Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - L’Ironie de l’histoire
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L'IRONIE DE L'HISTOIRE

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Parodia dramática estrenada en el Museo Textil y de Indumentaria de Barcelona (1989) con la colaboración de Caixa de Catalunya y el Instituto Francés.

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LA APOTEOSIS DE MARÍA ANTONIETA

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Existen periodos en la historia de Europa que parecen repetirse una y otra vez, aunque cambie el decorado y la apariencia de los personajes sea diversa en la representación de cada acto. No es éste un hecho exclusivo del viejo continente, pero sí un factor que podemos constatar por la cercanía de espacio y por ser nosotros sus espectadores directos, involucrados como estamos en el inicio de un ciclo histórico que comienza con Grecia: el origen de lo que consideramos la civilización occidental.
Todo ciclo tiene un principio y un final, y éste del que hablamos, que comenzó con Grecia y fue discurriendo por los meandros de los siglos como un río imperecedero, parece intuir ya la proximidad del mar, su hálito salado.
La historia del viejo continente no sería tan vieja (más bien novedosa y snobista) si la contemplamos desde esta perspectiva cíclica y la comparamos con las civilizaciones que la precedieron, o que simultáneamente a ella vivían, y en cierto modo viven, enraizadas en ciclos pretéritos, que pasaron de la luz a la sombra para que brillara la nuestra con fulgor más intenso. Estas civilizaciones nos parecen más legendarias que históricas, proclives como somos a analizarlo todo desde estructuras pragmáticas y razonamientos de progreso material. Así, la pretendida universalidad de cualquiera de nuestras hazañas es más que provinciana.

El periodo presocrático sería el puente, o más bien el nudo que ataría el final de un ciclo y el comienzo de otro. Con Sócrates ya sabemos hacia qué lado comenzó a inclinarse la balanza. Se trataba de humanizar, poner límites a algo que a la mente helena le pareció desmesuradamente divino y monstruoso. Emanciparse del enigma primigenio de la existencia, guardando las distancias, y favorecer de ese modo la irrupción conceptual del ser. Pero no nos engañemos, los griegos estaban tan cercanos a la veneración del oráculo como al culto del logos y su discurso emancipador.

La progresiva desacralización del mundo sólo estuvo interrumpida en nuestro ámbito geográfico por ese largo periodo de la historia que llamamos Edad Media (Edad de Oro para otras civilizaciones como la musulmana), que fue algo así como un viento venido de aquellos otros mundos, que traían consigo el recuerdo de otras épocas. Pero la Edad Media sólo fue eso para nosotros: un paréntesis de tinieblas en la luz creciente de los siglos. No advertimos la continuidad que en algunos aspectos esenciales existía entre la Antigüedad greco-latina y el Cristianismo, y cómo el Renacimiento y todos los intentos posteriores de acercamiento a la edad clásica, en pugna abierta con el espíritu medieval, han sido recuperaciones que atañen única y exclusivamente a la forma y nunca al fondo. Todas han sido una recuperación exclusiva y parcial del mundo griego: la del culto a la norma y al concepto, la de la praxis y los razonamientos.
Hoy podemos contemplar desconcertados el hijo tenebroso que comenzó a engendrarse en la antigua Grecia, aquel pueblo paradigmático en el que creímos ver el origen de la luz. Claro está, de la luz humana.
Y vemos cómo desde el palco central nos observa cabizbaja la máscara tornadiza de la historia, con una mueca en los labios y una mirada irónica dibujada en sus pupilas.

Entre guerras y alianzas, conquistas y ocasos, llegamos al siglo XVIII. Si hasta el Siglo de la Luces el hombre europeo se condujo movido por hilos invisibles, en los que paulatinamente la razón especulativa fue ganando terreno y se afianzó, en ese siglo acaba por determinarse con perfiles contundentes. Es el punto álgido, el gozo supremo que este ciclo histórico pudo dar de sí mismo, antes de deslizarse hacia el caos, la deriva estentórea en la que hoy agonizamos.
Y es ahí, precisamente, que aparecen las confluencias, los puntos convergentes, las repeticiones con cambio de escenario. Verificamos la complicidad intrínseca que subyace entre las monarquías absolutistas y los ilustrados, la pompa ficticia de un trono, supuestamente sagrado que, aferrado a la etiqueta, únicamente atendía a los signos externos de la divinidad y, por otro lado, la consagración de la razón empírica, proclive sólo a valorar las conquistas sobre la materia, considerada para colmo inerte, y acabar por espolearla y colonizarla en su desenvolvimiento posterior.
Es, también, el cambio del monopolio de las castas sacerdotales por las gélidas mentes de tecnócratas y científicos, y el tenaz oscurantismo que unos y otros ejercen.
La modernidad emancipada, que se desvinculó del pasado como de algo atroz, recuperando lo más superficial de la Antigüedad clásica para adornar sus ideas utópicas, debe reconocer –si su ceguera se lo permite– que al menos en un punto tiene razón la Tradición. El dorado futuro de salvación proyectado por la modernidad –tan humano, tan demasiado humano– viene a ser el escalón más bajo, dentro de la escala de valores que la Tradición concibió. La Edad de Hierro –la más pesada y oscura de las edades– es la férrea realidad que hoy nos aflige, tan dura y frágil, y a la vez tan alejada de la transparencia dorada de los orígenes.

Igualmente podemos constatar cómo entre la pretendida lucha modernidad-postmodernidad no existe tal divorcio de fondo, que ésta última es sólo la hija flemática de la madre caduca. Cómo son sustituidos valores en bancarrota, como positivismo y progreso, por otros que en la práctica ejercen el mismo efecto nocivo y destructor. Es el nacimiento del dualismo estéril que, desvinculado de un centro inmóvil que actúe como rector, no para de multiplicarse, arrastrando su aparente enfrentamiento, sobre todo desde la revuelta del Tercer Estado hasta nuestros días.
Es, también, la aparición del vértigo dilapidador. Entre el derroche caprichoso de María Antonieta y las prácticas político-sociales de un liberal –más tarde también de un marxista–, la única diferencia existente desde el punto de vista de la dilapidación (y es éste un punto esencial, en tanto que hoy pagamos sus nefastas consecuencias), es que, en los segundos, el derroche es infinitamente mayor. Necesita sacrificar mucha más naturaleza –muchos más pueblos– para aplacar su insaciable sed de poder, especulaciones diversas… y caprichos, siempre precarios, siempre crecientes.
Al progreso tecnológico e industrial –esa religión que enfebrece y fanatiza al vulgo–, que se suponía ilimitado, responden los límites de la Tierra y la Naturaleza malherida. Versalles y sus emulaciones europeas son, con relación a las clases populares del XVIII, lo que hoy es Occidente en relación a las masas hambrientas de las periferias del mundo. Al igual que la aristocracia dieciochesca creó un arte cargado de sutilezas ornamentales, en medio de una atmósfera que preludiaba la Revolución, hoy, sin la frescura y la belleza melancólica de un Watteau, cambiamos de un día para otro la forma de vanas superficialidades en continua mutación, vacuidades sin fondo a las que damos el nombre de cultura, simples mercancías en medio de una atmósfera que preludia un desastre, hasta ahora, nunca concebido.

Y vemos cómo en el centro de esta apoteosis del consumo los puntos periféricos no poseen ni lo más elemental, y advertimos, entre bastidores, cómo la historia continúa sonriendo con tintes cada vez más sombríos.
Mientras tanto, entre los inmensos ángulos del teatro que permanecen en penumbra, vemos a un público al que sólo le damos la alternativa de ver y escuchar y, más allá, en el centro del escenario fulgurante, contemplamos cómo se desarrolla el nuevo acto de María Antonieta, la reina siempre triunfante.

Barcelona, noviembre1989

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L’IRONIE DE L’HISTOIRE

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Parodia dramática para tres voces invisibles, un personaje interpretativo y una aparición.

La voz 1 encarnaría a la Tradición, ligada a los avatares de los ciclos cósmicos.
La voz 2 encarnaría el espíritu de María Antonieta, la douceur de l’Ancien Régime.
La voz 3 encarnaría el espíritu ilustrado del marqués de Llió, antiguo propietario del palacio donde se desarrolla la escena.
Esta voz es meramente ilustrativa de una manera de pensar, y no alude a la particularidad histórica del marqués mencionado.
La voz 1 estaría desvinculada del periodo histórico que las voces 2 y 3 viven intensamente. En raras ocasiones estas voces se entrecruzan o dialogan entre si. Cada una de ellas habla consigo misma, ardiendo en su pasión, en un monólogo que evoca momentos de su vida pasada.
El personaje que veríamos en escena iría introduciéndonos en los diferentes ámbitos en los que se desarrollaría la acción. Cómplice secreto de María Antonieta, adoptaría una actitud impasible ante las voces externas que relatan su historia personal, hasta el momento culminante en el que ejecutaría lo que la voz de ella le dicta.
La atmósfera general de la obra tendría que conjugar el aire tierno y melancólico de la pintura de Watteau, la ironía de Voltaire y la crueldad del marqués de Sade.

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VOZ 1. LA TRADICIÓN

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¡OM!, es grato pronunciarte en la Noche de la Historia.
En ti hallo la palabra perdida y la copa resplandeciente que un día se ocultó.
Es mucho el amor que sientes hacia la Tierra para dejarla desprovista de tu fuego.
El tiempo, que como una cascada cae sobre las aguas silenciosas, no me impide descorrer los mil y un velos que, sin cesar, no paran de ofuscarte.
Persevero en la corriente caudalosa y la fortaleza del hierro.
Si grávida y sonora es la cascada, más ingrávido y silencioso es mi deseo.
Contemplo el icono sagrado de la bóveda celeste, su oculta simetría, y observo cómo cada astro resplandeciente es un símbolo finito que entreabre las puertas del infinito. Cada astro, cada cuerpo celeste es un guardián en la noche, que custodia el centro inmutable de tu corazón.

¡OM!, es grato pronunciarte en la Noche de la Historia.
Un vuelco de tu espíritu, y en mí comienzan a manifestarse y tomar cuerpo las miles de criaturas, vivificadas con el don de la sangre y la tierra roja.
Un vuelco de tu espíritu, y se dilatan los círculos giróvagos de los planetas, danzando impávidos a tu alrededor, permaneciendo en su apariencia cambiante una verdad certera y plena, mientras escucho en tu voz el rumor de las aguas que discurren suspendidas en la red.
El mundo es madeja, un nudo intrincado de hilos que una Penélope insomne deshace. Una malla tejida es el mundo, cuya trama, intacta y delicada, se corrompe día a día, atravesada por las flechas vibrantes del desaliento.
Cada grieta es una torre derruida.
Cada golpe un jardín aniquilado.

¡OM!, es grato pronunciarte en la Noche de la Historia.
El vínculo invisible que me ata al Polo de la Tierra ramificó su savia por todo su subsuelo, y hoy, germinadas las semillas, quiere desprenderse, pues son muchas las ramas que brotaron del Árbol de la Vida, y tanto se bifurcaron, que viven adormecidas sin conocer su origen, el tronco primordial del que provienen.
Pasó el invierno, las nupcias contraídas al Este del Edén, y llegó el estío a disipar con su llama abrasadora el blanco inmarcesible de la nieve.
Llegan los navíos con velas inflamadas surcando los mares, sembrando la muerte a su alrededor. El cielo es un sudario que tiembla y se estremece desencadenando la tormenta.

¡OM!, es grato pronunciarte en la Noche de la Historia, perdidos como estamos en las brumas de la contingencia.
Clausurada la luz: emergen las tinieblas… La pura instantaneidad de una noche aciaga que extiende sus brazos en un espacio dilapidador, que absorbe al tiempo y lo devora. Un forjador de la permanencia busco en este mundo fluctuante, un forjador que sepa reconstruir o guardar en la memoria las teselas dispersas de este mosaico desmembrado.

Debilitados están los símbolos que revelaban el sentido. Vaciados de contenido se han vuelto ineficaces.
Crece y prolifera en torno el ritual de gestos vanos…
Decrece la duración, se acelera el vértigo.

¡OM!, es grato invocarte al ver crecer la Noche en el horizonte abolido, mientras cubre con su manto fúnebre los campos desolados, anegados de sangre.
Espero el retorno de Abel, apareciendo en el jardín germinal de un círculo imperecedero. ¡Caín! ¡Fundador de ciudades!, el arsenal de tu reino ilusorio no es infinito.
Edificaste una ciudad, cuya estructura interna era de metal pesado y cemento y, sin embargo, aparecen por doquier los estigmas de la precariedad y la inconsistencia.
Acabaste por edificar un templo de base cuadrada, cristalizado como un mineral, que reflejaba, en su pesadez y estabilidad absolutas, la absoluta inmutabilidad del estado primordial.
¡Caín! ¡Constructor de ciudades!, embriagado estás del vino irritante de tu disolución…
La cuadratura del círculo se graba en el cielo con signos indelebles como un presagio divino.

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Todo comenzó a naufragar cuando ella, la Historia, quiso emanciparse del espíritu legendario que en estas regiones se respira. Cansada de las cumbres nevadas, descendió a los valles de la tierra para deambular descalza sobre la hierba crecida. Cruzando montes y valles, andaba por los caminos polvorientos en busca de no sé qué tesoro escondido que aplacara su sed. Entraba al caer la noche en las ciudades sagradas para llamar a las puertas de bronce de cada templo, y turbar con su mirada huidiza la certeza inquebrantable de los hierofantes.
Atravesó mares y océanos hasta llegar al umbral de una gruta, que era la puerta de entrada de todo un continente, y allí, en el umbral de esa gruta, encontró algunas gemas dispersas que apaciguaron su vista con un presagio halagador.
Hallando el trono vacante alzó su cetro y comenzó a reinar con furor implacable en un reino que dilataba sus confines día tras día, dividiendo el mundo en mundos, en veneradores o profanadores de sus ritos clandestinos.
Esta hija de la Leyenda era aún una niña caprichosa y precoz cuando decidió morar entre vosotros, construyendo o devastando ciudades como si fueran castillos de arena, erigiendo o derribando altares según su humor. Ella estaba perdidamente enamorada del cambiante fluir de la corriente.
Después de inflamar vuestras mentes con los mismos deseos de independencia, sellasteis pactos en secreto, que hoy veis esparcidos sobre el fieltro verde de la mesa, como joyas preciosas desprovistas de valor. ¡Ah!, qué lejos está la alianza contraída. El juego fue una máscara irónica. Los dados arrojados con brío una calculada pasión de esa hija temeraria, a la que veis postrada hoy en un ocaso indescifrable, pálida como una reina marchita, cruel y certera como una flecha clavada en el corazón.
Os hablaba de libertad mientras os ataba las manos. Miradla cómo huye desnuda por el lívido horizonte, la máscara caída, dejando tras sí los ropajes en llamas de un incendio abrasador. Pues ella amaba, sobre todo, las aguas fluyentes de un río de fuego. Gustaba acrecentar el tono del caudal hasta el límite extremo en el que éste comienza a evaporarse.
Era una hoguera que devoraba cultos extinguidos, para sembrar la tierra de tumbas sepulcrales, para cubrir su superficie de cenizas y dolor.
Solos os dejó, como un cuerpo decapitado a cuyos pies rodó su cabeza y de cuyo cuello sesgado mana un río de sangre.
Solos, liberados de un yugo para quedar amordazados a las cadenas de un yugo aún más férreo.
Siempre oculto quedará para vosotros el dulce yugo de la primera jerarquía. Porque existe una ley que habéis abolido, a la que no rendís tributo y de la que sin cesar os alimentáis. Existe una ley que rige vuestro destino sobrevolando el círculo angosto de vuestras leyes delirantes.
Adoráis los oráculos sin fondo de vuestros pensadores y artistas. Venerando su presunción, halagáis sin reservas su narcisismo fútil. Vedlos cómo trafican con valores como si fueran simples mercancías, y cómo os doblegáis, inclinando la cabeza ante la ausencia de valor, enalteciendo su excelsa decrepitud con el áspero ardor de vuestros corazones…
Y la ciencia experimental: ese ingenuo juego de monos salvajes.

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Humanos, sólo os queda ensayar el acercaros al cielo y a la tierra a un tiempo –ardua tarea–, pues siempre os habéis mantenido con la idea obsesiva de una y otro, flotando a varios pies de altura de la tierra e infinitamente equidistantes del cielo.
Así, si en la primera vía incurristeis en excesos, que la presuntuosa Historia se encargó de corregir, en la segunda, encaramados en la cima de un pequeño otero, creísteis divisar los confines de la tierra y del universo y, ávidos de materia y carne, que no de conocimiento, os arrojasteis sobre ella con la audacia intrépida del cazador, como se arrojaría un león rugiente sobre una presa fácil.
Los excesos del incienso litúrgico y el humo de la hoguera los atemperasteis con el furor monstruoso de una vorágine ensordecedora de ojos fosforescentes y bocas llameantes. Acrecentando la riqueza, únicamente lograsteis distribuir mejor la miseria, mientras vuestros labios no paran de repetir, maniáticamente, las mismas palabras huecas y altisonantes: modernidad, homologación, progreso.
Poco a poco el ciclo se cierra, sin alternancia posible, al borde de un colapso mortal. De nada sirvió que cerrarais la herida abierta por la que la Tierra se expresa, tratando así de ahogar su respiración, pues toda ella está minada de volcanes activos y piélagos sin fondo, invisibles oquedades que escapan a la vigilancia de todo control.

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Hace ya mucho tiempo que los augures no escrutan el cielo, carente de presagios, y que los emblemas zodiacales fueron expulsados del círculo equinoccial, para que en los palacios reales y eclesiásticos el polvo de los desvanes los cubriera.
Las cacerías nocturnas por los senderos celestes concluyeron.

Hace ya tiempo que los signos astrales fueron desempolvados para adornar el firmamento con ídolos de cobre, mientras las cacerías diurnas por los senderos de la tierra no cesan.
El manantial que fue río y cascada se convirtió en torrente…
Pero no nos apresuremos.

Aconteció con las luces rutilantes de un siglo irreverente e impío.
Fue en 1789 cuando, vaciada la noche de antiguos resplandores, después de una tregua iluminada con arañas de cristal, entre el fragor agonizante de las jerarquías caídas, se reanudó el asalto.

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VOZ 2. MARÍA ANTONIETA

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En Varennes, fue en Varennes, amor mío, cuando atravesando el arco del portal de la ciudad la carroza de la huida se transformó en carro fúnebre. En aquella noche funesta acabó por cumplirse el destino aciago de una reina de Francia, comenzó a extinguirse y a aminorar su llama el fuego rutilante de mi estrella fatal. Hasta las gradas postreras del patíbulo vuestra presencia me acompañó en mis noches de duelo. Mientras, mi deseo voraz se atemperaba, como se atempera un arco, cansado ya de cribar tantas flechas.

Cartas cifradas, mudos acuerdos, anhelos fugaces que devoró la tormenta. Imploraba al azar un golpe de gracia que apaciguara mi espanto, pero un hado adverso se interpuso en nuestras vidas.
Se fueron apagando, una a una, las velas encendidas de la ilusión. De repente llegó la noche, como un pájaro heráldico, a anunciar con su manto el reino de las sombras. Recluidos eran unos despojos, ya inútiles, en una cámara de tormento a la que tan sólo alcanzaba el redoble del tambor, el clamor enfebrecido de la turba. Con el lamento de las campanas de bronce cayó el telón de fondo tal un velo negro que cubriera un sepulcro, para coronar los responsos de un drama atroz, que nació inconsciente bajo los hechizos prescritos de Medea, en aquella casa de la entrega, frágil pabellón, isla de nadie en medio de la corriente del Rhin.

En una jaula de oro eran esposados los heraldos postreros de una corte corrupta. Se entregaba una infanta como rehén a las flechas livianas de Cupido, confiada a un dios demasiado tangible en aquellas sedas, en aquellos encajes.
En estas sedas, en estos encajes, que renuevan con placer lacerante mi deseo insepulto, dilatando sus fastos en un suplicio que escancia, dulcemente, su fulgor.
Diáfana es la luz flotante que me sostiene y su calidad purísima.
¡Gozos furtivos, inmisericordes! ¡No tentéis más con dardos envenenados la calma que me envuelve! ¡No desafiéis nuevamente el pulso de mi débil corazón! Vuestro brillo fulgurante me intimida. Muy lenta fue la agonía de mi endecha fúnebre. Serena y flagelante como un eco de pasión.

Lejos de Versalles, del ocio perfecto de Trianón, deambulo por los senderos de un jardín idílico, por sus praderas resplandecientes, y me pierdo en la espesura de un arbolado altísimo, contemplando en silencio el cambiante fluir de las generaciones, el devenir de los siglos.
Sentada en las orillas del río de la Vida, contemplo pensativa los saltos de agua, escucho absorta su rumor, mientras mi espíritu vaga por encima de las cumbres inmensas que sobrevuelan la muerte, a tres millas de la vastedad del cielo, al que asciende, como un fantasma, el vapor de niebla de vuestros inacabables sacrificios.

Lejos de Versalles, del ocio perfecto de Trianón, mi alma cansada se adormece.
Esmaltes suntuosos, conchas de nácar, perlas blancas consteladas de espuma, vuestra belleza artificial encubría un duelo a muerte, el espejo que os reflejaba respiraba el halo intenso y penetrante de la consumación, la voluptuosidad que precede a la ceniza.
Allí succionaba la miel en cada una de las flores intactas que la vida me ofrecía, para aprisionarlas en urnas de cristal, en invernáculos de mármol, cautivas entre el sopor delirante de los perfumes candentes.

Lejos de Versalles, del ocio perfecto de Trianón, una llama se extinguía, para dar paso a las flamas de un incendio abrasador.
La podredumbre, que cubrió el báculo y el cetro, corroe ahora los cimientos de vuestro poder liberal y sus adornos democráticos.
Pues la vida es como las olas…
Como la roca que un día se desprende al borde de un precipicio.
Alcanzada la cumbre, se despeñan los valores que, incandescentes, brillaron antaño, para caer en el cauce de aguas letales de las que se nutre la historia.
Pues la historia es como las olas…
Como las nubes que, al perfilar una hazaña en el cielo, descomponen su vapor.
Es la molicie, el capricho, los que hacen sucumbir a imperios y dinastías.
Cuando un fruto está maduro y comienza a corromperse, reclama, en su indiferencia, la intrépida avidez de unos labios que lo devoren.



VOZ 3. MARQUÉS DE LLIÓ

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Barcelona, 15 de marzo de 1792

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Estimado amigo:
Mientras le escribo esta carta, aún perdura en mí la tétrica impresión que, al atravesar la terraza, asaltó mi mente.
El resplandor mortecino del ocaso impregnaba las piedras vetustas, los muros seculares, en una atmósfera enrarecida que me colmaba de espanto y de horror, de menosprecio hacia el pasado. El cielo era como la nave inmensa de una catedral, cruzada de nervaduras, que los pétreos muros del recinto sostenían, mientras de las amplias cornisas sobresalían las fauces monstruosas de las gárgolas, escupiendo chispas de fuego.
Sobre el dintel de las puertas blasonadas, al pie de los balcones, aquellas extrañas siglas parecían guardar el secreto de un misterio irrevocable. Me miraban fijamente desde el otro mundo, hendían el aire, como si quisieran fijar eternamente, en la fugacidad del tiempo, su impronta inmemorial.
Desde la terraza podía ver los tejados inclinados del oscuro y viejo caserío, sobre el que resbalaba la luz oblicua del sol y, más allá, al otro lado de las murallas, los fétidos arrabales, inmersos en el verde de la hierba.
Redoblaron entonces, como cada tarde, las campanas de Santa María del Mar, que convocaban con otros ecos campaniles a la feligresía... y de repente –al albur de su sonido–, un aliento enmohecido comenzó a vibrar, saturando por entero la ciudad de reminiscencias feudales, de ceremonias vacías.

Sabe usted bien que prefiero el silencio de las bibliotecas al sonoro ritual de los clérigos. Pero seamos prudentes, mantengamos de momento en la sombra los hilos de la conspiración. Un día, clero y monarquía serán los convidados de piedra del verdadero poder, los consortes mudos.
Aquí, rodeado de estantes que cobijan los libros de mis autores más queridos –Hobbes, Descartes, Voltaire, Diderot–, veo cómo se agrieta de repente la cúpula del cielo, y cómo estalla en pedazos la nave inmensa de esta catedral, que cae sobre mi cabeza como una losa de mármol.

Espero impaciente los frutos de una nueva era. Comencemos por descolgar de nuestros salones los antiguos tapices, derribemos las murallas, transformemos la ciudad, acabemos para siempre con los excesos del barroco: ¡los tristes arcaísmos! Necesariamente el viejo mundo debe morir para que renazca un mundo nuevo. Es necesario despreciar la abnegada mansedumbre, la humilde devoción en una fe ciega.
La empresa, amigo mío, no puede detenerse. Esta pequeña nación debe ser bastión de la modernidad y el progreso. En ella debe instaurarse la razón empírica y el cambio científico e industrial que, en Europa, comienza a consolidarse. Un día, el fanatismo hispano quedará deslumbrado con el brillo inusitado de nuestros avances históricos.
Cuando los viejos símbolos estén sepultados y no quede rastro alguno de su vigor, habrá lugar y momento para usurpar el poder y buscar entre las ruinas la diadema legítima que corone nuestras sienes, mientras se alza en medio del esplendor la nueva gesta de este otro mundo que renace, tal un ave Fénix resurgiendo de sus cenizas. Veremos cómo despliega sus alas hasta cubrir los continentes, con más brío y fuerza que en la Antigüedad, de la que tan sólo prevalecerá una huella lejanísima, liberada al fin de la inmunda covacha medieval.
Poco a poco, con una certeza inquebrantable y una ciega obstinación, reinarán las Luces que traerán a la Humanidad los goces supremos de un progreso ilimitado, que desterrará la esclavitud de la tierra, se respirará en el aire el aroma de la libertad…, y el mundo se cubrirá de máquinas prodigiosas, de artilugios veloces, de industrias productivas que colmarán las naciones de riqueza y prosperidad.
Un horizonte ilimitado se abrirá en la Tierra.
Poco a poco, vertiginosamente, rebosante de riqueza se colmará el mundo de máquinas prodigiosas, de artilugios veloces, de industrias productivas que…

VOZ DE MARÍA ANTONIETA

Marqués de Llió, usted y yo, tenemos un pacto que sellar.
Tras el velo impenetrable de los siglos, la Noche sale a nuestro encuentro para desatar los nudos del último desenlace.
El tono de sus palabras me es familiar. Sólo dos siglos bastarán para que su impulso febril se torne pusilánime, y el exceso de dulzura reclame el sacrificio.
Porque debe saber que la historia es como las olas, que porta en su seno el ímpetu de la verdad, y sólo queda tras ellas un rastro de espuma.
Una zozobra inquietante rige al mundo y, aun si a mi cuerpo lacerado lo sesgó la muerte, mi espíritu caprichoso perdura.

Como dos efigies que se miran cara a cara y en sus oídos se agolparan los furores del estruendo, distinguido señor, usted y yo tenemos un pacto que sellar. Porque somos dos ramas de un mismo árbol, la cabeza bifronte de Europa, el campo de batalla donde la razón y la sinrazón se disputan la gloria. Pero la gloria se escatima y sólo nos concede sus ropajes soberanos.
Víctimas del juego universal, estamos condenados a habitar la superficie de las palabras, a lucir sus ornamentos cambiantes, sin fuentes verdaderas que nutran nuestra sed.
En la Corte de las Vanidades, soy la reina triunfante que no expira. Muero y renazco siempre en medio del tumulto de las formas, en medio del vacío, a favor de la corriente, que crece y se precipita al mar, fluyendo hacia el abismo.