le ofrecieron esta hermosa higuera y estas adelfas.

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Me veo allí, sentado en una piedra al borde de Appia Antica, a la sombra de aquellos cipreses a los que el viento susurraba no sé qué canción estival, qué campestre musiquilla, que nuestros ancestros latinos escucharían cuando la vida –que unge con su hálito cada instante que pasa– les sonrió hace milenios.
La vida allí –¡loados sean los dioses!– palpita aún, allí, sí, sentía su rumor como el agua cantarina de un arroyo que fluye. Vibraba en aquella ventosa mañana de julio donde vagaban las nubes por un dulcísimo cielo azul, ensombreciendo a su paso la calzada y las tumbas, las flores de cicuta, y a mi locuaz y cambiante humor.

Poco antes me deslicé por los húmedos corredores de unas catacumbas. Me impresionó mucho la ingente cantidad de cuerpos que se enterraron en ese oscuro lugar, y que hoy, en gran parte, se encuentra vacío.
Me invitó a pensar cuántas cosas en la Vida se mantienen ocultas en el seno de la tierra, en el vientre de la tierra y en el fondo del mar. Vidas que, tal vez, ni siquiera podemos imaginarnos.
Algunos hablan de civilizaciones intraterrenas que, urdidas en planos etéricos, ayudan a develar las conciencias y a limpiar las excrecencias, que los seres humanos escampan por su superficie sin ningún pudor. Ojalá que algún día civilizaciones de tal sutilidad puedan poblar con energías más nítidas la superficie de la Tierra.
Ante la desarmónica densidad de nuestra energía, esas entidades permanecen ocultas, no por miedo a ser dañadas, sino porque son pacientes y pacíficas y, sin intervenir directamente, aguardan el instante decisivo de nuestra próxima evolución.

Ante el sepulcro de Sebastián, mi mártir protector, Oxosin cazador, el que habita en el bosque y el reino vegetal es su reino…, ante él, no pude menos que inclinar la cabeza y guardar, junto a su tumba, unos minutos de silencio.
Me pareció muy hermosa, sumamente hermosa –como merece un mártir de su condición– la escultura que ejecutó un discípulo de Bernini, que en nada desdice de las manos del maestro.
Al salir de allí constaté cómo esa blanca basílica no era, ni por asomo, como la había imaginado. La evoqué, por alguna imagen vista, silenciosa y solitaria y flanqueada por algún ciprés. Sin embargo, son los coches los que ante ella circulan con el mismo tráfico persistente de cualquier calle del centro.
Tuve que andar aún algunos kilómetros, dejar a mis espaldas la tumba de Cecilia Mettela, hasta llegar allí, a las piedras de aquella calzada donde, repentinamente, reinaba el silencio.
Allí respiraba. Aquello, sí, ya tenía otro color. De tarde en tarde quemaba el sol y el viento traía un penetrante olor de resina de pino. Los cipreses cantaban, el eucalipto esparcía su balsámico fragor, los pájaros y yo nos sentíamos libres como lo estaban aquellas tumbas, ellas, sí, liberadas de su peso. Porque es el aire el que hace que la vida circule por un determinado lugar. Cuando el aire falta, la vida pasada se incrusta en su corazón, reteniendo y enrareciendo el flujo vital que lo circunda. No podemos evitar que a ciertas horas del día la fatiga nos venza, el cansancio aflore, la postración. Un halo férreo se incrusta en el esternón porque la energía del pasado vierte sus efluvios, intenta vivir a expensas de nuestro sudor, depositando sus íncubos parasitarios en nuestra respiración aterida.
Todas las grandes ciudades sufren de este colapso energético. Algunas, como Roma, de manera especial. El pasado necesita aire para renovarse y devenir presente. Cuando todo en ella se halla colmado, rebosante de arte, pletórico de coches, poder insepulto y smog, cuando esto ocurre, la vida se paraliza y el pasado se hace presente con todo su sopor, con toda la pesadez de su karma a cuestas, porque no hay aire suficiente en el espacio acotado para poder redimirlo.

Allí, no obstante, respiraba. Los árboles conmigo respiraban mejor. Mutuamente nos energetizábamos mientras el ronroneo constante de las cigarras repercutía en el pecho.

Via Appia no es Antica. Es una Via actual, un lugar donde la vida se renueva cada día bajo un cielo límpido. Trascendió el círculo de la temporalidad donde pasado, presente y futuro, indistintamente, se conjugan.
Alcanzó esa suerte de eternidad, que no es eternidad, sino perenne instantaneidad, perpetuo devenir, que a Roma, centro de poder secular, tanto le cuesta hacer suyo.

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Esta mañana me levanté de muy buen humor, con el ánimo templado y el corazón nada aturdido. Hacía varios días que, entre las nubes del cielo, una inminente tormenta luchaba por desencadenar sus ansias con todo su fragor, pero el sol seguía luciendo por los muros encalados del patio, cuyo frescor nos está deparando este verano a mis gatos y a mí un descanso reparador.
Alguna tarde la lluvia cayó, y vino a humedecer ligeramente el aire cálido de agosto, las hojas del limonero y la parra y el jazmín en flor. Cayó como agua bendita por las calles y tejados de la aldea onubense, y los gatos, bajo el porche del patio, vieron caer, con los ojos muy abiertos, sus gotas de cristal.
De tarde en tarde, un ruido larvado de truenos que retumban inundaba el espacio – apacible un instante, sobrecogido poco después–, hasta que dichos truenos acabaron por irrumpir y resonar en el cielo desaforadamente, como tripas que, al estirarse y hallar su acomodamieto, emitieran sonidos semejantes al quejido de una flauta y el redoble de un tambor.
De repente, el cielo se oscureció. Un pájaro comenzó a cantar en el limonero con trino agudo y estridente, un canto que anunciaba la llegada de algo, de ella o de él, la llegada, en fin, de algo que parecía inminente.
Y así, flautas y tambores en hileras se precipitaron como soldados alados de un ejército celestial. Y lo hicieron con morosidad, sin el menor rastro de enajenación o apresuramiento, pues las legiones de ese ejército a paso firme venían, con manos bondadosas a declarar la paz, la paz bendita y clara, que no la guerra ilusa.
Poco después, comencé a escuchar el chapoteo de las gotas de lluvia cayendo sobre el limonero, sobre el tejado y la parra y, más lejos –en lontananza– sobre el abrupto encinar. Los bosques sedientos recibirán esta lluvia como agua de mayo, reanimadas crepitarán las fuentes, los regajos se regocijarán.
Los meses estivales nos mantienen pletóricos con los sentidos vueltos hacia el mundo externo. Nuestro ser se vuelca hacia fuera para aspirar el aroma de todo aquello que pasa, se recoge o precipita en la fecundidad, en la plétora que estalla en éxtasis prolongados y orgasmos desmedidos…
La desmesura es la faz más preclara de la estación estival.

Sin embargo, se diría que ahora un súbito otoño se acercara lentamente. De nuevo los gatos lo perciben y corren hacia dentro, al interior del lar. Nur, curiosa como es, se demora un instante bajo el porche de la casa, clavando sus ojos en el cielo, repentinamente oscurecido. ¡Ay! Bella es la vida de las criaturas que, abocadas al cielo, aguardan aquí abajo lo que ese cielo les deparará.
Mientras, en mi interior, se templan las estancias, se libera el pecho del sopor estival. Cada estertor o pasión padecida aminora su pulso, porque la lluvia desencadenada está limpiando cada rincón, cada estancia mancillada por las ansias derramadas y sus hoscos estallidos. Ocurre así porque, al ceder su vigor, favorecen que la lluvia cure las heridas, limpie las llagas, sofoque el estupor: nuevamente, cuerpo y alma se miraron cara a cara y volvieron a reunirse.

Querría adentrarme en mi labor como lo hacen esos gallos que, guarecidos por la tempestad, una vez disipada, comenzaron a cantar a destiempo.
Querría sacar fuera todo lo que bulle dentro, agazapado en la sombra, oculto en mi interior. Escribir lo que, sin más dilación, quiero y debo ir escribiendo, la historia de un encuentro, el desbordamiento que trajo consigo y el gozo y dolor que ocasionó.
Escribir para comprender que cada cual posee un carácter, posee un ritmo, un destino propio y su propio modo de acceder a la unidad. Comprender eso es entrar de repente en el reino de la multiplicidad, donde la desnudez, sin afirmarla o negarla, despliega sus atributos. Y comprenderlo es comprender, también, el anhelo de desnudez que, enardecido, me obligaba a vivir como a un judío errante, el deseo de sentir al semejante en comunión con mi propio ser, sin barreras que coarten ni máscaras que celen, disimulado, un rostro diverso, un rostro distinto al que los ojos ven.
Todo ello comporta un discernimiento en el que, de antemano, debemos respetar y reconocer el lugar que cada cual ocupa, desde qué perspectiva contempla el mundo, el universo en su totalidad, si lo hace desde la realidad o la suprarrealidad, si es que en ambos cabe admitirla.
Porque es esa la cuestión: mirar desde la multiplicidad o desde la unidad, desde la realidad o la suprarrealidad, desde la relatividad o el absoluto.
O dicho de otro modo: estar instalado en el ego personal, o escuchar la voz del alter ego que el yo personal encubre.

Si es amor lo que el desconocido, oculto en nuestro interior, vierte en el pecho, y alguien, un ser, se halla respirando en la esfera de dicho amor, en contacto con el daimon que lo guía y nutre, en ningún momento sentirá ese ser la necesidad de reclamar a la persona por la que se desvive, que se desnude o entregue a él. No la hará porque ya está desnudo y arde en él, alentado por la piedad, la llama aquiescente del Amor supremo. Sentirá, más bien, por ese ser que se halla a su lado en otra situación –herido por las llagas de su yo, herido por sus pasiones, incertidumbres y negligencias–, una profunda compasión, compartirá con él su pasión, sin reclamarle que lo corresponda con su mismo amor y su misma entrega.
No actuaría de ese modo porque, sencillamente, comprende –y de ahí su compasión– que ese semejante atribulado no podría hacerlo. Si lo hace, o de alguna forma es lo que anhela hacer, es porque aún no ha alcanzado la absoluta desnudez, ni arde en su corazón la llama aquiescente del desprendimiento supremo.
Por tanto, reclamar desnudez no deja de ser algo en extremo arriesgado, además de perentorio, pues quien así lo hace es que aún no se siente desnudo y puro o, mejor, no siente la desnudez y pureza impersonal, porque, en este estado, el pequeño yo se oculta, retrocede y desaparece en la total aniquilación.

Existe, no obstante, el anhelo de querer compartir el camino de la desnudez y el despojamiento con un compañero, de ir desprendiéndose, poco a poco, de todo aquello que los ensombrece o los vuelve refractarios a la luz; caminar juntos por la senda luminosa para sentir el estremecimiento de su cuerpo reflejado en el cuerpo y la carne del propio compañero, el despojamiento que, paso a paso, los irá desnudando sin máscara o abrigo a los que puedan recurrir.
¿Es esto legítimo? ¿Es esto probable?
El caso de Shams y Rumi parece admitirlo, pero conviene no olvidar que ambos, por su parte, se abrían adentrado ya en la senda elegida, y que su encuentro, a cierta altura del camino, debió proporcionarles gozos extremos, rayanos en la santidad, habida cuenta del deplorable estado en que cayó Rumi al desaparecer su sol-espejo, el que reflejó, en su alcoba secreta, el amor y la suprema aquiescencia de Alá, el clarividente ojo del Altísimo.
Aunque, ¡quién sabe!, tal vez no ocurrió así, y sólo estuvo con Shams a las puertas del Absoluto, y éste sólo lo alcanzó en el preciso instante que aquél desapareció, y el dolor extremo de su ausencia quemó por completo lo que, proclive a su consunción, aún quedaba por quemarse: virutas rezagadas de su viejo ser, que debían aún arder para alcanzar al fin su total alumbramiento.
Y, entonces, cerrando los ojos, comenzó a girar, comenzó a girar sobre su espina dorsal, y la falda blanca que cayó a sus pies se inflamó como un gas, que trocó en levedad la gravedad, la levedad, más allá, en infinito…, el infinito, en la cúpula celeste, devino manantial, y en él se zambulló, puro e intacto, sin nada ni nadie que lo retuviese.

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DEL INFINITO

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Tal vez, el conflicto en las relaciones provenga de creer que el otro domina el juego producido entre su ser y el nuestro, cuando es sólo una pieza más del juego aleatorio que propicia el encuentro de un ser con otro ser.
Quizá el desencuentro advenga al creer que existe lo tuyo y lo mío, lo ajeno y lo propio, y que el yo y el tú, en su aparente dicotomía, son algo diverso, creyendo que la distancia que los separa es abismal, cuando sólo son la conjugación indeterminada de un mismo verbo, del verbo ser, del verbo amar.

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Al entrar en casa se sentó en el sillón del salón y se descalzó, después de haber dejado su macuto en la poltrona. No recuerdo si comimos o bebimos algo, si aún teníamos hambre o sed. Recuerdo más bien que, en la conversación que se entabló entre nosotros, comenzamos, sin proponérnoslo, a hablar de Bahía y sus divinidades, de los orixas que, en galeones, los esclavos negros transportaron a las costas de Cuba y de Brasil, entre remos y llagas, sudor y lágrimas.
Sabía por sus comentarios que, recientemente, estuvo en Salvador de Bahía. No sé si fue ante el Cristo de Bonfim u Oxalá, padre de todas las divinidades africanas, que imploró los tres deseos que anudó en la cinta ceñida a su muñeca derecha, o la adquirió en cualquier tienda o terreiro de candomblé, tan frecuentes en Bahía y todo el nordeste brasileño. Sobre esa cinta, en ningún momento hizo ninguna alusión, ningún tipo de comentario. Guardaba el secreto con un celo extraordinario que, en ninguna ocasión, durante los dos días que pasamos juntos, yo quise quebrantar.

Hubo un instante en que me puse de pie y fui a coger de un estante de la librería la figurita esculpida en yeso de mi orixa protector, al que siempre le ofrezco, en un vaso tallado, una ofrenda de agua clara. Es Oxosin-cazador el orixa que me protege en las encrucijadas, el mismo que, en el santoral católico, los negros africanos identificaron con San Sebastián. Si mal no recuerdo, creo que lo adquirí en Salvador, o tal vez en Recife, en mi tercer y último viaje al país, que tan desesperada y tiernamente he amado.
Al posarlo en la mesa, Ulises lo contempló desde el sillón con ojos implorantes. Sí, digo bien, súplica, imploración es lo que percibí en su mirada. Sus pupilas emanaban un extraño brillo mientras algo en él, de forma violenta, se entrecortó. Cuando cogí de nuevo la figurita para ponerla en su lugar, posó repentinamente su mano derecha en mi brazo, pidiéndome por favor que no la retirase y la dejara ahí, sobre la mesa. Me pareció sentir su mano temblorosa, asaltada por una extraña conmoción, un pánico repentino que, al dejarlo desnudo, no pudo enmascararlo.

Poco después, se levantó del sillón y se dirigió a la cocina, creo que a beber agua. Allí se quitó los calcetines que aún cubrían sus pies y, descalzo, los posó, sin reparo alguno, sobre el suelo de mármol. Al verlo no pude evitar una sensación de escalofrío que heló mi espalda. Él, sin embargo, alzó sus brazos con aire juguetón, como si, con ese gesto, desperezándose, se quitara un gran peso de lo alto.
Fue después a coger de su equipaje la bolsa de aseo y solicitó su deseo de darse una ducha. Al volver me comentó que si no me importaba dejar la visita a Cádiz para otra ocasión.
Tras mi acuerdo, añadió: “dejemos pasar al tiempo sin prisa alguna y sin hacer ningún plan concreto para mañana…, ¿te parece?”

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Desayunamos en la cama con la luz de la mañana reflejada en los muros. Poco después, yo me levanté de nuevo y él permaneció en ella sin síntoma alguno de quererlo hacer. Acabada su colación, me pidió que si podía mostrarle algunos de mis cuadros, cosa por la que ya mostró interés la noche anterior, cuando tomábamos unas cervezas en los bares que tuvimos la suerte de encontrar abiertos.
Le mostré varias obras del ciclo dedicado a Clementi, los trípticos grandes y pequeños y algún que otro dibujo a grafito o pastel.
En silencio los contempló sin hacer ningún comentario.

Más tarde me pidió que le mostrase algunos otros trabajos que no fueran recientes. Fui entonces a coger un ejemplar de Ídolos, Hipogeos de la librería y se lo alargué. Le dije que era ése un trabajo que dediqué a mi amigo Jordi, con el que conviví y trabajé en Barcelona la década de los 80 y que, en diciembre de 1990, falleció. Le expliqué también que, con su partida, tuve necesidad de hacer ese trabajo que entregué a su alma como una ofrenda.

Sobre su cabeza pendía, tal vez, la obra más significativa del conjunto. Por ser la obra de mayores dimensiones y no disponer en casa de espacio adecuado para guardarla, decidí colgarla, como cabecero de cama, en el muro frontal de la habitación.
Se trata de una interpretación muy depurada de la obra que pintó Caravaggio para la iglesia romana de San Luis de los Franceses, con el apóstol Mateo como tema de inspiración. Elegí, de las tres que hizo para una de sus capillas, la obra en que aparece Mateo caído al pie de un altar, y el verdugo está a punto de atravesarlo con su espada. Pintó también Caravaggio diversos personajes con miradas expectantes que, entre luces y sombras, se congregan alrededor de la escena referida en actitud teatral. Desde una nube situada sobre el altar, un precioso ángel le ofrece a Mateo, en escorzo muy pronunciado, la palma del martirio.
En mi obra me limité a pintar el ángel, recortado y superpuesto sobre una superficie violácea, con un triángulo amarillo que perforé en su parte central, y en el que aparecen –recortadas y pintadas también en madera– la mano del verdugo aferrando a la del mártir, cuya silueta corporal hendí sobre la madera violácea con un cincel, pintando posteriormente la hendidura con el mismo color amarillo del triángulo del centro.

Todas las obras de Ídolos, Hipogeos son síntesis que realicé de algunas obras pictóricas del Renacimiento y el Barroco europeos. Me propuse purificarlas de la intención novedosa y personalista con la que se llevaron a cabo siglos atrás, iniciando el vaivén incesante, aquejado de modismos, que desde el Renacimiento –preámbulo del arte moderno– arrastró su fiebre somática hasta el momento actual.
Fue el último trabajo que hice antes de viajar a Brasil, en el que late un amor piadoso por una Europa en agonía que, sin saber muy bien dónde mirar, la retrotraigo a la Italia renacentista como punto de partida, exaltando obviamente, por un lado, el valor y belleza de sus obras pictóricas –espléndidas como en todo ciclo inicial–, y contraponiéndolas, por otro, al paroxismo que, en las postrimerías del ciclo, acabó por sumergirse la vida y el arte de nuestros días.
Todo ciclo tiene un principio y un final y, la modernidad, que surgió con los albores del Renacimiento, parece haber agotado ya, para bien y para mal, todas las vías –incluida la postmodernidad–, que le concedieron vigor y fortaleza.
Nos encontramos desnutridos sin saber dónde mirar, porque la mirada, con el descubrimiento de la perspectiva, se abrió sólo al espacio externo, se volcó exclusivamente en lo sensorial, olvidando al alma que, desde entonces, sumida en una oscura gruta, aguarda el rescate de su largo cautiverio.

Por fortuna, se me ocurrió coger una cámara digital, que me regaló una alumna muy querida, y sorprendí a Ulises con la mirada inmersa en el ejemplar de Ídolos, Hipogeos. Las fotos que hice a Ulises son muy preciadas para mí. Demuestran que fue un ser real, de carne y hueso, el que estuvo conmigo en el transcurso de aquellas dos jornadas, y que, ángel o no, me transmitió una buena nueva que, ésa sí, es imposible de captar en una instantánea fotográfica.
Tal vez sea el excesivo culto a la imagen la miseria más grande que padecemos en la actualidad, el centro del que dimanan la multitud de vacíos que, como un rosario de espinas, estrepitosamente la secundan, y que, en él (en ese viejo culto que dejó de aludir, con símbolos e imágenes, a lo sagrado para esgrimirse, únicamente, en clave comercial), podemos encontrar su origen.

Fluctúan las imágenes en una danza espasmódica, en los cauces de una realidad tan vilipendiada que, sin advertir que son simples metáforas, acabaron por soterrar la fecunda metáfora de la imagen interior. Ninguna alude a ella, ni la toca con sus dedos, ni tan siquiera la roza. No hay instantánea fotográfica, fija o móvil, que la pueda apresar. Se escabulle del objetivo de la cámara o la pantalla como si no existiera, como si su cuerpo, fugaz e inasible, no encontrara el medio adecuado donde poder encarnar. Sus alas la delatan. Se cobija como puede en algún hueco propicio del pecho o las entrañas, y ahí, algo asustada, insistentemente comienza a aletear, sin espacio posible en el que pueda desplegar sus alas y, todo ello, porque acabamos confundiendo un medio superfluo con el fin fundamental, la realidad fingida con la realidad real, aquella que nos muestra el rostro visible del alma, delatando con su presencia su invisibilidad, porque alma y espíritu no se pueden tocar pero, gracias al espíritu, palpita sin cesar la realidad sensorial y permite que viva a su espalda.

Una metáfora moribunda que anhela resucitar entre múltiples llagas, que alguien la acune en el hueco de sus manos para poderla acariciar, como se acaricia el lomo de un gato mientras sus ojos inmensos nos contemplan.
Los ojos de Nur y Zambrano parecen saber más de esa metáfora que la pantalla de un televisor, de un ordenador o un celular, porque su mirada está viva y su reflejo es verdadero, atenta y vigilante a todo aquello que se mueve alrededor, o que se mueve de manera real y no finge hacerlo.
Fingir y seducir nos perderán, nos sepultarán entre miles, millones de escombros de artilugios desactivados, porque no habrá materia prima en la Tierra que los pueda reactivar, que energetice de nuevo su mecanismo putrefacto, pues a la energía le es más grato fluctuar a través de seres vivos y no entre máquinas, entre una metáfora verídica y no irreal. Le agrada el contacto con la piel ungida de los que sufren y naufragan, de los que anhelan algún día poder resucitar, para que sus ojos puedan contemplar al fin la vida real –que no fingida– bajo el cielo abierto.

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Una noche oscura se cernía alrededor de la casa. Nada, fuera del recinto iluminado por la lámpara, parecía palpitar, vivir, dar signos de existencia. Recuerdo sólo un momento en que el espacio externo nos lanzara un guiño para decirnos que, como de costumbre, estaba allí, fluyendo con las horas.
Nos encontrábamos en la cama –no sé en qué tarde o mañana de las que viví con él– y, a través de la ventana, vimos en una azotea contigua unas sábanas tendidas que flotaban al viento. Fue una sensación muy especial la que esa visión provocó en mí –en nosotros iba a decir–, pues encontrándonos en la almohada muy cerca el uno del otro, hubiera dicho que eran dos, y no cuatro, los ojos que vieron en la terraza aquellas sábanas flotar, acrecentando el cálido bienestar, que las mantas nos deparaban, en contraste con el aire desapacible que, al otro lado del cristal, reinaba fuera.

Sin embargo, aquella tarde la oscuridad externa se asemejaba más bien al negro telón de un teatro, donde sólo estaba iluminado, por la tenue luz de una lámpara, el espacio reservado al desarrollo de la acción. En dicho escenario eran pocos los elementos destacables que podrían nombrarse: una librería acristalada, teñida de un tono anaranjado, un sillón y un pequeño sofá, tapizados ambos color marfil, una mesa rectangular, cubierta igualmente por un tapete claro, y tres pequeños enseres dispuestos en diversos ángulos del escenario, sosteniendo uno los cedés y el teléfono, otro, el equipo de música y, un tercero, la televisión. El muro frontal, donde se ubica el telón de fondo, está cubierto en su totalidad por unas puertas correderas de vidrio, que dan acceso a la terraza.
Las puertas están cerradas, templado el aire del salón, la única luz encendida es una pequeña lámpara situada junto a la ventana. Ulises, con pijama y pañuelo anudado al cuello, está tumbado en el sofá. Yo, muy cerca del sillón, me siento en él y me levanto. Voy de la estancia al salón y del salón a la estancia, portando en mis manos algunas películas que le quiero mostrar. Son deuvedés de Pasolini, Pierre Clementi y Jean Cocteau. Los tres atravesados a un tiempo por el cine y la palabra, por la palabra poética y la imagen medular.

No niego que con el resurgir de la palabra escrita, en especial cuando se encierra en conceptos, no se desencadenara una situación similar a la producida con la aparición de la imagen fotográfica, con la cámara de cine y todas las derivaciones que, a partir de ellas, vinieron después. El problema surge, creo, cuando –como dije antes– el medio se confunde con la finalidad.
Un poeta puede valerse de medios diversos para hablar de lo mismo, es decir, de poesía, que es lo que a un poeta no le queda más remedio que hablar o, mejor, dar vida, con los medios que tenga a su alcance, a fragmentos de su existencia, a sentimientos, avatares y enigmas, a veces tan inefables, que no hay imagen o palabras que los puedan expresar.
No se trata de ser profesionales consumados en los ámbitos del cine, la pintura o la poesía. Tampoco de brincar, desaforadamente, de novedad en novedad y, como niños con un juguete nuevo, zambullirse de lleno en las nuevas tecnologías, los estereotipos, las pretenciosas instalaciones, que los supuestos creadores creen sean los medios más eficaces para reflejar o denostar el mundo actual.
En su Sentimiento de la pintura, Ramón Gaya nos dice algo muy revelador, que conviene no olvidar respecto a los cuatro elementos naturales –agua, tierra, fuego y aire– y su vinculación directa y respectiva con las artes de la pintura, la escultura, la poesía y la música.

Crear no es menoscabar ni avasallar, estrepitosamente, a la naturaleza, favoreciendo un medio social y una cultura que viven y se desarrollan de espaldas a sus confluencias. El creador debiera ser, más bien, su amigo más próximo, su huésped insigne, su invitado de honor, aquel que sabe descifrar el lenguaje sutil en el que ella se expresa, que la escucha y la percibe sintiéndola en su interior. La naturaleza es el punto de partida para poder vislumbrar la danza del espíritu que fluye, sin cesar, tras ella y en ella.
Por tanto, se trata más bien de revelar, a través de no importa qué medio, algo que, en su incesante fluir, debe ser revelado, y que el poeta, dando su acuerdo, permite que ese algo pase por él, que pase y hable, como en los antiguos oráculos, de aquello que se hallaba enmarañado y oculto, sin espacio o cuerpo alguno que lo pudiera albergar. La mano del poeta crea un cuerpo donde ese fantasma sin forma encarna. Da espacio a las visiones celestes o terroríficas que el alma humana puede abrigar. Las hace emerger, propiciando su salida para que, una vez fuera, puedan ocupar el cuerpo y lugar que necesitan para ser reales, legítimas, y tan verídicas como una aurora boreal, una nube o un lago. No existe poesía cumplida si no hubo contacto con el alma. Sin su cumplimiento sólo nos queda naufragar, aunque, claro, es más noble naufragar que creer que la poesía es claudicar y rendir culto a la Academia y sus correlatos, a los honores y ornatos que encadenan con su fatuidad, con su inmadurez, con su prepotencia.

No sabría decir muy bien si la poesía de Cernuda y Pasilini (es decir, ellos mismos, sus propias personas), se cumplieron en vida. Me temo, con toda la fascinación que sobre mí ejercen, que no, que naufragaron los dos porque su amor no lo pudieron escribir con letra mayúscula, quedando atrapados en su circunstancia personal, a su propia sexualidad, a su instinto. Por muy elevada que a veces nos parezca la poesía de Cernuda, sus alas no alzaron el vuelo como las alas de San Juan. Es claro que no digo esto como un desmérito o afrenta a su persona. A Cernuda y Pasolini los amo tanto que nunca podría hacer algo así, pero ellos, que han sido mis guías, no pueden ya guiarme en el punto irrevocable en el que ahora me encuentro. Amo los cuerpos como ellos los amaron, pero el alma, que ellos ignoraron, precisa aún de más amor, del que a los cuerpos –tan hermosos– se les ha otorgado, porque ella está sola, sola y abandonada como nada lo está en este mundo. Y es el abandono, lo que se deja morir –porque ni ojos ni corazón, ni mente alguna les tienden una mano– lo que el poeta, todo poeta verdadero debe rescatar. Rescatar y reanimar para sacarlo del olvido y el caos.

No sé si podría indicar, además de Tarkovskij, algún poeta de la imagen filmada que lleve a cabo dicha labor. Sólo digo que si ya los medios, para el poeta de la palabra, son desfavorables en nuestro tiempo –en cualquier tiempo quizá–, desfavorables, sobre todo, para que su palabra llegue con la desnudez y pureza con que fue emitida, el medio en el que el cine transita creo lo sea en un grado más elevado, por no decir gigantesco. Es mucha la vanidad que gira alrededor del mundo cinematográfico para que un verdadero poeta, un poeta de la imagen filmada pueda surgir. Clementi, probablemente, anduvo cerca, tal vez lo consiguió, al menos en la medida que Gérard Philipe lo hizo y, aunque el naufragio de ambos fuera explícito, su amor fue tan grande que quizá los salvó, aunque fuera más allá de la órbita del cine. Porque ya digo que se trata, simplemente, de eso, de no confundir el medio con el fin y, si el medio es desfavorable, es mejor desnudarse, sin ojos que nos miren, fuera de él, evitar a toda costa que el medio nos atrape para convertirnos en víctimas de su engranaje iluso, de sus intereses económicos, de su afán conquistador. La única conquista que al poeta se le asigna es la de conquistarse a sí mismo, vencer su egolatría, sus miedos y aflicción. La de ir venciéndolos, uno a uno, para sobrevolarlos, compasivamente, sin rencor o afrenta alguna que lo aqueje.

Ese episodio que Hallaj nos cuenta –y que Cernuda nombra para hablar de su situación– es muy significativo. Paseando por Bagdad, un maestro y sus discípulos escuchan en una de sus calles un son de flauta. Uno pregunta al maestro que qué sonido era aquél. El maestro responde que era el llanto de Satán, que lloraba desconsoladamente por la fugacidad de la hermosura del mundo.
Es cierto que el poeta, al contrario del filósofo, se identifica con la belleza sensorial, y vuelca toda su empatía con lo que inevitablemente pasa y no consigue permanecer mucho tiempo (La realidad y el deseo, en forma y contenido, alude a ello de modo muy elocuente), pero se puede trascender ese dolor sin enemistarse con el mundo y sin necesidad de recurrir a la vía filosófica, que intenta abstraer el devenir entre las aristas incisivas de un cofre sellado.
La poesía posee también su propia metafísica. El caso de San Juan de la Cruz es paradigmático, pues se podría decir que, más que la mística, fue la propia poesía la que lo salvó, la que le permitió franquear los límites que nos afligen para poder trascenderlos. Depuró su sensualidad, su amor a la realidad sensorial, sin necesidad de negarla ni ser esclavo de ella. Su noche, sus bosques y fuentes, son noche, bosques y fuentes y, a la vez, no lo son. Han sido transubstanciados y elevados, sin ninguna violencia, a las puertas del espíritu; bosques, fuentes y noches se han reconocido con el alma bajo los rayos de un mismo sol, como el néctar que contiene el seno de una copa translúcida, materia y espíritu fundidos en un solo crisol.

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Entre las películas que, como una baraja de cartas, extendí al final sobre la mesa, elegimos una que –reparando ahora en ello– no fue la más adecuada para la situación que, al menos yo, viví. Tal vez para él sí lo fue y, como nada es casual –según se dice–, el hecho de comenzar a ver aquella película tenía un sentido implícito, aunque en aquel momento yo no lo advirtiera.
Era un film hecho a dúo entre Antonioni y Wim Wenders, llamado Al di là delle nuvole. Encontré el deuvedé en una tienda de Génova, que me proporcionó algunos otros de Clementi, en el tiempo que comenzaba a escribir mi libro sobre él.
No puedo decir que sea una mala película, ni que esté mal filmada, ni siquiera que los actores no encarnen bien su papel. Más bien peca de excesivo esteticismo, de una frialdad muy en la línea de Antonioni y alejada de las preocupaciones, un tanto metafísicas, de algunos films del alemán. En suma, es una película que refleja claramente la banalidad a la que antes hacía referencia. Moda, estética y cine, en su más refinada expresión, para narrar historias de amor –fugaces, atormentadas o líricas– que muestran, eso sí, muy bien, la inconsistencia neurótica de la relaciones humanas propiciadas por el mundo contemporáneo.

El primer episodio transcurre en Liguria, concretamente en la localidad de Portofino. Ulises, conmovido en más de una ocasión, no pudo evitar dejar escapar algún que otro suspiro, contemplando el precioso litoral de aquella localidad ligur. Aparecen, es verdad, imágenes muy bellas de las montañas que rodean Portofino, con el mar Tirreno fulgurando como telón de fondo. Pero la historia es banal, adolece de la misma banalidad que adolece Italia. En cierto modo como ocurre en cualquier otro lugar –los tiempos la propician–, pero allí de manera más explícita, tal vez por tener Italia, de unos siglos a esta parte, una inclinación excesiva en rendir culto a la belleza, a la belleza que palpita desprendida de un resorte interior, de ese algo que sustentó, no obstante, la belleza sublime de un Dante o un Giotto en el Trecento.
Ante mí se hallaba un oriundo de aquellas tierras, un ser nacido en el país que, con Brasil, más nutrió mi corazón. Allí estaba tumbado en el sofá con un pijama gris y sin que emanara de él ninguna banalidad, ninguna sofisticación, ninguna suficiencia.
Aún así, a pesar de su apariencia meridional y su natural sencillez, no dejaba de ser un italiano del norte que ha sentido, y siente en su piel, todo lo que antes, sin referirme a él, he ido aduciendo.

Me extrañó que no tuviera en casa televisión ni ordenador, y que viajara sin cámara fotográfica alguna, él, un Mercurio de alas ligeras que, de puerto en puerto, recorría las rutas marinas del Mediterráneo al Caribe, con el carcaj repleto de mensajes velados que los dioses le tendían.
A duras penas conseguía mantenerse despierto para retener el argumento del film, la trama deshilvanada de sus diversos episodios. Creo que la imagen, el imperio de la imagen no le era grato y que, como mis gatos, prefería contemplar la realidad pura y directa, la realidad que discurre por la vida sin principio ni fin, sin preámbulos o conclusiones que la coarten o puedan cohibir el impulso imprevisible de su desencadenamiento.
Era extraño, sobre todo, tratándose de un italiano, el ser más capacitado para hacer de la imagen su lugar de residencia, su morada o su lar, el punto, en fin, donde convergen todas las apariencias.
Parecía, más bien, un musulmán, en contacto secreto con la divinidad, a la que es imposible captar con imágenes de figuras reales o antropomórficas.
Le gustaba sobre todo, cuando volvía a casa, leer y escuchar música mientras, en el fuego del hogar, crepitaba la leña.
Siempre le agradeceré el precioso dibujo que, con lápices de colores, hizo de su chimenea para enviármelo en una carta. Es un dibujo ingenuo que para mí posee un encanto especial. Alrededor del dibujo escribió algunas palabras en las que, además de confesarme que no dibujaba desde su adolescencia, manifestaba su fascinación por el fuego. Según decía en ellas, podía pasar horas enteras delante de él, viendo su llama oscilar mientras su calor reconfortaba a la vez su mente y su cuerpo.
Ese dibujo y una postal desplegable son las dos únicas cartas que recibí de él. Después sólo escribió algún que otro correo, con pausas breves al inicio, muy largas después, hasta que el silencio se lo tragó por completo.

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No sé si acabamos o no de ver la película: sus ojos se cerraron en más de una ocasión. Tampoco recuerdo si fue al contemplar, en cierto momento, el audiovisual de Clementi cuando, incorporándose en el sofá, de soslayo me dijo: “sabes, nací en Mayo del 68”.
Me quedé sin habla. No puedo expresar con claridad todo lo que desencadenó en mí escucharlo decir, con tono tan revelador, dichas palabras.
Inevitablemente el recuerdo de Pierre Clementi me asaltó y, de un extraño modo –como un flash que iluminó mi mente sin apenas rozarla–, intuí que existía una vinculación muy directa entre el trabajo que hice sobre él, y la buena nueva que, tan misteriosamente, Ulises, el mensajero celeste, me trajo entre sus manos.