Ricardo Naise - De la sombra y el anhelo - El jardín de los milagros
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EL JARDÍN DE LOS MILAGROS
diálogo imaginario con Pierre Clementi

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Escrito en los años 2002-3 y editado con la ayuda recibida del Área de Cultura del Ayuntamiento de Sevilla, en la convocatoria de proyectos e iniciativas culturales del 2004.

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PRÓLOGO

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Imágenes. El nuevo canto de las sirenas son las imágenes. Ellas nos circundan. Han invadido la vida para seducirnos y encadenarnos a su caducidad. Y nosotros, cansados de rebelarnos, de buena gana, nos dejamos raptar por ellas. A sus placenteras, pequeñas historias queremos adherirnos. Pero, ¿cómo no perderlas sin perdernos nosotros también? Es ahí que Ricardo Naise retoma el desafío; sabe que ningún iconoclasta nos salvará, como sabe, también, que no basta con aislar imágenes singulares para recomponerlas posteriormente a través de la escritura. Exhaustas, estas recetas no nos convencen ya. No existe por un lado la imagen y, por otro, bien distinto, la palabra escrita. Roland Barthes ya lo recalcó: el nuestro no es sólo un mundo de imágenes, sino más bien, y cada vez más, un mundo de escritura *.
De acuerdo que, ahora, todo está digitalizado pero, aproximando 0 y 1, no conseguiremos reflejar el fluir del viento, ni recomponiendo teselas al olvido podremos parar; es necesario moverse en otra dirección si, como nos sugiere Ricardo Naise, queremos alcanzar la fuente de la que mana, para utilizar una terminología deleuziana **, “affects et percepts”, es decir, aquel lugar donde la tensión afectiva y perceptiva aún no ha sido diferenciada y traducida a una representación escrita o visual.

Cancelar el “cliché”, la imagen ya expresada. A este tipo de experiencia nos invita el autor. No relata una enésima historia para consolarnos. La escritura no es un medio transparente. No. Ella existe por sí misma y, en efecto, “desconstruye” nuestras expectativas adoptando ahora un semblante, después otro; de diálogo platónico a monólogo visionario. De pronto distante, como una constatación sosegada, de repente precipitado vehículo de pathos. Su escritura nos acompaña de forma imprevisible, premurosa, diversa siempre, porque sólo así nos abriremos también nosotros a las tintas, que es como él llama a esos matices y mundos virtuales que acompañan nuestra vida, enriqueciéndola.
Las tintas minan la historia porque suspenden su curso lineal. Nosotros, al leer, añadimos una tinta ulterior a aquellas que nos ofrece el texto, y es esta tinta “propia” la que quiero ofrecer, ahora, a guisa de breve prólogo. Una tinta que pondere futuras lecturas. Un modo de conectarse directamente con el texto; cosa que, creo, no disgustará al autor.

El jardín de los milagros se inicia al concluir la vida de Pierre Clementi, en el momento en que, fuera, los elementos desencadenados se precipitan por doquier: lluvia, truenos, relámpagos, viento huracanado. Destellos de luz que anticipan los del texto.
Para reconstruir la vida de Clementi, el autor se vale de recuerdos de sus películas, como de un material que desglosa con pasión. Así, a cada momento, se crea una digresión con aquello que debiera ser la vida vivida por el protagonista. Exceso que nos hace pensar en los Exercices de style de Raymond Queneau, porque, en la escena, la luz se modifica siempre, y no podemos, nosotros lectores, permanecer por más tiempo ocultos, sin exponernos y tomar parte en esa digresión. Pero esto es sólo la primera “traición” biográfica: de ahora en adelante, nos daremos cuenta que toda esta biografía está atravesada por una autobiografía afectiva que adapta la vida de Clementi, un poco esquizofrénicamente, a las vivencias del autor, a las películas que aquél interpretara y al modo en que éste las contempla.

El actor Clementi gana terreno al personaje Clementi y se sobrepone a él, creando un juego de espejos y simulacros. El histórico, lo sabemos, se basa en documentos, pero ¿que ocurre cuándo estos documentos son ficciones, películas en las que Clementi, de pronto es actor, de pronto director? La distancia que separa al arte de la vida se diluye…y, por otro lado, ¿nuestra sustancia no es acaso la misma que sustenta a los sueños? ¿Dónde situar los cimientos de una biografía si, al trazar una vida, ésta, a su vez, nos plasma? ¿Qué marco podría acoger un devenir similar? Ricardo Naise no usa una mirada clínica, analítica, él imagina una vida en la confluencia entre vida vivida y vida supuesta. Pero, si vida y arte, en las películas filmadas, se tocan, todas las vidas interpretadas por Clementi en los films y la vida que Ricardo Naise deduce de ellos, se tocan solamente en un punto virtual. Y la escritura está desmembrada por estos dos puntos, aproximándose ahora a uno, después al otro. Son estas las tintas: las de las adhesiones, las visiones postreras, los énfasis.
Ahora el director conduce al actor, más tarde la personalidad del actor se impone y constriñe al director a recomponer y mediar; bien distinta es la relación del escritor que, libremente, se mueve entre ficción literaria y ficción cinematográfica. La intimidad que se va tejiendo entre el autor y el actor parece a primera vista excluirnos, sin un apoyo que nos afiance, sin embargo, existen brechas, mínimas aperturas intersticiales para nosotros lectores, y podemos encontrarlas en el continuo cambio de registro formal, a lo Así habló Zarathustra de Nietzsche.

En El jardín de los milagros Ricardo Naise nos ofrece el “LA” de una polifonía sólo esbozada. Sobre este dulce estructuralismo nos toca a nosotros revivir a Clementi. Las tintas son autónomas respecto a los sujetos, sus voces no las recluyen, próximas más bien a estados de ánimo. Atraviesan tanto al actor como al autor. Al personaje imaginario como a nosotros mismos. Esta es la hendidura que colma el sentido último: así el soliloquio mima la dualidad. Del mismo modo que el actor debe vaciarse de sí mismo para remodelarse aquí y allá, así las tintas continuamente transforman aquella imagen que nos gustaría estampar sobre el personaje.

En un film, el protagonista tropieza con un extraño sujeto, interpretado por Clementi, que lo invita a respetar un pacto que previene la muerte de una tercera persona que, en realidad, no es otra sino el propio Clementi, como se verá má tarde. Éste le dice: Stefano, tu sei mio vero fratello, per quello devi essere tu ad eliminare quello falso y, por otro lado: …io sono el prolungamento di te stesso. Las tintas que nos invaden se asemejan mucho a aquel hermano que hay que eliminar: no consienten compromiso alguno; no existe una vía posible entre el tiempo cíclico del mito y aquel otro lineal de la historia, sólo el ocultamiento de uno puede dar cabida al otro.
La tinta negra podría hacer de tercero, pero no se identifica con el yo que narra, más bien ocupa el lugar de la memoria atemporal, aquella que preludia y precede cada vida, cada parte posible de ser interpretada.
La tinta roja está sometida al vórtice introspectivo y pasional del personaje.
La tinta azul se sitúa fuera de toda mezcolanza, más allá de toda polémica, paralela.
Y la escritura solamente entrelazando las tintas y favoreciendo la posibilidad de imaginar una lectura que no respete el orden establecido y venga a iluminar otros aspectos del personaje. El Clementi director podría clausurar la danza, situándose al otro lado de la cámara para verificar si su “hermano” dejó de existir, tanto en el mundo ficticio como en la realidad. Pero, ni a Ricardo Naise, ni a nosotros nos atañe decidir. Este dilema ni siquiera nos roza porque nos deslizamos en otra creación ex novo que se cierra con “la partida” donde, a la polifonía de las tintas, le sucede aquélla de los elementos, espacialmente recompuesta en un gran fresco de tonalidades evanescentes. Pero es en el epílogo donde todas las imágenes, antes diferenciadas en tintas, se agolpan entre sí, como si un gigantesco castillo de naipes se derrumbase: recuerdos personales de fragmentos de films y documentos archivados minuciosamente se confunden. Al final, no queda otra cosa que Venecia y sus islas, las cenizas en París y, en el aire, el rastro de un sueño que venga a unir a las dos ciudades.

Lorenzo Gatti

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* Roland Barthes: “Sade, Fourier, Loyola”.
** Gilles Deleuze: “Qu’est ce que la philosophie?”.

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PRELUDIO

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Lector, es mi deber informarte de ciertas cosas esenciales que debieras saber, antes de que atravieses el umbral de estas páginas escritas por un desconocido, que ha venido ahora a encomendarme la tarea que, a modo de exordio, aclare algunos aspectos de suma importancia para comprender este libro que tienes en tus manos.
Intenta rehacer su contenido –en clave de ensoñación musical– el día en que Pierre Clementi dijo adiós a la vida, día, un 27 de diciembre de 1999 que, conviene recordar, prosiguió a una terrible tempestad desencadenada sobre París el día anterior, que a punto estuvo de volar las techumbres soliviantadas de la misma Notre-Dame, y vino a fulminar los jardines de Versalles con furia barbárica, como si sus frondas cobijasen al peor enemigo de la República Francesa.
Los bosques y avenidas de aquellos hermosos jardines quedaron arrasados por una tempestad tan cruel que, aún hoy, sus allées son repoblados con especies de árboles traídas de los rincones más apartados de la tierra.

Debo decir que Pierre Clementi fue una figura emblemática de la contracultura de los años sesenta, actor relevante del cine europeo en aquellos años que Buñuel, Deville, Pasolini, Garrel, Bertolucci, Glauber Rocha… le brindaron la posibilidad de dar lo mejor de sí mismo y hacérnoslo llegar con toda su fuerza.
Digo que este libro está escrito en clave de ensoñación musical, porque no es una biografía fiel de su persona, ni siquiera un estudio de los capítulos que jalonan su carrera cinematográfica lo que estas páginas nos deparen. Más bien, es un acercamiento al alma intuida de ese ser –con todos los riesgos que ello comporta–, en el momento crucial en que nos dice adiós y hace balance de su vida pasada, lo que el autor quisiera transmitirnos.
Para llevar a cabo esta empresa se valió, en principio, del diálogo de dos voces cuyas palabras se pronuncian en tinta negra, roja o azul, dependiendo de quién habla, o del estado en que una de esas voces se encuentra. Así, anticipamos que la tinta negra corresponde a la de un desconocido, que no podría ser otro que el autor, y las tintas roja y azul hablan por boca de Pierre a distintos niveles que oscilan alternándose, transcribiendo uno –el escrito en tinta roja– un estado de espíritu, en el que el actor aún se identifica con los lances de su vida pasada, y otro –el escrito en azul–, que trasluce una actitud más consciente y desapegada, que sólo en el trance de morir o en las pequeñas muertes extáticas que la vida nos depara podemos sentirla.

Además de recurrir al diálogo como forma literaria, se valió también de la música y la pintura como fuente de inspiración, y compuso una melopeya de sonidos articulados que transcriben un ritmo y modulan una entonación, que nos hace recordar el requiebro fugaz de la música barroca y nos devuelve un cierto aire de mil setecientos. Así, los conceptos e ideas se volatilizan como las vidas pasadas que vivimos o soñamos alguna vez, y se dispersan fragmentadas como las teselas de un mosaico, que aguarda su restitución y, en el trance de la muerte, doblemente nos es devuelto. Doble como esa realidad, que refleja su ambigüedad en las aguas lacustres de un jardín donde el tiempo se paró, las nubes desfilan ceremoniosas, y vino el ensueño a hacer acto de presencia a un nivel, que cualquier milagro –real o soñado– podría ser verdadero y, así, acontece el milagroso encuentro entre el alma de Pierre y la de un desconocido, que bien podría ser su sosias, conciencia ensimismada, el espejo que refleja su rostro, o su envés.
En esta noche de las alianzas nada permanece en su sitio, espacio y tiempo se volatilizan, las identidades se convierten en sombras que vagan por la eternidad, anhelando la luz que los rescate de esa condición fantasmagórica que los mengua y enfatiza, hasta el extremo de no saber si están vivos o muertos, si es real o imaginado el encuentro de ambos en este jardín, o es el eco de otro encuentro, del que sólo la música y el perfume podrían hablarnos.
Existe, no obstante, una extraña complicidad en los diálogos que se producen entre esas dos almas, que debiera hacer plausible la siguiente revelación: el encuentro entre ambas se producirá en el mismo instante en que son descubiertas por nosotros mismos, por tanto, deberíamos sentir sus mismos éxtasis, quién sabe si, también, sus temores y dudas con la misma emoción.

Constatando la evidente eficacia de la literatura para aproximarnos al alma de un ser ausente, el autor quiere excusarse si no halló las palabras adecuadas para hacernos partícipes de dicho encuentro. Compartirlo es, en estos momentos, su anhelo mayor, y me dice que os comunique que, si no consigue inundar nuestros ojos con haces de luz, no será porque él no inundó los nuestros con fulgores excesivos. Más bien, asume que es debido al escaso tiempo que dedica a escribir y, por tanto, a la poca familiaridad que le conceden las palabras, pronunciadas raramente, sólo cuando son alcanzadas por el fuego ígneo y se derraman por las laderas del lenguaje como un volcán en erupción.
El autor quiere también que os diga que no pretende ni cree ser un escritor al uso y, que a lo más que aspira, es que la escritura pueda desvelar rincones del alma que permanecen en la sombra, quizás desprenderse a través de ella del pensamiento lineal, y aventurar un ritmo, una cadencia, que lo acompase consigo mismo y con el mundo, propiciar la solaridad de una endecha antigua para encontrar la música que yace escondida en cada una de sus vocales y, en algún momento extático, quedarse sorprendido ante una línea escrita en la que queda patente que no fue él quién la escribió. ¿Y quién fue entonces? podríamos preguntarnos. Las musas, responderán los poetas. La llama de amor viva, contestarán los místicos, pero ambos, en su intimidad, conociendo la realidad por una estrecha vía que, al contacto con las aguas primordiales, se torna accesible.

No es casual que las dos voces dialoguen en los jardines de Versalles escuchando a Mozart, y que las aguas del Canal Grande no sean otras que las del Gran Canal, donde las piedras de Venecia reflejan su rostro. Son ellas las que acogerán al féretro negro que navega por el antro lunar de la laguna Estigia, ellas las que vendrán a saludar el clamor de esas almas perdidas en alta mar, que regresan a puerto, para detener su mirada, por última vez, en esos canales, sobre esas cúpulas... Son los fastos de la partida que se prodigan pletóricos, antes de alcanzar el umbral del vacío que en la laguna los aguarda.
Surcar las aguas del Gran Canal será como remontar la kundalini que observa impasible los bellos palacios que se alzan a sus espaldas –algo así como remontar el Ganges en Benarés–, donde torres y cúpulas emergen tras los muros con sus dramas legendarios, sus siglos específicos y su olor particular. Torres, campanarios y templos serán, junto a las cúpulas, todo aquello que dejaremos atrás, una vez que, acabados los fuegos de artificio, la laguna de Venecia se despueble, y sólo emerja entre juncos algún solitario atolón, vigía insomne de la isla de los muertos donde Caronte los conduce.
Sí, no es casual que sea Venecia y la isla de Torcello las que custodien el enigma. Tampoco, que los signos externos de aquel siglo, colmado de dulzura e insumisión, suntuosidad y barbarie, se hagan patentes a un nivel, que la douceur de l’Ancien Régime y el silbido lacerante de la guillotina se confundan de tal modo, que hoy –desde una perspectiva de siglos–, el revolucionario y el aristócrata aparezcan socavando la ambivalencia en la doble faz de una misma efigie.

Y nada mejor que traer a colación el aura aristocrática de un gesto insobornable, para aproximarnos a un actor que tan poca tinta impresa hizo correr en entrevistas y otros lances del oficio, que él –dulce bárbaro de la imprudencia– tanto deploró, para acercarnos a un ser que, si algo lo caracterizó, fue la perpetua insumisión que mantuvo intacta a lo largo de su vida, tocado irremediablemente por el Mayo del 68 y aislado por las familias consolidadas del cine francés, y al que podemos imaginar –tras su encarcelamiento en las galeras romanas– recorriendo junto al Sena las calles parisinas como un auténtico mendigo, pero, también, como un príncipe de Aquitania, el de la torre abolida de Nerval, para el que la fascinación por la imagen fue su Aurelia, y la alquimia que lo puso en contacto con una realidad, que a pocos se hace accesible y, menos aún, los que consiguen regresar de los campos de espigas, coronadas las sienes.

Entre los olvidados, él ha sido, sin duda, uno de los más memorables. El oficio de actor no tomó en él los tintes habituales de reto profesional y de prestigio como, por otro lado, puede ocurrir con cualquier otra profesión, sino, más bien, el de una criba a la que se arrojaba sin contemplaciones, para iniciarse en el rito sagrado de la posesión, que es como se le reveló el teatro y, más tarde, el cine.
Con tal visión de la dramaturgia, nuestro actor, inevitablemente suscitaba la existencia de una realidad oculta, que hoy podría pasar desapercibida para muchos, pero no lo hizo en aquellos años portentosos de la contracultura, cuyos adeptos anteponían ideales utópicos al proceso especulativo de la economía, la locura imaginativa a la ciega razón, la aventura arriesgada y vivida en primera persona, a la teledirigida por las productoras y distribuidoras cinematográficas.

Para acabar, se me insta a transmitiros una última advertencia. Tras la máscara de la muerte, ni revelación religiosa, sistema filosófico o metafísica alguna se cumplen en su totalidad. Más bien, todas ellas parcialmente se confunden, aportando una verdad a esta realidad omnívaga que nos trasciende y sólo deja escapar una parte fugaz de su significado, revestido del color y la forma particular de nuestra propia experiencia.
Que ponga el acento en un jardín, la música de una época o el timbre de voz, no es más determinante que ponerlo en la perplejidad de sentirnos eternos y extremadamente frágiles. Este jardín, esta música y estas voces son elementos que caracterizan etapas o estaciones significativas en el laberinto evolutivo de un ser, fulgores que, al igual que la luz cenicienta de una linterna china, se escancian en la noche para ahuyentar las sombras, o bien como el rastro que deja un perfume evaporado de un frasco de cristal, impregnando el perfil de otras sombras amigas que nos acompañan.

La música y el perfume vagan por la eternidad.
Versalles, Venecia y las islas son un símbolo.
Ahora es tiempo ya de reunirnos bajo esta alta y oscura noche de Basán, que a todos nos aguarda.

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EL ENCUENTRO
(algunos fragmentos)

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( tinta azul )

Debo partir.
Versalles me aguarda.

( tinta negra)

Escuchar música era el placer que tenía en más alta estima, y tocar un instrumento musical su quehacer más preciado. La música, que no fue la actividad principal a la que se dedicó en vida, le deparó en cambio algunos de sus momentos culminantes. Abría para él las puertas de un reino al que aspiraba con vehemencia y, a pesar de su vaguedad, lo aludía de manera más explícita que la interpretación dramática, a la que sí se consagró por completo. Ambas, sin embargo, al igual que la poesía, que también frecuentó, participaban de la mediumnidad, facultad fundamental en su visión del arte, a cuyo influjo uno no puede sustraerse si es demiurgo o aspira a serlo. Él demostró ser ambos a la vez.

Si conseguía relajarse, no prestar atención al desasosiego de la mente que siempre anda a la zaga de actividades inicuas, si tumbado en un diván o un lecho la música adecuada sonaba en el preciso instante al que se abandonaba sin reticencias ni preocupaciones…, si, al fin, esas circunstancias y alguna otra coincidían en un breve espacio de tiempo, entonces, el espacio y el tiempo dejaban de regirse del modo habitual, rozaba así, con la yema de los dedos, la atemporalidad, que fue la causa principal –con el tiempo y los excesos– de ese aspecto de fantasma quebradizo: un ser en cuyas venas circulase, más que sangre, siglos de niebla.

( tinta azul )

Me balanceaba en el vientre materno como en un océano de aguas templadas, en las que el oído era el rey, el faro que guiaba la percepción de otros órganos que se iban gestando a la vez suya. Permanecía aún con los ojos cerrados, cuando el oído se hacía cada vez más receptivo a toda pulsión sonora transmitida en su hábitat. En aquella penumbra acuosa, era el primer órgano que mandaba información al cerebro y prefiguraba, con su influjo, las primeras emociones.
¿Qué recuerdos puede traer consigo el recién nacido, cuya génesis se produjo en el vientre de su madre? ¿Qué tipo de luz, si es que algo de ella supo? En aquel océano-mar ¿qué sol acarició sus mejillas y lo envolvió con sus rayos?
Si algún sol existió allí, lo percibió con el oído y no con los ojos, por tanto, son recuerdos de sonidos, y no de visiones, lo que este ser en blanco trae consigo, y una varita mágica que un hada madrina depositó en sus orejas. Junto a ésta dejó, también, un pentagrama plegado, en el que aparecía trazado, con notas musicales, el camino recorrido y, en puntos suspensivos, el camino por recorrer. El oído percibió entonces los primeros estados apacibles, los primeros obstáculos, sonidos agudos y estridentes, otros calmos y pausados, y el silencio, las pausas de silencio entre un sonido y otro que recreaban un ritmo y modulaban una entonación, orquestando así la sinfonía que nos tocará en suerte.
¿A qué sonidos habré de enfrentarme, qué sones me calmarán, a qué suspiro habré de recurrir cuando me sienta perdido y el llanto aflore?
Poco a poco, aparecían todo tipo de instrumentos musicales, de cuerda y percusión, de teclas y de viento. Cada uno iba escribiendo sus notas sobre el pentagrama en blanco de mi percepción, la sensibilidad que se entreabre tocada por la acústica, y con ella…

( tinta roja )

¡el misterio de la dualidad, disuelto ya en las aguas seminales de la preexistencia!
Dos ojos, dos oídos, dos manos, dos brazos, dos piernas, dos pies, dos labios, dos fosas nasales, dos pechos, dos hombros que serán alas, dos testículos…, un dos que ensanchará sus límites cuando suenen las campanas de mi alumbramiento, para sentir en la piel la alternancia constante de luz y sombra, la sucesión de días y noches inacabables, el padre y la madre que, al ser dos, se reúnen para darme la vida…
Pero ¿dónde está él? Creo tener un recuerdo vago de su voz, como si alguna vez la hubiese escuchado como contrapunto grave a la voz de mi madre. Ahora, en cambio, no está, escucho sólo la débil voz maternal, que me acoge en su regazo, tierna y desvalida. Alrededor, el tiempo y el espacio que no paran de agrandarse, la eterna dicotomía entre bien y mal ensanchando sus raíces. Legítimo e ilegítimo se ponen en guardia, vicio y virtud se atrincheran. Barreras, obstáculos que no cesan de crecer.
Mis oídos estallan.

( tinta azul )

Vislumbro el jardín a través de los altos ventanales del Corredor de los Espejos. La perspectiva central del canal produce al contemplarlo un deslizamiento tan gratificante de saborear, que el corazón se alza desbordado, le crecen alas y, si le hubiera valido, habría arrancado a volar –de hecho lo hace–, como un pájaro que despliega sus alas por aquel espacio idílico, donde fuentes distantes conversan en voz baja, y Apolo y su madre Leto se llaman a gritos sin ocultarse.
En este jardín, las esculturas parecen estar dotadas de una vida letárgica, que a veces se escucha sofocada por los estanques y los setos en flor, o como un eco es transportada por la ligera pendiente, donde estatuas de piedra blanca y oro bruñido dialogan entre ellas de no sé bien qué –voy a ser sincero–, tal vez de instantes apacibles que el tiempo se llevó, dejando mudos y extáticos sus gestos y sus bocas, ese aroma cobijado en los pliegues de las vestiduras, en los pedestales y el mundo vegetal que en torno crece, un trozo de naturaleza educada en los arcanos de tal rigor que, con extraña naturalidad, aparece para desentrañar la perfecta geometría que permanecía oculta y, con la ayuda de un artífice, viene a mostrarse engalanada en todo su esplendor, con la pompa dorada de reyes y príncipes y los ígneos emblemas del astro rey.

La ciudad solar, el palacio del Sol, los jardines solares. Todo allí se prodigaba y distribuía a la manera en que el padre Sol prodiga sus rayos entre los planetas que danzan bajo su cetro. Placer de príncipes, ciertamente, que fue dosificándose a lo largo de los siglos, desde la tosca piedra medieval, que poco a poco se abría a la luz solar, filtrada en su interior a través de ventanas ojivales, mandalas multicolores que, en su quietud, parecían girar como esferas celestes, y hacían soñar al alma con mundos intangibles, como si, de repente, perdidos y encontrados de nuevo en medio del cosmos, esas vidrieras inundadas de tibia luz vinieran a representar, con la fuerza originaria del símbolo y del mito, la cúpula del cielo y su Génesis, la Metamorfosis divina y el Apocalipsis final.

Del fervor que señala al cielo en las agujas de las catedrales medievales, se llega por caminos ambiguos a este otro fervor, enamorado de los espacios abiertos y las amplias perspectivas en el que ahora me encuentro, paseando por los allées con un desconocido, al que, vagamente, creo recordar.
Me dice:

( tinta negra )

Los miedos de ultratumba se disiparon, y los hombres se sintieron con la suficiente confianza en sí mismos para entablar un diálogo con los dioses. Se adentraron sin más por las sendas del Elíseo, gozando de las dichas terrestres, como si participaran del cielo y su gloria.
Este jardín es el símbolo exacto, en esta orilla, de aquella otra realidad, que la bruma del canal disuelve en lontananza, y hacia la que el barquero Caronte nos conducirá en breve.

( tinta roja ), sobrecogida.

Tu voz me es familiar.
¿Eres Caronte o un ser de otro mundo?

( tinta negra )

No temas. No soy Caronte ni pertenezco a Alémmundo.
He venido porque he sabido que partías y quería saludarte.
Además, hoy podemos escuchar a Mozart como aquella tarde… Sabía que vendrías.
Fue en este mismo jardín donde conversamos los dos, por última vez, hace ya mucho tiempo.

( tinta roja )

Forastero, hablas de cosas ocurridas que no consigo vislumbrar.
Verte y escucharte es como mirarme en un espejo, que refleja imágenes desvaídas que apenas recuerdo.
Pero dime, ¿cómo has llegado hasta aquí, a este lugar tan querido, arrasado por una tormenta?

( tinta negra )

Me trasladé en sueños, el sueño era la única posibilidad de aproximarnos antes de que partieras. La tempestad vino a anunciar el fin de la impostura de un tiempo sin ideales, y a restituir aquel otro, paralelo, que dormía a la sombra de una revolución.
Ahora, la música, las fuentes y los árboles quieren ser testigos otra vez de nuestro encuentro, como lo fueron aquella tarde.
Ahí están, eternos e indelebles, como si el tiempo no hubiera pasado y nada tuvieran que ver con él.
Ellos, también, querían saludarte.

( tinta azul )

Es cierto, esperaba encontrar un jardín devastado, y encuentro en su lugar un horizonte despejado donde el aire huele a flores.
Parece que la primavera despertara.

( tinta negra )

Piano, piano, Pierre. Conoces bien los cielos de París. Son antojadizos incluso en verano. ¿Qué esperabas de un año y un milenio que se despiden así, con una tormenta apocalíptica?
Todo en ti fue excesivo...
¿Qué, sino una tempestad desencadenada podría acompañarte en tu último viaje, y decirte con viento desolado, entre rayos y truenos, adiós?
No, Pierre, la primavera aún duerme.
Ahora, sólo tienes que saltar verdaderamente al abismo, ir más allá de los ensayos previos a este salto en los que convertiste tu vocación de actor: un medio para desaparecer en otros.
Es la gran aventura del ser, que se disuelve en la nada, el gran papel que se te brinda. No hay nada más sutil a lo que puedas entregarte. Es pura alquimia que transmutará la substancia de tu rostro y la totalidad de tu ser.
Este jardín será el escenario. Aquí, tu presencia alcanzará tal grado de sutilidad, que será pura contemplación sin gravedad alguna, un verdadero fantasma que cruza el canal que lo separa de sí mismo, una sombra que vaga en pos de su verdad.

( tinta azul )

Así pues ¿no es momento aún para descansar bajo una sombra apacible?

( tinta negra )

¿Qué esperabas, creías acaso que tus excesos se podrían extinguir así, tan fácilmente? En tropel verás superponerse uno tras otro los días y las noches que viviste, los verás pasar suspendidos ante tus ojos, en un segundo fuera del tiempo. Vendrán a sacudir tus nervios y tus vísceras una vez más, con los mismos estertores, los mismos espasmos. Cada placer y cada dolor sentidos –y los tuyos fueron inefables– resucitarán de nuevo en ti, en tu carne y en tu sangre. Todos ellos pasarán en cortejo fúnebre, para que tomes conciencia de tus errores, de tus conquistas, y nuevas puertas se abrirán, pues la aventura, aunque parezca acabada, continúa viva. Es el alma la que ahora entra en trance.
Tu cuerpo quedó abandonado, como una hoja muerta, en París.

( tinta roja )

La noche pasada, un sol negro inflamó mi espíritu de tintes tan sombríos, que creí escuchar desde una torre las trompetas delirantes del Juicio Final. La salvaje tempestad de lluvia y viento que arrasó París vino, también, a sacudir el penoso estado en que se debatía mi alma, enfrentada en una lucha sin cuartel, en la que dos bandos enemigos se disputaban su cetro.
El alma humana es doble –me decía–, y mientras el monarca de un bando proclamaba el sentido de la vida y, por tanto, la adecuada conducta moral para proceder en él, el caudillo del otro me invitaba simplemente a descansar, a dejar que se convirtieran en polvo los frutos de la vida.
Me decía: “El árbol de la pasión secó sus ramas. Ninguna flor podrá ya brotar en él. Descansa”.

De este modo, la inmortalidad y la nada ocasionaron con su lucha tal desorden en mi espíritu, que sólo el sueño –con su ala de seda– me sacó de él.

( tinta azul )

Soñé entonces, de forma armoniosa y precisa –como si mis dedos trazaran notas musicales sobre un pentagrama en blanco con suma naturalidad–, soñé, digo, con un estado de escucha tan dilatado y sublime, que sólo en el vientre de mi madre pude percibir, y en los raptos del alma que cierta música me brindó ocasionalmente.

Me sentí formando parte de una totalidad, que se manifiesta a través de la música, la Armonía Universal, que cada ser contribuye a crear con su sonido propio.
Bueno, ese propio es una manera de decir pues, en verdad, el sonido es más afinado y armónico cuánto más vacío está uno de sí, de manera que emisión y transmisión son dos estados indiferenciados en ese estado de escucha. Somos, transmitimos armonía porque, vaciados de nosotros mismos, permitimos que en nuestro corazón se manifieste.

Percibiendo esa armonía, aparecieron a mi vista conductos obstruidos, tubos de sonido colapsados, tuberías acústicas oxidadas en trance de extinción. Verdaderamente, me di cuenta de la torpeza del ser humano que, ante un despliegue infinito de acordes musicales, prefiere que a sus días los acompañe un grave y triste son, que se repite incansablemente como una letanía.

Así, mi oído se acostumbró a escuchar un registro de sonidos sordos y pesados, cuya irradiación luctuosa era producto de su sordidez. La sombra de esa impureza se expandió por mi alma, y ocupó el tiempo que me había sido concedido para participar en la Sinfonía del Mundo, donde el Caos y la Armonía sublime flotan.

( tinta negra )

La inmortalidad y la nada, la armonía y el caos son conceptos a los que no deberíamos aferrarnos, son ciertos y falsos a la vez. Hay un estado del alma en que los dos se reconcilian y pasan a formar parte de una misma ensoñación.
La impasibilidad observa cómo el malo se convierte en bueno y el bueno en malhechor, observa cómo esos dos conceptos que se erigen en categorías enfrentadas, en el fondo, no son nada el uno sin el otro, en verdad se necesitan, pues son el engranaje que permite que la rueda del mundo se ponga en movimiento. En realidad, ambos tienen un mismo origen, son hermanos de espíritu y de sangre, y su anhelo tiende a la reconciliación cuando están bien auspiciados. Pero, a veces, un mal genio se apodera de su espíritu y no los abandona hasta que percibe que mal alguno les pueda ya infligir. Es entonces cuando los remordimientos de una vida regida por el loco azar y los desórdenes se presenta desnuda ante nosotros, para hacernos comprender la parte que nos toca asumir en las desdichas y desventuras que hemos padecido.
A todos nos llegará el momento de encarar el examen de conciencia. A unos antes, a otros después. A veces de forma paulatina, otras fulminante. Unas veces será la enfermedad la que nos libre, poco a poco, de ser rehenes de por vida. Otras, sólo la muerte podrá arrancar de un tajo el mal que nos aflige.

Tienes a tu favor, Pierre, los lazos que te unieron a la muerte largo tiempo. En cambio, aquellos otros, que socavaron tu alma hasta la insensatez, te son desfavorables.

( tinta roja )

Hablas como si la muerte te hubiera revelado sus secretos más profundos.
¿Qué certeza tienes de lo que dices?

( tinta negra )

Las ideas, te repito, no son falsas o ciertas, no existen para que en ellas creamos o dejemos de creer. Aparecen en nuestra mente para que el corazón se haga cargo de ellas y las filtre. Aparecen para que aprendamos a distinguir el tono de su voz.
Son el aire que el pájaro necesita para extender las alas, la luz de las estrellas en la noche del cazador.
El oro puro del corazón nada sabe de ideas u opiniones, éstas lo ponen loco con su ir y venir y, cansado de su inconsistencia, vuelve los ojos hacia sí mismo, para conocer el mundo desde dentro, para sentirlo como lo sienten una tortuga o un caracol.
No deberíamos creer en las ideas, al hacerlo levantamos un obelisco en honor a un dios, cuyo nombre y origen desconocemos.
Así, ante el dios de la improbabilidad nos arrodillamos y le adjudicamos un nombre sonoro para engañar al oído que implora un asidero.
Deberíamos ver las ideas como lo que son: bandadas de aves que cruzan el cielo para cambiar de clima, y acomodarse, temporalmente, al medio favorable que las acogerá, donde nuevas ideas darán sus frutos.
Después arrancan a volar con rumbo incierto. Nunca sabremos hacia dónde se dirigen. Son nómadas como los hombres azules del desierto, y deslumbran nuestros ojos con los mismos resplandores y los mismos espejismos que aquéllos ven, entre nubes de polvo y reverberaciones luminosas.
Al creer en las ideas, contemplamos la realidad a través de sus ojos, el corazón siente por ellas lo que no es capaz de sentir por él. El sentimiento, la percepción intuitiva son rehenes de su férrea vigilancia.
Así surgen las pasiones que tornan tan vanas las vidas de los hombres.

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LA PARTIDA
(algunos fragmentos)

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La lluvia cesó.
De ella sólo se escucha el goteo de los árboles en la hierba anegada y sobre la arena encharcada de los allées ateridos.
La noche, oscura y serena, se cubrió de estrellas, su luz, en el espacio equidistante, poco a poco se filtró, permite entrever ahora la barca en la que Caronte conduce a esos dos navegantes, tránsfugas los tres de ese lento periplo que a una playa desierta vino a traerlos, y sobre la que podemos vislumbrar la pista errática de murciélagos en vuelo, nocturnas criaturas cuyos ojos cegados nada ven, ciegos alados que orientan su decurso entre la tenue luz que desprenden las estrellas, y el fulgor de esa media luna turca que a una especie de Oriente parece conducirlos, como si el rastro de un perfume persiguieran al azar, el hálito de una música nocturna que les invita a planear, entre oscuros arrecifes y el turbio resplandor de la arena mojada.

Sopla la brisa marina que engarza al oído el sonido emitido por las aves acuáticas, se estampa sobre otros murmullos, que a lo lejos se escuchan con ecos de cristal. Una acuarela inmensa diluye sus contornos en la acuosidad de un canal, donde el rojo y el negro en sus aguas se han disuelto, y vino a mudar de repente, en ondas marinas, su incierto perfil.
Lentamente, la falúa oscura se adentra por las aguas, trémula por el sonido de un mantra que inflama sus pechos y de tatuajes cubre el lomo del mar, guiada por el eco de una música, que Caronte, erguido en la barca, parece liberarla, como si las cuerdas de un arpa mnemónica rasgara con el mástil.
Avanza envuelta en ese olor inconfundible a mar desventrado, que hace que el pecho se hinche y se nuble la cabeza, antes de que los ojos ungidos puedan contemplar el espacio ingrávido de la playa a lo lejos, bocanadas de olas que un rastro de espuma dejan al expirar, con el sabor agridulce que en la boca dejan muerte y nacimiento, y esa suspensión vertiginosa que el movimiento de las olas produce al caminar…, por la playa, queremos decir, tan diferente a la que sienten los pies plantados en un prado herboso o una planicie, tan distinta a la que sentimos por los allées de aquel jardín que dejamos atrás, todo el goteante de duelo luctuoso y lluvia lacrimosa.

Podría ser una playa del nordeste brasileño, a no ser por el aire menos tiepido y la ausencia de coqueiros oteando el litoral. Con todo, un ecuador cercano sale a recibirlos, portando los emblemas de los cuatro elementos, que en su frente se tejen con hojas de mirto.
Regresan al hogar: Fuego. Aire. Agua. Tierra.
Los cuatro elementos, que en el cuerpo y el alma se hicieron tangibles, colmaron de súbito el anima errabunda de aquel jardín, la barca que avanza, con la vela henchida, por el Cocito denso y flameante, donde el aire sulfuroso del volcán, el vuelo anchuroso del ave y el fragor de la catarata acompañan el devenir de esa singladura, a la que asistimos, ojo y oído atentos en la oscilación del mar, que viene a restituirles ahora cada jornada vivida, cada pasión, cada emoción o pensamiento, los más preciados y los más vanos que la vida les deparó, aquéllos que a sus costados concedieron alas para elevarse, o aquéllos otros que, vencidos por tierra, arrastraron consigo sus anhelos y súplicas.
Ni la pasión más ruin, ni el pensamiento más honesto podrían escatimarse a la oscilación de esas aguas que fluctúan de modo similar a como la vida lo hace, densa y abigarrada en su cambiante profusión, y su propensión a las formas que los cuatro elementos recrean sin deceso, aspirando a la supresión de barreras que en sus confines fronterizos parecen aislarlos, derribando fronteras que tienden a separarlos para reunirlos de nuevo una vez más. Y así, el agua, que por naturaleza tiende al descenso, asciende –llegado el momento– con el fuego ígneo que la hace bullir, la tierra, seca y concreta, se humedece con la lluvia y es pura porosidad en los desiertos y en las playas, que al sol y al mar se ofrecen sin tregua.
Loor a lo fronterizo, loor a la mudanza y la siega.
Loor al fuego, loor al aire, loor al agua, loor a la tierra.
No hay inmersión de bajo fondo, ni levedad de cumbre accesible que pueda sustraerse al reflejo que esos seres imprimen en la superficie del mar, como si su vibración viniera a reflejar –como en un cortejo fúnebre– cada acto vivido, cada emoción, cada aventura depuesta.

No por extraño es menos obvio constatar la simultaneidad que embarga a la visión, el oído que entreabre sus membranas al sonido singular de una música inaudita, el sentimiento que anticipa su reflejo en la mirada antes de actuar, hacerse tangible, y desfilar con una cohorte de pájaros erráticos, estruendosas cataratas, frondosos bosques cuyos árboles se dan sombra unos a otros con armonía y donaire.
La llama que alienta en sus hojas parece inextinguible. Los frutos en sus ramas no conocen la caducidad. Se diría que la decrepitud en ellos permanece ausente y, todo ello, porque participan gozosos de la perfecta unidad, y por doquier proclaman que no habrá otoño posible que desnude sus ramas, ni robar pueda a esas hojas su perennidad.
Noviembre –con su viento y sus lluvias– es un nombre que alude al tiempo inmutable de un calendario anual, como Versalles y Venecia son lugares concretos en el espacio tangible.
Pero, aquí, la abolición de espacio y tiempo es algo que alcanza la laringe y se puede paladear. Flota en el aire un polvo argentado, tan sutil y delicado, que se confunde con la luz que las estrellas emiten.
Mucho más dúctil es esta transparencia, en la que el pensamiento se adelanta a la mirada antes de que los ojos actúen, y vida y muerte –como sueño y realidad– abdicaron en su contrariedad, estrechándose en un abrazo que, no por afectuoso, deja de ser inflexible, como inflexible y familiar es el rostro del barquero que, con grave y ronca voz, convoca a las huestes del fuego, del aire y de la tierra, con ronca voz convoca a las huestes del mar, entonando un OM resonante y profundo, que el eco abismal repite a lo lejos:

OM M M M M M M

Y, la tercera vez que emite ese mantra, invoca

a la TIERRA

Venid aquí, divinidades terrenas, invoco vuestro asilo.
Compareced en esta landa acuática cuyo lomo se ondula para reclamar
el tributo que habréis de recibir.
Apresuraos en llegar, pues algo en él se seca, y el mar, con su vaguedad,
no para de humedecerlo.

y al AIRE

Volad diligentes, céfiros ligeros.
Acudid aquí y atended a este concilio, que de nuevo nos reúne
para distribuir prebendas.
¡Frutos dichosos habremos de compartir!
Soplo, brisa, viento, ¡acudid!
Congregaos en círculo alrededor de esta vela trémula.

y al FUEGO

Arded sin descanso, llamas incandescentes.
Que no pare de oscilar la danza que os alienta.
Corred, sin tardanza, raudas a este lugar…
y no olvidéis el cáliz.
Oro del más puro su seno acogerá, y al altar de aquella isla
remota, prestas al alba, acudiréis a recibirlo.

y al fin el AGUA, a la que exhorta:

¡Detente, Poseidón!
Depón tus caballos marinos y aplaca tu caracola.
Crótalos y campanillas déjalos reposar, porque
las divinidades del aire, del fuego y de la tierra llegan presurosas
a reunirse contigo.
¿No saldrás a recibirlos así, con una pleamar tan pletórica?
No seas altivo, hijo de Rea, y modera tu ímpetu.
¡Que cada cual reciba en sus manos lo que ha de recibir!

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Caronte, inmóvil en la barca, dejó de remar. Permanece mudo con el remo en las manos, sin que nada de lo ocurrido lo altere ni un ápice. En su semblante anida la misma severidad que nos ha dispensado desde que lo vimos surgir –apenas entrevisto– en aquel jardín lacustre.
La misma severidad, decimos, y el mismo celo, pues nada en su sigilo delata la certidumbre de una presencia corpórea. ¿Es real esa aparición que, envuelta en un manto oscuro, parece ignorarnos? ¿Es real esa barca y esta travesía incierta que hasta aquí nos condujo, guiados apenas por una tenue luz?
La luna y las estrellas también nos ignoran. Todo lo que anima a esta oscura noche vive y palpita volcado en su solaz, como si sólo existiera para ser escuchado y no para ser visto, como si sólo la mirada interna lo pudiera alcanzar.

Nunca sabrás las penas y alegrías que esta fonética musical impone a mi alma, los obstáculos que a cada paso debo vencer, las trabas que voy superando para alcanzar un puerto de abrigo o un vasto cielo en el que pueda solazarme.
Y es entonces que, en un tropel de caballos y galgos, las huestes invisibles abandonan el hogar, y regresan a la peña escarpada en el hueco de una nube a prender el fuego. Alrededor de su lumbre gustan de narrar historias, tan claras y elocuentes, que ni el historiador más osado y fecundo sabría transcribirlas. ¿Qué otra cosa cabría esperar? A todas ellas les es grata la rima y aman con pasión la música y las fuentes. Por eso, no debe sorprendernos que, a menudo, recurran al coro para enfatizar ciertas palabras que la sibila pronuncia… y, entonces, la planta ensimismada recobra la voz, el árbol, lívido, se sobrecoge, y los animales son heraldos que anuncian el futuro o guardan secretos como aquel que custodia la vieja Esfinge.

Vuelvo a repetirte, que el desafío que esta ingente labor me impone jamás podrás conocerlo. Lo intuirás, tal vez, en el laborioso aleteo de la abeja, que extasiada succiona el néctar de la flor, y una tras otra aspira la esencia en sus corolas abiertas mientras las fecunda, y portándolas a sus colmenas obtiene la miel, el preciado fruto que cada cual con su quehacer dispensa, la flor con su belleza, la abeja con su miel, yo con…

Aquí, en esta peña ahuecada desde la que contemplo las nubes, el cielo y los montes entonan con sus voces un cántico ejemplar. Es un himno, a la vez sencillo y sublime que, en momentos de serenidad, podemos escucharlo.
Sin articular palabras, escampa su poderoso tañido por todas las lindes, por las laderas, por las montañas, por los arroyos cristalinos que, entre adelfas y retamas, serpentean a sus pies. Entona su voz hasta alcanzar los vastos reinos del éter invisible que, en el azul del cielo, parece ocultarse. Pero el éter invisible vaga por doquier, repercute en la voluntad causal de la naturaleza en marcha, es la quintaesencia escondida de la que, a cada momento, los cuatro elementos van a beber. Está presente en el abrazo, está presente en la plegaria, en los orgasmos de los cuerpos y los éxtasis de las almas, está presente en la sordidez, pues ni el rincón más desolado y oscuro del alma humana podría evitarlo. Aunque no lo veamos, él siempre está ahí, en esa Peña de los ángeles o en este sordo ámbito donde el alma se debate, invocando o no la luz. Si por azar allí no se encontrase, el mundo se desintegraría. Pero él es diligente, paciente, posee un gran corazón. Vuelve siempre a los mismos lugares, una y otra vez, a ver si un reflejo de sus alas se torna visible.

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Sienten la calidez.
El fuego prendió su llama y el hogar se ha encendido.
Restos de antiguos karmas estamparon con humo negro su impronta en la pared, y una nueva llama desprende su humo, tan sutilmente, que parece invisible.
La casa está vacía, sosegada por una presencia cálida que se siente al respirar, remansada por un silencio tan profundo, que el alma serenada parece elevarlo.
Respiran en paz.
Puertas y ventanas entornan sus postigos. Las vigas en el techo rezuman rusticidad. En el alféizar, esa calidez se posa con la levedad de un pájaro y, es eso: un aletear de vuelos hondos lo que transita por la casa.

Las estancias están vacías, sosegadas por una quietud, que la ondulación de colores cinéreos que por el enlosado se estampan parecen desmentirla, transidas de arrobamientos que, en alguna penumbra esquiva, creen respirar.
Los muros encalados permanecen tranquilos, los zócalos pintados parecen indicar la línea que separa al cielo de la tierra, ambos cobijados bajo este mismo lar.
Casa amplia, casa solariega, una casa grande es esta que os hospeda.
Venid... ¡Contemplad!
Son tan claras sus estancias que, en sus esquinas, los muebles no parecen tener peso. Otros muchos enseres, que por ellas se prodigan, levitan lustrosos con la misma ubicuidad.
Allí, los pesados cortinajes que cubrían las ventanas han desaparecido. Unos visillos vinieron ahora a tamizar la luz, luz, que de pronto es clara, de pronto es oscura, ahora evoca un tiempo, después un lugar, todos los lugares en estas estancias se dan cita, enormes continentes, colmados y vacíos de tiempo y de lugar, una proliferación exhausta de tiempos y lugares que, sin embargo, poseen un límite.

La cal de ese viejo muro comenzó a resquebrajarse.
Los colores de un fresco antiguo empiezan a emerger.
Sus escamas irisadas cubren ahora los amplios muros de toda la estancia, donde un friso de tenues guirnaldas comenzó a estamparse bajo su techo.
Un estruendo de cornetas estalla en la pared.
Bosques amotinados adquieren un verdor galaico.
Las torres erguidas de un viejo castillo tiñen de gris plomizo la frondosidad.
Es el valle del Loire…
Una cacería regia, un revuelo de plumas y alazanes que, entre jaurías de canes, abandona la cour.

En el muro opuesto, otro fresco estampa líneas y colores con diverso semblante. Algo en ellos trae recuerdos de Poussin, un aire de campiña romana en tiempos de Ovidio, con toda la vegetación grata a la Antigüedad: olivos, encinas, laureles y mirtos, y un templo de mármol, circundado de pinos, con severo dintel.
De pronto, los pliegues de una túnica caen desmallados.
Las cintas de unas sandalias se ciñen a unos pies.
Un ligero manto cubre los hombros de una figura que, diáfana y corpórea, anciana y sin edad, aparece silenciosa en el umbral de la estancia.
Porta en sus manos un voluminoso libro que, en sus brazos ligeros, no parece pesar, ajeno a la gravedad él mismo, como ella parece serlo.

Observa en el umbral.
Observa, ensimismada, con la luz de la tarde que tras ella se desliza.
Observa el fresco en el muro, los ojos en delectación.
Sobrevuela con mirada trémula la romana campiña, los valles y colinas que a menudo frecuentó, y pensativa va a detenerse en el atrio del templo.
Es la sibila, la que un escultor del Cinquecento pintó, porque el perfil de su silueta se tornó escurridizo: rasgos de un rostro, demasiado incierto ya para el cincel.
En el atrio de esta casa encontró cobijo. Aquí, donde el latido de natureza –grato a sus oídos– es fácil de escuchar.
Cada tarde contempla bajo el emparrado, cómo se pone el sol y viene la noche con ella a reunirse.
Duerme ahí, bajo el sicomoro, entre tinajas de laureles y jacintos en flor, expuesta en su sueño al fluido de la luna, como en la vigilia lo estuvo a la repercusión solar.
Anota en su viejo libro cada jornada que pasa, los siglos que se sumaron a esta jornada que pasó, contando una a una en el cielo las estrellas que faltan, los siglos y siglos que aún debe aguardar, antes de que este exilio, como una estrella, expire.

Ahora, un dilatado crepúsculo viene con sus nubes henchidas al umbral de este atrio.
Ve un jardín,
árboles majestuosos,
dos espectros luminosos que conversan bajo sus ramas
con honda delectación.
Ve fuentes diáfanas,
ve un Apolo de oro,
a Leto desesperada que, con un brazo en alto,
a gritos alza su voz.
Y ve también a un barquero, con un remo en las manos,
que en un canal aguarda la hora de partir.
Después ve cómo la noche los vence, sella sus labios y los trae
hasta aquí, al severo portal de esta casa vacía.

.

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Extraña existencia la de deslizarse así, trémulos como una hoja muerta abandonada a su suerte, y ver ese gorro frigio, que otorga al severo perfil el aire noble y pulcro de una vieja estatua, pues no otra cosa parece ser esa luctuosa figura que guarda silencio, pero de la que, sin embargo, vemos surgir el hálito de una espesa niebla alrededor de su aliento.
Respira. Respira como lo hacemos nosotros o lo pueden hacer esos pasajeros que, acodados en la falúa, comenzaron a despertarse.
Respiran. Como Caronte respiran bajo esa noche de Basán, coronada ahora de estrellas y olor a sargazo.
Contemplan su majestad, contemplan absortos el largo silencio que, como el rastro de un ala, los mantuvo mudos, y ambos a un tiempo perciben que sólo a estas aguas se podrían dirigir. ¿Será necesario recordar de nuevo la niebla de aquel canal, aquel palacio, aquel puerto?

Esta laguna es ficticia y a la vez es verdadera.
Sólo estas aguas los podrían recibir y, sin embargo, dilatan sus confines hasta el extremo de alcanzar otras muchas aguas, y no ser ninguna de ellas.
Cada cual regresa al lugar afín, como al hogar que encierra sus más caros afectos.
Mentiríamos si dijéramos que van vestidos con los mismos ropajes. Mejor no indagar en ellos ni en su brevedad; dejémoslos así, pardos y oscuros, en la noche adriática.
Ya hemos dicho que todo lo que anima a esta oscura noche vive y palpita volcado en su solaz; ellos no son menos… ¿a qué, pues, preocuparse de ropajes?
Uno extiende su pálida mano hacia el agua salada y, mojando sus dedos, la acerca a la boca. El otro lo contempla. Poco después, el paladar de ambos, de agua y de sal, se colma a un tiempo.
Tenemos la sensación de que uno y otro son indistintos, de que, siendo cada cual diverso, son a la vez un mismo ser. Algo así como el pájaro que come y ve cómo está comiendo. Los Upanishads son profundos.

Contemplan su majestad.
De la alta noche estrellada contemplan silenciosos su lejano latido.
Sienten la integridad al inspirar y, al espirar, devuelven la calma al prana con su aliento ungido.
La muerte no existe.
Nadie vino a hablar de ella porque no hay nada de qué hablar.
Sólo la vida se balancea en un abrazo inflexible de aquí para allá, de lo concreto a lo disperso, de lo intangible a lo tangible, del sueño infuso a la realidad concreta…
Y volvemos a empezar.
Contemplan silenciosos la alta noche estrellada, contemplan en silencio su majestad y, rompiendo el himen que largo tiempo selló sus labios, exclama extasiado:
Manso reposarás.
Reposarás libre, como el ciervo que pace en una isla remota, tierno y tosco a la vez, como tosca y tierna es una encina o el lomo de un peñasco, o esos tejados rojizos de las aldeas de montaña donde todo en sus calles huele a rusticidad.
Pero me doy cuenta de que, más que anunciar tus responsos en esta laguna, anuncio ese otro lugar, en el que, tal vez, reposará mi cuerpo.
Y recuerdo ahora esos pueblos que visité, en lugares bien distintos y apartados unos de otros, perdidos en las montañas o a orillas del mar, en enormes continentes o islas paradisíacas.
Llegan con rubicundo clamor Tiradentes y Olinda,
Como un espejismo entre palmerales, extasiadas surgen Nefta y Tozeur.
Cananéia duerme con su cabeza hundida en las olas de Atlántico.
Durro y Degaña comparecen a su vez, portando en sus axilas un acre olor a establo, del que el hinojo y el tomillo participan también.
Y llega esa peña de Alájar, al infinito abiertas sus grutas, que el sueño me devuelve alguna que otra vez.

La oscuridad de esta noche trae a mi memoria el recuerdo de otra lejana. La sombra de dos grandes cedros sobrevolaba los tejados y estampaba su silueta sobre un negro dosel. Las estrellas y la peña miraban desde su suprema altura el hueco de aquel patio. Cedros, peña y estrellas parecían hablar todos ellos una lengua inefable, que el corazón, no obstante, comprendía muy bien. Latían en la sideralidad de esa noche oscura con un latido tan hondo que parecían irreales, como si una exhalación de otro mundo les hubiera concedido esa calma suprema y ese silencio sobrecogedor.

Y acudían en espiral los cuatro elementos.
Acudían a beber en círculo en ese manantial de estrellas que el éter les tendió.
Se solazaban en la rutilante penumbra que les daba cobijo, con todas sus divinidades en fila, prestas a comparecer.
Lo hacían las del agua por los arroyos quejumbrosos y las fuentes apacibles, etéreas las del aire vagaban por la oscuridad, las de la tierra lo hicieron extendidas sobre una vegetación exultante, y radiantes las del fuego comparecieron a su vez…
En el volcán, que eructa y bosteza con las fauces entreabiertas de un dragón durmiente, en las grutas maravillosas que esculpen en sus muros una genealogía sutil, Grial restituido en la "cicatriz interna" que, oculto en sus entrañas, emergerá a la luz, en la tibia arena de esa isla desierta, donde todo el oro de Bizancio parece aguardarte.

Y te veo aparecer a lomos de un caballo, raudo, a galope tendido, sin arco y sin flechas, sin cinto y sin carcaj, desnudo en alma y cuerpo y con jovialidad suprema, en tanto el mar ruge a lo lejos bajo un sol en declive. Veo cómo la crin de ese caballo -roja como una nube- encrespa en el aire su pelo y tiende a volar, volar y expandir su galope entre el nácar y la espuma, hasta que las alas despunten.

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Una esfera dorada parpadeó, emitió un destello que la luna y las estrellas advirtieron enseguida, como lo hicieron ellos, sobrecogidos poco después, al ver una nueva esfera, grande y majestuosa que, sombra con sombra urdida, surgió en un segundo.
Apareció así, de repente, después que la barca efectuara ese espacioso giro sobre sí misma, en el que la esfera parpadeó, y se deslizó así, sigilosamente, en dirección opuesta a la que antes traían.
Se acercan con lentitud. Vertiginosamente, como un cometa veloz, a años luz se aproxima, portando en su cabeza las insignias aladas de no saben qué. Ojos que no ven: es la Salute dormida, que el delirio desencadenó.

Ni un esbozo de su presencia, a la isla de San Giorgio y al campanille della Piazza, pudieron arrancarle, ninguna insinuación, señal alguna que indicara que, espiando en su atalaya, se encontraban allí.
Sólo en la Dogana el atlante los advirtió, y golpeó la esfera -sonido en verdad inaudible- para anunciar el arribo.

Y es así que, apenas desentumecidos, atónitos y sobrecogidos, remontan en este momento las aguas del Gran Canal, y se sorprenden al verlo así, tan desierto y oscurecido, sin que un asomo de vida viniera agitar sus aguas.
Es madrugada -se dicen- sus moradores deben dormir, pero es extraño no percibir lumbre alguna en las ventanas, ninguna luz lejana, ni la llama de un pabilo, que arda en la estancia de alguien al que el sueño no rindió.
De este modo discurren cuando, no muy lejos de allí, una rutilante luz de un lado a otro se mece e inflama, con el propósito evidente de reclamar su atención.
Como murciélagos que por la noche vagan entre luces difusas, en su resplandor se funden, atraídos por su luz como por un imán. A su alrededor, un grupo de sombras más densas, que a izquierda y derecha se esfuman, destacan su perfil en alto con más nitidez.
Se intuyen tejados desvencijados, chimeneas altivas, algún destello más claro en forma ojival. Vislumbran ventanas altas, algún vitral que deslumbra, comprueban en este momento que, aquello que su atención reclamaba, es la clara luz de un fanal. Un joven que les hace señas lo sostiene en alto, erguido sobre unos peldaños de piedra que, en las aguas del canal, hunden sus sombríos pies.

Las ondas oscilantes golpean sus flancos, golpean los muros decrépitos de ese palacio y los mástiles podridos, erguidos en su umbral. ¿Qué carta del arcano mayor recuerdan al verlo? No sabrían decirlo, pero un presentimiento súbito recorrió de un extremo a otro toda su espina dorsal, y el corazón, asaltado, aceleró su ritmo.
Es una honda emoción, un recuerdo henchido de lágrimas, algo que el agua salada sabría explicar. Ella, sin embargo, calla y se ondula, remueve su seno y orea con su esparcimiento el umbral de ese portal, cuyo interior ha inundado de un modo violento y a la vez dulcísimo.

El joven que los recibe inclina la cabeza y les tiende gentilmente su mano para desembarcar.
Será inevitable que os mojéis los pies –les dice– y que l’acqua alta nos salpique. Asciende a diario, cada día un poco más. Pronto los tejados serán con los gatos la única salida posible.
Pasemos por aquí. Este entarimado podrá preservarnos en parte del agua saltarina.

El interior del portal se sobrecoge de súbito. La luz de la linterna produce en su oscuro ámbito un trémulo vaivén, donde un vibrante haz de sombras y luces ondea por los muros con el vaivén de las aguas.
Contemplan al joven adalid en la trémula penumbra, y pueden ver que va vestido con un jersey de lana a rayas y un oscuro pantalón. Es hermoso de aspecto, de ojos oscuros y dulces, cabello castaño claro y jovial en sus pasos. Es el elfo de la gruta encantada con lagos interiores, donde un cisne se desliza ajeno a la adversidad.
El joven serafín, con linterna en alto, conduce a los visitantes por un oscuro corredor. La humedad, allí, se hace ostensible, pero pueden comprobar, al alcanzar un ventilado atrio, cómo se diluye su rastro en la amplitud de ese recinto.
En ese atrio, una escalera de mármol –clara en su penumbra– se bifurca en un rellano y asciende, a un lado y otro, hacia la planta superior.
De su muro frontal pende un tapiz antiguo, podría ser el cerco de un fresco pintado, que allí mantuvo el color, y esparce a su alrededor un resplandor ocre-azulino.

Ocre y azul entre el oro y la púrpura,
esos ojos oscuros centellean con la luz,
extrae de sus pupilas un fulgor rubicundo.
Psique y Cupido comparecen tras él,
una villa en Cadore y un olor de flores mustias.

Miniaturas miniadas, partituras de Vivaldi,
todo el oro de Tiziano sumido y disuelto en el verde jade del canal,
y todos los altares de todas las iglesias con sus santos implorando un nuevo suplicio o
la redención postrera.

Y prosigue la ascensión.
Ascienden esos peldaños con la cálida luz de un muchacho que, volviendo hacia atrás su fanal, sonríe con delicadeza. Sonríe con una tibieza que encierra en su claridad todo lo más bello que este palacio y Venecia entera albergan en sus muros. Sonríe mientras los conduce, con la clara conciencia y la certidumbre nítida, de que sus pasos y sus conciencias saben muy bien adónde van, hacia qué lugar se dirigen.

Se detienen en un dintel.
La puerta está cerrada.
El joven gira su pomo y les invita a pasar.
Él os aguarda –exclama con ojos trémulos.

Un azul opalescente se expande por la diáfana atmósfera que cubre los muros de un amplio salón. La tibia luz de las lámparas lo iluminan con discreción, iluminan los muebles y objetos que en él reposan calladamente, al igual que el ventanal gótico que, en la oscuridad de la noche, luz alguna puede acoger.
Junto a ese ventanal, una delgada figura observa a los recién llegados con emoción manifiesta, abandona el lugar donde se encuentra y, con manos extendidas, sale a su encuentro diciéndoles:

¡Dichosos los ojos que os ven!
No sabéis el largo tiempo que ha pasado mientras aguardaba impaciente este instante preciso.
¡Venid! Sentémonos alrededor de esta mesa a conversar.
Las horas de esta noche no serán las que acostumbran a sonar en el reloj de la Piazza cuando el día está próximo. A los moros de San Marco los durmió un sueño precoz y, así, las horas de esta noche las presiento trémulas y más dilatadas de lo ordinario
.
Bebamos este licor de ajenjo que en su exiguo receptáculo tan fielmente supo aguardar. Pletóricas se sienten las copas por la ansiedad de recibirlo.
¡Tomad!, bebed este elixir, esta es mi sangre, amarga y dulce como la raíz del aal, trémula y concisa como un pámpano quebrado
.
No conoceréis jamás las horas que pasé aquí sentado, deseando anhelante el clamor de recibiros.
Bebed un poco más. Este licor destilado en tiernas odres reconfortará las fatigas del largo viaje que emprendisteis, ruborizará vuestras mejillas –pálidas ahora– como un sol que retornará las sombras a su lugar de origen.
De ese lugar quería hablar, llevaros hasta él para deciros, que el sueño oscuro que nos albergó a los tres era sólo una quimera, un espejismo de la mente que licuó en la sangre su contrariedad, el azogue que empujó a dos bandos enemigos a una cruel contienda.

Mi hermano mora conmigo.
Mi doble se desdobló a su vez para conciliarse con la unidad del ser y dar testimonio de aquello que los sobrepasa.
Era la desconcertante emoción, la quebrantada furia y el deseo escurridizo que, antes de saciar su sed, se derrama en otras ansias, otras ganas, otras llamas en las que arder.
Era el descenso del agua, que hondos nos lanza a un precipicio.
Eran las aguas letales de la inconsciencia y no las del manantial.
Hondo es el fulgor que ahora me alienta, de oro y de plata colma mi ser.

Mi hermano mora conmigo.
Se sienta aquí, en torno a esta mesa a conversar.

Al final, esa sombra hostil, que cernía a la noche, era sólo un preludio del inminente albor, el reposo que la luz exhausta debe obtener para regresar henchida.
Finalmente, la cabeza de Medusa era una diminuta lombriz, la sierpe una gacela, y las fauces del cocodrilo son como las fauces del dragón, que con llamas incandescentes ahuyenta a los imprudentes a las puertas del paraíso.

En cualquier lugar que os encontréis un pájaro os contemplará.
Estará allí para deciros que existe el peso y la levedad
, la ingravidez y la pesadumbre, que aflige vuestros corazones como al crucero ahuecado de una catedral gótica, donde a duras penas un rayo de sol ilumina un altar.
Es la casa del Sol.
Al atrio de esa casa querría conduciros.

En unos instantes, con las primeras luces del alba, surcaréis diligentes las aguas del canal, cegados vuestros ojos por la luz matutina.
A un lado y otro de sus aguas los palacios se desplomarán, frágiles y efímeros caerán como castillos de arena, como naipes que se alzaron con levedad suprema entre el mar y las nubes.
Se derrumbarán, como se derrumban los sueños más hermosos que el corazón humano alberga.
Se desplomarán, como aves con las alas rotas que las aguas letales se llevan consigo. Pero no temáis, será sólo un espejismo, el reflejo donde sombra y luz se viertan para dar testimonio de su fugacidad: mármoles, ladrillos rojizos, piedras blancas, que el mar acogerá en su seno
.
En ese estupor de luces y sombras, un redoble de campanas os enviará un último adiós.
Las torres de las iglesias y los tejados tambaleantes os enviarán un último abrazo. Entonces, los moros de San Marco se precipitarán de su sueño para que el reloj de estrellas marque en sus agujas la hora Solar… y, al “settimo tocco de l’orologio”, saldréis disparados como una flecha rauda en dirección a Torcello.

Ahora subamos a los tejados a contemplar las estrellas.
Los gatos en la noche vigilan su fulgor.